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Las noticias televisadas muestran disturbios y protestas en las calles de Santiago. La policía reprime a manifestantes que han tomado varias calles en la capital. Cascos plásticos, escudos, uniformes negros, chorros de agua y garrotes responden a manifestantes que, con gestos de desesperación, protestan por la política económica del gobierno. Chile vuelve a la agitación. Al ver las calles de Santiago, es imposible contener las imágenes que empiezan a tomar presencia, la memoria trae los hechos de 30 años atrás. Un momento terrible que impactó muchas vidas. Aquí, en Costa Rica, vendría a repecutir la queja de toda Latinoamérica por lo que era la gran afrenta a la propuesta de Salvador Allende de llevar adelante un gobierno socialista tras un proceso de elección democrática y con una amplia coalición política en el gobierno.
Esa mañana la noticia llegó a la Universidad de Costa Rica y corrió como un hormiguero. Las informaciones eran poco claras. En los últimos días, se escuchaba permanentemente que en Chile había un ambiente tenso, con luchas y protestas. Una gran huelga en algunos sectores, pero la información era confusa. Cuando se anunció que habían dado un golpe de Estado y declarado toque de queda, la idea del terror lo cubrió todo.
Se cortó la comunicación. Del oscuro silencio fue brotando con el paso de los días la imagen aterradora de Augusto Pinochet rodeado por sus cómplices, representantes de las tres áreas del ejército sumada a la de la policía de carabineros. La nocha había caído sobre Chile, el horror y la represión entraron a gobernar de una manera sistemática, la cultura política y el desarrollo cultural e intelectual fueron pisoteados por la bota militar.
En las semanas y meses siguientes, llegaron poco a poco a Costa Rica amigos e intelectuales heridos por aquella pesadilla. Hablaban en voz baja, contaban las barbaridades que habían visto o padecido, con sigilo, con las más claras huellas que deja el miedo como gobierno.
Así supimos la cruel historia del Estadio de Chile, convertido en la cárcel gigantesca donde la dictadura sistematizaba sus aparatos de terror. Miles de detenidos. El miedo era el arma principal y la represión y el crimen no reconocía límites.
El exilio fue el destino de muchos chilenos que abandonaban su país con una confusa emoción ¿Cuánto duraría alquel gobierno militar? ¿Cuántas más crueldades podrían ejercer Pinochet y sus secuaces?
En Costa Rica escuchamos, a lo largo de extensa conversaciones, el relato espeluznante de lo que había pasado. Chile parecía tan lejano y tan próximo al mismo tiempo.
Los movimientos de solidaridad se extendieron por todo el continente y en Europa. La comunidad de exiliados era cada vez mayor.
La oleada de intelectuales y artistas remozó el movimiento cultural costarricense: el teatro, la academia, las ciencias sociales, la danza, la plástica entre otras, dieron un salto cualitativo. La pesadilla que dejaban atrás la convertían en una nueva posibilidad en Costa Rica. Pero el 11 de setiembre de 1973 fue un golpe brutal; Pinochet y sus heraldos negros cumplían el plan elaborado muchas millas al norte: el ejemplo de Allende no se puede propagar por el continente.
Las horas de aquel día nefasto están frescas en la memoria de algunos de aquellos exiliados, como la actriz Sara Astica, quien junto con su esposo Marcelo Gaete, tanto han dado al teatro costarricense.
«Ese día me levanté temprano. Esperábamos algo. Varias personas habíamos sido convocadas para organizar la resistencia. El 29 de junio ya se había dado una intentona que se conoció como el tanquetazo, pero el general Pratts la contuvo.
Escuché en la radio que había habido un levantamiento en Valparaíso.
Fui al lugar donde nos reuniríamos para organizar la resistencia, pero pasaban las horas del día y no llegaron armas para resistir. No supimos por qué, quizás el presidente Allende había dado la orden de que no se distribuyeran armas para evitar una masacre.
Marcelo me decía que era inútil intentar esa resistencia, pero respetaba mi compromiso.
Nos abrazamos, lloramos de rabia, frustración y desesperación. Como a las 3 y media o cuatro, con el toque de queda, cuando se supo que Allende estaba muerto, que no había posibilidad de que la resistencia tuviera armas, tuve una sensación horrible, que aún la recuerdo, quería como que hubiera algo que nos acabara a todos, porque nada tenía razón de existir para mí.
Ese día no teníamos plata. Pero llegó un compañero uruguayo, que era tupamaro y nos dejó algo de dinero para la semana, arriesgó su vida en medio del toque de queda. El salió porque se asiló en la embajada de Panamá.
Nosotros tuvimos que pasarlo así. Luego tanto Marcelo como yo nos metimos en la resistencia.
Esperábamos que algo así pasara. Hacía dos noches había hablado con el periodista Fernando Rivas, que era muy amigo. El me dijo: ya los patos están nadando, las águilas están en el cielo y los perros caminando. Le pregunté si veía alguna salida y me dijo que no. Pero nunca nos imaginamos la magnitud y la eficiencia que tendría. Pasamos toda la noche despiertos, ya no había ni noticias, sólo los bandos militares. En la tarde estábamos en La Hermida, cuando dejó de transmitir radio Magallanes, que era la única que se mantenía sin intervención y donde Allende dio su discurso de despedida.
Nosotros salimos en 1975. Yo el 5 de mayo, salí de la cárcel, me habían detenido por cualquier tontería, nunca supieron lo que realmente hacía y en lo que trabajamos por más de un año en la resistencia. Salimos para el exilio.»
Aquella mañana la radio dio la alarma. Se supo que en la madrugada en Valparaíso un ejercicio militar se había convertido en un levantamiento militar.
Elena Nascimento, viuda del escritor costarricense Joaquín Gutiérrez, con quien vivía en Chile en esos años, también recuerda con nitidez las largas horas de aquel 11 de setiembre.
«Un amigo, cercano a las acciones de gobierno, nos llamó y nos dijo: hay problemas con marejada. Entendimos que había ocurrido algo serio. Joaquín se fue para la editorial Jimantú, que era del gobierno, a reunirse con sus compañeros y esperar alguna orientación.
A eso de las 11 de la mañana recuerdo el horror que provocaban los aviones que empezaban a rugir encima de la ciudad y caían en picada sobre el edificio de La Moneda.
Los teléfonos no dejaron de funcionar. Quedamos con Joaquín en encontrarnos en la casa de un hermano mío, que era de derecha. Temíamos que vinieran a buscarlo, porque era un extranjero y al frente de una editorial del estado, que era visto por los militares como trabajo ideológico.
No había organizada ninguna resistencia, aunque había mucha gente dispuesta. En la radio solo se escuchaba el discurso farsante de los militares. Después empezaron a leer listas de personas, eso incrementaba el miedo. El toque de queda, los militares en las calles, los aviones, todo era terrible. Después de las 3 de la tarde supimos que Allende había muerto. Vino la orden de no moverse de donde uno estaba. Apenas por las conversaciones por teléfono nos enterábamos de lo que pasaba. Vino la orden de poner la bandera en todas las casas, para hacer creer que los chilenos celebrábamos el golpe.
Había persecución permanente. Tiros en las calles y campañas de terrible bajeza por parte de la derecha.
Son momentos terribles, que recuerdo con gran claridad, pero a la vez parece que hubiera ocurrido hace siglos. El 11 de setiembre fue como un día en que acabó el mundo.»
El cinismo y el sistema de terror impuesto con toda clase de signos, además de la represión abierta, inmovilizaban a la población, que así fue fácil presa de los golpistas.
Por muchas razones, 30 años después, el terror reaparece desde los lugares que ocupa en la memoria. Chile, jamás olvidará, esa pesadilla, Latinoamérica tampoco. La voz de Víctor Jara, a veces desgarrada, a veces triste, suena como la banda sonora de una cita con la historia que aún no se ha cumplido.
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