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«se dé a las llamas todos los despojos y casa en que vivía Ana Alvarado, que ha fallecido en estos días de resultas de su enfermedad lazarina (…) en precaución de que sus despojos y casa no contagien al restante del pueblo»
Pintura del Padre Damián con un leproso, del artista alajuelense Carlos Aguilar Durán
Expulsados de los poblados y muertos socialmente, no podían asistir a los actos religiosos libremente, aspirar a ser miembros del cabildo o guardianes de su barrio, ir a la taquilla ni a la gallera, ni visitar el mercado.
Durante la Costa Rica colonial el lazarino o leproso era considerado un excluido social, una persona no grata en la comunidad, por poseer una enfermedad peligrosa y misteriosa.
El simple hecho de ser descendiente o pariente de un leproso, o padecer de una lesión cutánea, creaba recelo en la comunidad y propiciaba las habladurías hasta el extremo de que cualquiera podía externar sus preocupaciones ante la autoridad del barrio.
Así lo señala la historiadora, M.Sc. Ana Paulina Malavassi Aguilar, en su obra «Entre la marginalidad social y los orígenes de la salud pública», publicada recientemente por la Editorial de la Universidad de Costa Rica.
Pretende explorar los mecanismos de resistencia asumidos por la sociedad costarricense en ese período para enfrentar el problema sanitario planteado por la lepra, y los primeros esfuerzos de los gobernantes por dotar al país de una primitiva infraestructura sanitaria e imponer los criterios de la medicina científica sobre la popular.
Su investigación va de 1784 a 1845, y comprende desde la fecha en que la lepra se torna en un problema visible para la sociedad costarricense, hasta el momento en que la dirección del Lazareto General es asumida por una Junta de Caridad que también administra el Hospital San Juan de Dios.
Dicho estudio se centra básicamente en el Valle Central, por ser el principal asiento de la población y de la actividad económica, política y social de la Costa Rica de entonces.
UN MAL MUY ANTIGUO
Según la investigadora, de acuerdo con las fuentes egipcias la lepra ha acompañado al género humano desde el II milenio a.C., y su temprana introducción en el Nuevo Mundo se le atribuye a los europeos y los esclavos, quedando exentos los aborígenes.
La lepra es una enfermedad infecciosa crónica de lento progreso, que afecta las membranas mucosas (nariz y faringe), los ojos, las vísceras abdominales, los huesos, los testículos, y se ensaña preferentemente contra la piel y el sistema nervioso periférico.
La ausencia de tratamiento médico degenera en la destrucción de los nervios periféricos, con la consecuente pérdida de sensación acompañada de la paulatina degeneración de los tejidos, lo cual puede resultar en la mutilación de las extremidades.
Es causada por el bacilo Mycobacterium leprae, mejor conocido como bacilo de Hansen, en honor a su descubridor, y se transmite a través de las sustancias segregadas por las glándulas mucosas, por las lesiones cutáneas del enfermo y por la suciedad.
El contagio es producto de un contacto muy prolongado con el enfermo, ya que el período de incubación puede tardar de dos a 15 años, y no es hereditario, porque los hijos de las madres leprosas, salvo algún accidente en el momento del parto, nacen sanos y si son separados de ellas no llegan a desarrollar la enfermedad.
Antes de la revolución bacteriana, como no se sabía qué producía la lepra y se sospechaba que su propagación se podía evitar cortando todo contacto del enfermo con la comunidad sana, se le aislaba y confinaba en leprosarios.
Actualmente es curable y en vías de erradicación, y se le considera, junto con el cólera, la tuberculosis, la malaria, el mal de chagas y otras enfermedades infecciosas tradicionales, como una afección propiciada por las condiciones de pobreza extrema.
EN COSTA RICA
En nuestro país la lepra aparece en el siglo XVIII, en un barrio ubicado al noroeste de la ciudad de Cartago denominado Churuca o Chircagres, hoy conocido como San Rafael de Oreamuno. No se sabe con certeza quién introdujo la enfermedad en Costa Rica, y difícilmente se podrá saber, pero existen tres hipótesis que atribuyen a extranjeros la introducción del mal.
Ya para las primeras décadas del siglo XIX se empieza a extender por el resto del Valle Central; no obstante su incidencia es mínima con respecto a la población total.
Aunque no existe una predisposición étnica a contraerla, la lepra se asienta entre los mestizos y criollos predominantes en el Valle Central, y las listas de lazarinos muestran que este mal afecta tanto a hombres como a mujeres, y en algunas ocasiones a más de un miembro de la familia. Incluso se dan casos en que una familia entera es declarada enferma.
El chisme entre la comunidad y la denuncia por las autoridades del barrio o celadores, constituyen los principales métodos para detectar la presencia de los lazarinos, y aunque se implementan una serie de medidas para expulsarlos de los poblados, el que tiene recursos económicos propios o encuentra apoyo en su familia permanece, y el pobre y desamparado se va.
Antes de la apertura del Lazareto General, en 1833, existen por lo menos cuatro sitios que sirven de refugio a los lazarinos mendigantes. Los leprosos de Heredia tienen su refugio en el paso real del Virilla; los de Alajuela en la Boca de los Cerros; los del barrio El Tejar en Cartago en una galera de la comunidad, y los de San José en el potrero de Pavas.
La creación de dicho Lazareto pretende evitar que la parte sana de la sociedad se contamine con este mal, y rehabilitar la mano de obra corrupta inculcándole la veneración al trabajo.
La reclusión permanente del enfermo queda garantizada con la aprobación en 1833 de la pena capital contra todo lazarino que escape del establecimiento
Sin embargo, su funcionamiento se ve limitado por los exiguos recursos que le brinda el Estado y la esporádica ayuda social.
UN LUGAR DE RECLUSIÓN
Según Malavassi, el Lazareto General del Estado de Costa Rica se ubicaba en las afueras de San José, en un punto indeterminado muy cercano a la confluencia de los ríos Virilla y Tiribí.
Las instalaciones eran sumamente sencillas, con cabida para 32 enfermos (22 hombres y 10 mujeres), divididos por sexo para evitar la promiscuidad sexual, considerada como un serio peligro para los enfermos y la sociedad.
La dieta también era muy simple: carne, frijoles, maíz, dulce, cebollas, tocino, cacao, sal, y candelas para el alumbrado. También se recomendaba el consumo de mieles, verduras, leche y huevos.
Pero los escasos recursos económicos que recibía el establecimiento eran insuficientes para mantener dignamente a los leprosos, quienes redondeaban su alimentación por medio del robo, la caza y la pesca.
En cuanto a la medicación, a partir de 1834 se les aplicó píldoras arsenicales (compuesto de pimienta negra con arsénico), que a pesar de ser muy poderosas y eficientes, no fueron aceptadas fácilmente por los enfermos, dados sus efectos secundarios.
La vida en el lazareto era frugal y tétrica, el alimento se racionaba y constantemente se recordaba al enfermo su obligación de autoabastecerse. La ropa era tan limitada que no se podía lavar con frecuencia, el hacinamiento amenazaba con incrementar el número de miembros, a la vez que dificultaba el proceso de saneamiento.
La única diferencia con la mendicidad callejera era un techo seguro para guarecerse cada noche, y una asistencia médica periódica.
A pesar de todas estas limitaciones, para la investigadora el Lazareto representó un gran avance en materia sanitaria, porque marcó el nacimiento de una institución que perduraría por casi 150 años, y el debut del Estado como ente benefactor.
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