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Un abismo separa el Irán de las noticias que subrayan su geopolítica en conflicto con los intereses estadounidenses, la última dinastía Pahlevi y el fundamentalismo chiíta, de la vida que dibujan sus mejores películas, donde no prevalecen los estereotipos políticos, sino la gente humilde con su vida cotidiana y los héroes son jóvenes.
Apreciada en las capitales de Occidente, poco se conoce en Costa Rica de esta filmografía tan distinta al entretenimiento hollywoodense. En los Filmfest de Washington D.C., recuerdo que las obras iraníes son de los platos fuertes, con autores como Mohsen Makhmalbaf y Abbas Kiarostami. En buena hora la Sala Garbo, fiel a sus orígenes alternativos, programa este premiado relato poético.
Majid Majidi, oriundo de Teherán (1959), y actor desde los 14 años, ha realizado siete largos, entre estos «El padre» y «Los niños del cielo». Él explora con sinceridad y coherencia la vida de los pobres mediante la mirada inocente y sensible de los chicos.
Por casualidad conoció la Escuela para Ciegos y se conmovió con la fortaleza emocional de los chiquillos; de allí nació esta idea. Un niño ciego de ocho años, deseoso de aprender, comprende el mundo mediante el tacto y el oído, y principalmente a través de su corazón lleno de bondad. Generoso, valiente, su alegría e imaginación nos desafían.Al finalizar las clases debe regresar durante tres meses a su casa en el campo, en las tierras altas del norte. Allí lo espera su abuela, humilde y trabajadora, arrugada como la tierra, pero resplandeciente de belleza espiritual, y anhelan verlo sus dos tiernas hermanas. El extraordinario y sencillo amor del niño con estas tres mujeres es uno con el cariño y respeto de los cuatro por la naturaleza, la que una fotografía espléndida pero no arrogante pinta en su verdadera hermosura. No son paisajes de postal. Es el secreto del que sabe observar y encuentra, como el poeta Andrés Eloy Blanco, en lo más simple, riqueza infinita. El padre, viudo, es un carbonero estrujado por el dolor y el miedo, se refugia en su egoísmo y pese a sus ojos sanos no puede ver el mundo porque lo oscurece su tristeza interior. Quiere dejarle el niño a otros y procura un matrimonio de conveniencia. No sabe cuidarse y atropella a los que lo rodean. El arrullo de la naturaleza es para él estridente amenaza. Con la metáfora del espejo comprendemos cómo no se soporta a sí mismo y se hace daño. Él se siente trabado y entendemos que su actitud lo condena al fracaso. La moraleja con los animales (el ave con el niño, el pez con la abuela y la tortuga con el padre) revelan en cada uno su más auténtica condición humana. El final de acento místico sugiere que hace falta un milagro para abrir el corazón del padre.
Esta obra maestra es un reto aunque no lo parece. Pausada, discreta, dice más que un tratado de psicología sobre el territorio del alma. Las actuaciones son memorables precisamente porque desaparecen bajo la absoluta naturalidad de intérpretes en su mayoría no profesionales.
Hay filmes para olvidar. «El color del paraíso» es una obra de arte para recordar cada vez que entre el miedo y la violencia que se imponen, se nos olvida vivir.
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