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El golpe militar en Chile cumple 30 años este 11 de septiembre. Algo que conmocionó la vida de una generación latinoamericana es ya pura historia para una generación más reciente. Treinta años después resurgen las voces que sugieren la necesidad de retomar los problemas que el golpe, lejos de resolver, vino a ahondar.
No había transcurrido aun una semana del triunfo de Salvador Allende en las elecciones chilenas del 4 de septiembre de 1970, cuando los ejecutivos de la transnacional de las telecomunicaciones ITT comenzaron a conspirar. El objetivo inmediato era evitar que el congreso ratificara el triunfo de Allende -cosa que no lograron -, pero ya entonces estaba claramente diseñada una estrategia de desestabilización cuyos resultados cristalizaron con el golpe militar, tres años después.
El primer memorándum de los ejecutivos de la ITT data del 14 de septiembre de 1970. Le enviaban un mensaje al entonces asesor de seguridad del presidente Nixon, Henry Kissinger, diciéndole que el presidente mundial de la empresa, Harold Geneen, estaba listo para ir a Washington a discutir los intereses de la ITT en Chile y anunciaban su disposición a aportar «sumas de hasta siete cifras» para promover su plan de desestabilización. Los «$95 millones de nuestros bienes están cubiertos por garantías de inversiones, como lo están los de otras compañías norteamericanas, pero no querríamos cubrir estas pérdidas con dinero del contribuyente norteamericano», decía el documento de la ITT.
Dos años después de haber sido escritos de forma confidencial, los documentos fueron hechos públicos en la prensa de EE.UU. El 3 de abril de 1972, cuando ya la situación política en Chile se había polarizado notablemente, el diario conservador chileno «El Mercurio», comprometido con el golpe y uno de los beneficiarios de los dineros de la ITT, publicó, con amplio destaque, los documentos de la transnacional, bajo el título «Los papeles confidenciales de la ITT», con una introducción que trataba de minimizar lo que ahí se decía. El Mercurio se adelantó inclusive en la publicación, tratando de evitar un daño mayor, que se hubiese producido si los documentos hubiesen sido divulgados primero en la prensa allendista.
VIEJOS PROBLEMAS
Hoy, todo eso es historia. La prensa chilena publica el resultado de encuestas en las que se asegura que dos tercios de la población no se interesa por lo del golpe de Estado de 1973. Quizás sea cierto. Es probable que, dependiendo de como se haga la pregunta, a un porcentaje similar no le interese tampoco el resultado de la Segunda Guerra Mundial, ni la caída del muro de Berlín. Lo que, naturalmente, no disminuye en nada la importancia de estos acontecimientos.
En 1970 hacía apenas siete años del asesinato de John Kennedy y nueve del lanzamiento de su proyecto de la «Alianza para el Progreso», una propuesta para enfrentar el desafío que representaba, en el hemisferio, el triunfo de la revolución cubana. La Alianza proponía un plan de reformas profundas para América Latina. Leídas hoy, en el marco de las políticas neoliberales que el golpe chileno ayudó a profundizar, no dejan de sorprender y -¿por qué no?- explicar el asesinato del presidente Kennedy.
En 1966, después de un largo viaje por América Latina -menos de tres años después del asesinato de su hermano- el senador Robert Kennedy ,pronunció un largo discurso en el Senado sobre las enseñanzas de ese viaje, publicado luego en el libro «Una respuesta a la revolución latinoamericana».
En uno de los pasajes más famosos de ese discurso (que hoy pocos recuerdan) decía, refiriéndose a América Latina: «una revolución está en marcha, una revolución que será pacífica si somos suficientemente inteligentes, compasiva si somos lo bastante cuidadosos, fructífera si somos suficientemente afortunados: pero la revolución viene, querámoslo o no. Podemos afectar su carácter; pero no podemos alterar su condición de inevitable».
Refiriéndose a uno de los temas más delicados en la relación de Washington con América Latina, el de las expropiaciones de empresas estadounidenses, R. Kennedy reconocía que estas le parecían a la población «un procedimiento peligroso y contraproducente para los mismos latinoamericanos», pues afectaban un indispensable flujo de inversiones extranjeras a la región. El congreso adoptó entonces normas que obligaban al retiro de toda ayuda a los países que no indemnizaran adecuada y prontamente las empresas expropiadas. El tema ganaría renovada importancia cuando el gobierno de Allende decidió nacionalizar las principales minas de cobre del mundo, propiedad de transnacionales estadounidenses.
Robert Kennedy tuvo el cuidado, en su discurso, de hacer una referencia al punto de vista de los latinoamericanos, para quienes -afirmó- «las cosas son muy diferentes». «Los latinoamericanos suelen pensar que la mayoría de las compañías extranjeras hace tiempo que han recuperado las inversiones originales; en otras palabras, que las compañías saldrían ganando sin compensación de ninguna clase».
Cuando el gobierno de Allende cumplía su primer aniversario, en septiembre de 1971, en la prensa chilena cercana al régimen se podía leer: «Sólo en los últimos 50 años, las sociedades extranjeras que han explotado nuestro cobre, nuestro salitre, nuestro hierro y, en general, nuestras principales riquezas, se han llevado del país la increíble cantidad de $10.800 millones. Es decir, en sólo 50 años se han llevado más que todo el patrimonio nacional, más que todas las casas, puentes, caminos, fábricas, etc. producidas por los chilenos durante 400 años».
Treinta años después del golpe, quizás sea hora de recordar las palabras de Robert Kennedy. ¿Se equivocó el senador? A él también lo asesinaron y el mundo tomó otro rumbo, el propuesto por la ITT a Nixon y a Kissinger, que ha terminado por conducir América Latina a un aparente callejón sin salida, de renovadas tensiones y polarización social.
Desde 1964 se habían sucedido los golpes militares en América del Sur, y la invasión de República Dominicana, en 1965, lo que permitió liquidar los movimientos de izquierda y desarticular las organizaciones populares. En un contexto distinto, la receta de la intervención de EE.UU. se repitió en Granada, en Nicaragua, en El Salvador. Luego vino el derrumbe del socialismo europeo y el mundo cayó en manos de los intereses de una sola potencia: el de las transnacionales estadounidenses.
Pero quizás en ningún lado, como en Chile, el golpe tuvo consecuencias tan devastadoras, tanto por la naturaleza innovadora de la propuesta de Allende, como por la forma tan radical en que se condujo la política de la dictadura, tanto en lo económico como en la represivo.
DEMOCRACIA
Han pasado 30 años de la historia que se inició el 11 de septiembre de 1973 en Chile. Si se acompaña el debate público, pareciera que la agenda está copada por el tema del «retorno a la democracia». Todo parece reducirse a indemnizar a las víctimas de la represión y enterrar el pasado. Nada de los temas que ya en 1961 percibía Kennedy desde la Casa Blanca, ni de lo que su hermano comentaría en su famoso discurso de 1966. Eso habría quedado resuelto con el asesinato de los Kennedy, y enterrado con el paso de los Nixon, Reagan y Bush por la presidencia norteamericana.
¿Será que todo eso ha quedado en el pasado, que el golpe y sus consecuencias fueron apenas un paréntesis en una historia democrática chilena que no volverá a abrirse nunca más? Treinta años después, ¿Chile es un país pacificado, donde brotó de nuevo una democracia bien arraigada? ¿Están resueltos los problemas que los Kennedy veían con claridad hace ya más de 40 años?
Treinta años después la que resurge es la figura de Allende, mientras Pinochet y sus partidarios tienen que celebrar escondidos y solitarios su golpe. Podría ser prudente revisar las palabras que Robert Kennedy pronunció en el senado hace 37 años.
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