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Cuentos de viajero

Muy variadas son las motivaciones para iniciar una travesía. Aventura, curiosidad científica, necesidad económica y codicia mercantil son, entre otras, algunas de las razones para un viaje que menciona Carl Sagan en su best-séller Cosmos. En mi caso, algunas gotas de la sangre beduina -léase genes en la jerga moderna-, herencia olvidada de los pueblos que habitaron el sur de España, me llevan a levantar la tienda de tiempo en tiempo. En la última ocasión, el motivo fue visitar Panamá, por donde había pasado varias veces de puntillas a través del aeropuerto de Tocumen. Ya  en oportunidades anteriores había viajado por los otros países centroamericanos con un afán de conocer mejor este pequeño mundo que nos rodea y que tanto desconocemos. Ahora, como entonces, harto de los abusos en los aeropuertos en aras de la seguridad, psicológicamente me preparé otra vez para un largo recorrido en bus que pensé hacer menos tedioso con un gran termo de café y suficiente material de lectura disponible en mi «Palm». Aunque el bus con matrícula panameña dejaba mucho que desear, empezando por las tediosas películas que ininterrumpidamente se presentaron, menos satisfactorio me pareció el trámite de migración y aduanas panameño: un edificio ruinoso administrado por burócratas sin modales ni motivación que harían lucir a los nuestros -de Paso Canoas o Peñas Blancas- como un ejemplo de eficiencia y cortesía.  Ya en su tierra, el bus paró en cuantos lugares fue requerido para llegar a la Ciudad de Panamá después de 18 horas de viaje. En realidad, esta capital parece ser la más atractiva, urbanísticamente hablando, de las centromericanas y la modernidad de los altos edificios del centro bancario hace recordar qué seríamos si se hubiera aprobado el proyecto figuerista del distrito financiero. Vistas desde la limpia Avenida Balboa, elegantes y estilizadas esas edificaciones hacen creer que en ese país la tecnología en construcción ha avanzado más allá que la nuestra o que los arquitectos graduados en Costa Rica todos han emigrado a Panamá. Al desplazarme por los expeditos corredores viales con los peajes -truco medieval de recaudar impuestos- activados con tarjetas magnéticas, me imaginé las becas que deberían darles a los ingenieros del MOPT para ir allá a «agarrar volados».

Muy variadas son las motivaciones para iniciar una travesía. Aventura, curiosidad científica, necesidad económica y codicia mercantil son, entre otras, algunas de las razones para un viaje que menciona Carl Sagan en su best-séller Cosmos. En mi caso, algunas gotas de la sangre beduina -léase genes en la jerga moderna-, herencia olvidada de los pueblos que habitaron el sur de España, me llevan a levantar la tienda de tiempo en tiempo. En la última ocasión, el motivo fue visitar Panamá, por donde había pasado varias veces de puntillas a través del aeropuerto de Tocumen. Ya  en oportunidades anteriores había viajado por los otros países centroamericanos con un afán de conocer mejor este pequeño mundo que nos rodea y que tanto desconocemos. Ahora, como entonces, harto de los abusos en los aeropuertos en aras de la seguridad, psicológicamente me preparé otra vez para un largo recorrido en bus que pensé hacer menos tedioso con un gran termo de café y suficiente material de lectura disponible en mi «Palm». Aunque el bus con matrícula panameña dejaba mucho que desear, empezando por las tediosas películas que ininterrumpidamente se presentaron, menos satisfactorio me pareció el trámite de migración y aduanas panameño: un edificio ruinoso administrado por burócratas sin modales ni motivación que harían lucir a los nuestros -de Paso Canoas o Peñas Blancas- como un ejemplo de eficiencia y cortesía.  Ya en su tierra, el bus paró en cuantos lugares fue requerido para llegar a la Ciudad de Panamá después de 18 horas de viaje. En realidad, esta capital parece ser la más atractiva, urbanísticamente hablando, de las centromericanas y la modernidad de los altos edificios del centro bancario hace recordar qué seríamos si se hubiera aprobado el proyecto figuerista del distrito financiero. Vistas desde la limpia Avenida Balboa, elegantes y estilizadas esas edificaciones hacen creer que en ese país la tecnología en construcción ha avanzado más allá que la nuestra o que los arquitectos graduados en Costa Rica todos han emigrado a Panamá. Al desplazarme por los expeditos corredores viales con los peajes -truco medieval de recaudar impuestos- activados con tarjetas magnéticas, me imaginé las becas que deberían darles a los ingenieros del MOPT para ir allá a «agarrar volados».
No se puede ir a Panamá sin visitar la Zona Libre de Colón, un «Portobelo» moderno que se promueve como la meca de los comerciantes y de no pocos contrabandistas, diría yo. A pesar del alto volumen de comercio que maneja, la Zona Libre se encuentra ubicada en medio de un asentamiento humano que impresiona por las derruidas edificaciones -probablemente las barracas en las que vivieron los trabajadores del Canal- y en las que residen sus empobrecidos habitantes, en su mayoría negros.  Este contraste me hizo cuestionarme si en realidad el Depósito Comercial de Golfito contribuirá eventualmente al desarrollo de la Zona Sur de Costa Rica o si llegará a su extinción siendo solo la gallina de los huevos de oro de los concesionarios.
En este curso elemental de sociología comparada pensé que podríamos copiar algunas cosas de Panamá: por ejemplo, su moderna,  ordenada y limpia terminal de buses de larga distancia de Albrook. Me sorprendió que Vía España, a pesar de su copioso tránsito, tenga tan pocos semáforos y no haya por ningún lado vendedores de melcochas, ni pedigüeños del Ejército de Salvación ni otros chantajistas del candor popular. Tampoco vi las calles llenas de la basura automotriz compuesta por automóviles Hyundai de desecho, de la que estamos inundados aquí.
Panamá tiene muchas similitudes con Costa Rica, algunas heredadas del pasado colonial de la compañía bananera. Por ejemplo, la Zona Sur de Costa Rica y el área de David, ambas desligadas en gran medida de las respectivas metrópolis, fueron creaciones de la Chiriquí Land Company. Así Villa Neilly parece ser la ciudad gemela de David y Puerto Armuelles de Golfito o tal vez de Quepos en sus días de apogeo bananero.
De regreso a Costa Rica, otra vez la tediosa revisión de pasaportes antes de la frontera, además de una aduanal inesperada  a la salida de ese país por parte de la policía antidrogas. La naturaleza coercitiva del cacheo me recordó que a pesar de no tener ya ejército, aún quedan oficiales de policía panameña que conservan instintos «goriloides». Tuve que apartar esas ideas de mi mente, pues yo estaba aún al otro lado y había venido leyendo en el bus el relato del diario La Prensa sobre el brutal asesinato de Hugo Spadafora sucedido varios años atrás, razón imperiosa para someterme al interrogatorio afrontado con monosílabos. Otras personas fueron menos afortunadas, pues una muestra al azar de pasajeros tuvo que pasar un careo más detenido. ¿Cuán al azar era la muestra? ¡Bueno, de colombianos, mexicanos y algunos panameños, para disimular!
La revisión obligada pero superficial de la aduana tica me hizo comenzar a suspirar por esta tierra. Después de un cambio de buses -el panameño se quedó medio varado en la frontera- y seis horas más de viaje, las luces de San Isidro de Cucaracha -alias de El Guarco- me hicieron pensar que después de todo, es un privilegio vivir en este invernadero.

  • Víctor Gómez
  • Opinión
Spain
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