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Académicos de la UCR están izando la bandera de «académicos uníos», algo así como «académicos al poder». La iniciativa es plausible en momentos en que lo que impera es una «alianza anémica», notoria en la asistencia al último congreso universitario.
En toda alianza lo valioso son los objetivos. Lo primero es el medio, lo otro el fin. Trastocar ese orden resulta tan ocioso como improductivo. Para prevenir ese riesgo es imperativo incluir en agenda algunos temas olvidados: El ausentismo a clases, la entrega tardía de notas, las lecciones mal preparadas, los cursos de baja promoción -así como los calificados sólo con dieces. Igual, el papel de Internet en la educación, los requerimientos éticos y de inteligencia emocional en la docencia. Otros, como el papel actual de CONESUP, el efecto del lavado de títulos, la diligencia de CONARE en la regulación de posgrados o si el CSUCA al fin se recuperó, entre otros.
Es obvio que el tema incómodo trate sobre las patologías burocráticas; el problema está en a quién atribuirle la culpa, lo más fácil es cargarla en los administrativos, aunque no sea lo más racional. Quien analice el Estatuto Orgánico, comprobará que la Universidad es gobernada por académicos, no por administrativos. La condición para ser rector, vicerrector, miembro del Consejo Universitario, decano o director, es poseer al menos el rango de profesor asociado. Si los reactivos no llegan con la premura de la investigación, si un profesor debe esperar meses para su salario, si el pago de un viático obliga a un vía crucis, si el régimen salarial está distorsionado, si hay exceso de reglamentos, el dedo acusador debe apuntar a los jefes de oficinas, pero igualmente a sus superiores (académicos) que no ejercen las potestades jerárquicas.
Además, para ser justos, es loable preguntarse por qué los administrativos reciben un trato discriminatorio, por qué no hay forma de implementar una carrera administrativa. Por qué, pese a los «superávit» se siguen aduciendo problemas de presupuesto para no pagar incentivos. Hasta para disfrutar el derecho de las ocho horas de estudio, hay que implorar compasión.
El otro tema propuesto por los «aliancistas» es el incremento de demandas en los Tribunales de Justicia, atribuyendo esa responsabilidad a los recurrentes, sin detenerse a reflexionar acerca del propósito de la existencia de esa vía y la lógica de inhibirla ante la eventual intolerancia, la obcecación, la indefensión o el abuso del poder. No sería mejor tomar un alfiler y clavarlo en las propias posaderas antes de pensar en las del usuario. Incluso, visto desde el lado positivo, por qué no valorizar que en Costa Rica los tribunales constituyen una opción cuando en otros países han caído en desuso.
Finalmente, se propone una cruzada para recuperar la autonomía universitaria pero sin precisar en la modalidad que anhelamos. En Costa Rica las universidades se autodeterminan, establecen sus planes, programas, presupuestos, organización interna y estructuran su gobierno. Ostentan poder reglamentario, reparten sus competencias dentro del ámbito interno, pueden desconcentrarse, regular el servicio que prestan y decidir libremente sobre su personal. Son estas las modalidades administrativas, política, organizativa, y financiera. Incluso, la autonomía es tan especial que veta la potestad legislativa sobre las materias propias de su competencia. Lo cual no supone la exclusión del régimen de legalidad, ni justifica la ausencia de controles, ni la arbitrariedad. La autonomía es una facultad que se debe ejercer como cualquier otra potestad pública, con proporcionalidad, razonabilidad y sin perjuicio de los principios y garantías fundamentales.
Si la autonomía se ve amenazada es por la mala costumbre de estar consultando gran parte de nuestras decisiones, sea a la Procuraduría, que es el abogado del Estado, al Ente Contralor de la República o a la Sala Constitucional. Sin alegorías, actuamos como pregunt*ndole a un perro si nos puede morder… para luego lamentarnos. La autonomía universitaria se debe asumir a la luz del interés académico, del principio «lucem aspicio», de la libertad de cátedra y de la función social a la que nos debemos. No la podemos concebir como sinónimo de extraterritorialidad, o para fugarnos del derecho público y los controles que le son intrínsecos. Muchas universidades europeas y latinoamericanas se han transfigurado y han virado hacia lo privado. Las fundaciones se constituyen en la pomada canaria, los megaproyectos pagan membresías por el uso de sus símbolos, los «superávit» cobran sentido, se mantienen hoteles, editoriales, venta y alquiler de servicios de todo tipo, infraestructura, auditorios, etc. Con eso logran quitarle al Estado la carga de sostenerlas. El camino para llegar a eso no es tan escarpado. Basta con eliminar las convenciones colectivas y la estabilidad laboral, suprimir el régimen de contratación administrativa y remplazar las instancias de control por auditorías privadas, las cuales, sin la menor duda, se portan más amigables a la hora de rendir cuentas sobre ese complejo rubro que ha circulado en los últimos tiempos con valor de moneda devaluada y que denominamos Fondos Públicos.
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