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Despierto temprano, como siempre. Víctor sigue durmiendo, de modo que me levanto en silencio y llamo a Manuela, que tiene que llegar temprano a la escuela. Bajo a poner la tetera al fuego y pocos minutos después aparece Mónica, frotándose los ojos y bostezando. Todo es normal, dentro de la anomalía en que vivimos. Es una mañana fría, melancólica, nublada.
Manuela y yo desayunamos y salimos para la escuela. Yendo en coche no es lejos, pero resulta difícil llegar en transporte público, aunque lo hubiera. Por suerte nos queda algo de gasolina. Evidentemente somos las únicas personas que están en movimiento. Todos los demás parecen haber decidido quedarse en la cama, con excepción de las empleadas domésticas, naturalmente, que se levantan temprano para hacer cola en la panadería de la esquina. Mónica había vuelto con la noticia de que el coche de Allende ya había bajado a toda prisa por la Avenida Colón, acompañado por su escolta habitual, mucho más temprano que de costumbre. En la cola del pan y en el quiosco la gente decía que se estaba tramando algo.
El Liceo Manuel de Salas está lleno de alumnos. Aquí no hay indicios de huelga. Sólo un mínimo porcentaje de familias no es partidaria de la Unidad Popular. En el camino de vuelta enciendo la radio del coche y me entero de que Valparaíso ha sido acordonado y está teniendo efecto un movimiento de tropas desacostumbrado. Los sindicatos convocan a todos los trabajadores a reunirse en los lugares de trabajo porque se trata de una emergencia, una alerta roja.
Me doy prisa para contárselo a Víctor. Cuando llego le encuentro levantado y manipulando la radio, con la intención de sintonizar Magallanes u otra emisora partidaria de la Unidad Popular. «Parece que ya empezó», nos decimos.
Aquella mañana Víctor debía cantar en la Universidad Técnica, en la inauguración de una exposición sobre los horrores de la guerra civil y el fascismo, donde hablaría Allende…
Eso no creo que se haga, dije.
No, pero creo que debo ir, de todos modos ¿Por qué no vas al tiro a buscar a la Manuela? Es mejor que estén todas juntas en casa.
Voy a llamar por teléfono para tratar de averiguar qué está pasando.
Mientras volvía a salir del patio, nuestros vecinos empezaban a reunirse. Hablaban en voz alta y ya comenzaban a celebrar. Pasé a su lado sin mirarlos, pero al fijar la vista en el retrovisor vi que una de las «damas» se agachaba y me dedicaba el ademán más grosero del lenguaje chileno.
Al llegar me enteré de que habían dado instrucciones de que los más pequeños volvieran a sus casas, mientras los maestros y los alumnos mayores podían permanecer en el colegio. Recogí a Manuela y en el trayecto de regreso oímos a Allende por la radio. Aunque la recepción era mala, fue tranquilizador oír su voz desde el Palacio de La Moneda… aunque sonó, casi, como un discurso de despedida.
Encontré a Víctor en el estudio, escuchando la radio, y juntos oímos la confusión que se produjo cuando casi todas las emisoras de la Unidad Popular dejaron de emitir a medida que sus instalaciones eran bombardeadas o tomadas por los militares. La música marcial reemplazó la voz de Allende:
«Esta será seguramente la última oportunidad en que me dirijo a ustedes… Yo no voy a renunciar …. Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo… Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no puede ser segada definitivamente… No se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos…».
Era el discurso de un hombre heroico que se sabía a punto de morir, pero en ese momento sólo lo escuchamos por fragmentos. A Víctor le llamaron por teléfono en mitad del discurso. A mí me resultaba difícil escucharlo.
Víctor esperaba mi regreso para salir. Había decidido ir a su lugar de trabajo, la Universidad Técnica, obedeciendo las instrucciones de la CUT. En silencio vertió nuestra última lata de gasolina reservada para una emergencia como aquella en el depósito del coche y mientras lo hacía vi que uno de nuestros vecinos, un piloto de las líneas aéreas nacionales, se asomaba al balcón de su casa y le gritaba algo burlón a Víctor, que le respondió con una sonrisa.
Fue imposible despedirnos como correspondía. Si lo hubiésemos hecho, me habría aferrado a él, y no le habría dejado marchar, de modo que lo hicimos con aire indiferente.
Volveré en cuanto pueda, mamita… tú sabes que tengo que ir… mantén la calma.
Chao…
Cuando volví a mirar, Víctor ya no estaba allí.
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