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El sangriento atentado en la ciudad iraquí de Najaf, ha caldeado las relaciones entre grupos étnicos.
El ayatolah Mohammad Baqir al Hakim, un importante clérigo chiita iraquí, fue el blanco del coche bomba que acabó, el pasado 29 de agosto, costó la vida de alrededor de 126 personas, que en ese momento decían las plegarias de los viernes en una emblemática mezquita de la ciudad santa de Najaf.
La autoría del ataque aún no está clara. Algunos acusan a los partidarios del depuesto presidente Saddam Husein y otros a la red Al Qaeda, que pretende desestabilizar al país.
Lo que queda claro, es que, por segunda vez, las fuerzas de ocupación estadounidenses han sido incapaces de prevenir una masacre de grandes dimensiones.
En el anterior atentado a gran escala, dirigido contra la sede de la Organización de las Naciones Unidas en Bagdad, el objetivo eran los intereses extranjeros; no obstante, en esta oportunidad las víctimas fueron iraquíes chiítas desarmados que acudían a un servicio religioso junto a uno de sus líderes más representativos y al que muchos creían como uno de los posibles candidatos para dirigir el país, una vez los estadounidenses y sus aliados se marchen.
La bomba en la mezquita de Ali, en Najaf, una ciudad santa para la rama chiíta de la religión islámica, es un duro golpe a los intentos por vencer los odios. Ante esta atrocidad, el Consejo escogido por los estadounidenses para gobernar la nación provisionalmente, y que está conformado por representantes de todos los grupos, es un espejismo destinado a sucumbir ante las presiones segregacionistas acumuladas durante las tres décadas de la dictadura de Husein.
Las honras fúnebres por Al Haquim y una marcha que se inició en Bagdad y que recorrerá varios sectores del país, han sido escenario de fuertes protestas en contra de los invasores, por su incapacidad para dar con los responsables de la explosión, y contra los miembros del Partido Baas, la mayoría sunitas, que apoyaban a Husein.
La mecha del odio está encendida y los chiítas, principalmente ubicados al sur, pueden liberar violentamente toda la ira acumulada durante los años en los que Husein ocupó el poder.
En una misteriosa grabación de audio, emitida por la cadena de televisión en lengua árabe Al Jazeera, una voz atribuida a Saddam Husein negaba cualquier implicación suya o de sus partidarios en lo que calificó como un «accidente» en Najaf.
Para los militares y la administración civil estadounidense, así como para el Consejo de gobierno iraquí, las cosas parecen salirse de control.
Además del inminente choque entre sunitas y chiítas, Irak está plagado de conflictos étnicos de mayor y menor magnitud.
En el norte, por ejemplo, los kurdos que aspiran a un país independiente se han enfrentado a los iraquíes sunitas y turcomanos, unos a favor de mantener la cohesión de Irak y otros preocupados porque la rebelión no trascienda la frontera norte, hacia Turquía.
Una eventual guerra civil acabaría con las aspiraciones de la Casa Blanca, que invadió en Irak con dos objetivos: estabilizar la región y explotar sus ricos yacimientos pretrolíferos.
En caso de que los enfrentamientos étnicos y religiosos se profundizaran, posiblemente Washington se vería obligado a tomar partido entre dos facciones muy disímiles y complejas: los chiitas, que abogan por la creación de una república islámica al estilo de Irán; y los sunitas, que añoran su papel preponderante durante el anterior régimen.
Si Estados Unidos y sus aliados incondicionales se ven enfrascados en disputas internas, el fantasma de su participación en Vietnam o del desastre ruso en Afganistán planearía sobre la ocupación de Irak.
El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, parece no estar muy conciente de lo que sucede. Su discurso sigue tan beligerante como siempre, a pesar de los llamados por una doctrina más moderada con respecto al medio oriente.
A un año y dos meses de las elecciones, el mandatario se concentra ahora en dar la apariencia de que ha podido dar un nuevo impulso a la economía, no obstante que, según los analistas financieros, sus rebajas de impuestos y sus gastos han comprometido el futuro del gobierno federal.
EL déficit creado en las cuentas del Estado, requiere que Estados Unidos tenga acceso a las riquezas que se generarán con la comercialización del oro negro iraquí. Si surgen obstáculos, el ejecutivo de Washington corre el riesgo de llevar al país a una crisis económica más profunda.
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