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Los bríos juveniles quedaron atrás, muy atrás en el tiempo. Y esta noche de sábado, unos 40 años después de aquel fervor y de los fecundos ímpetus iconoclastas e innovadores del Grupo de Turrialba y del Círculo de Poetas Costarricenses, Marco Aguilar y Laureano Albán nos leen su poesía, ya curtidos por la vida y nostálgicos. Este cálido convivio literario ocurre en el salón de actos de la Escuela Jenaro Bonilla (eximio patriarca del cantón), como parte de la Feria del Libro con que se conmemora en este agosto el Centenario del cantón de Turrialba.
Sentados ahí en el escenario, no declaman sino que nos dicen sus poemas, en un noble y alterno mano a mano conmovedor que estremece nuestras fibras más profundas. Grato contrapunto, pues ellos son antípodas en casi todo. Marco, enjuto, parsimonioso, humilde hasta el paroxismo, tímido y de profunda raíz local, pues nunca se ha alejado de aquí, donde labora como técnico de televisión. Laureano, rollizo, extrovertido y sagaz en el mundo de la diplomacia, lo que en parte le ha permitido recorrer mundo, e incluso vivir en Nueva York, Madrid y Jerusalén.
Por coincidencia, ambos inician su participación con un poema alusivo al barro, que en Marco tiene el resabio doloroso de las trágicas inundaciones que asolan de manera recurrente a esta ciudad liniera y mesopotámica, y en Laureano alude al barro primigenio y universal consustancial a los labradores del mundo. También originales e inéditos, los demás poemas son realmente soberbios, obras de orfebrería pulidas y decantadas en medio del silencio del taller del alma de cada uno, con las artes de sus esmerados y rigurosos oficios poéticos. Marco remata con un poema descarnado y hermoso sobre esa mítica, incomprendida y auto-exilada Yolanda Oreamuno, víctima de la pequeñez y mezquindad de nuestro anodino medio, y Laureano lo hace con uno enjundioso y optimista titulado «Anima mundi», antídoto para estos tiempos tan crudos.
Cuando los miro y oigo tan cabalmente contrastantes siento que, para completar tanta grandeza, falta en el escenario, y justo ahí en medio, el otro miembro de la trilogía: su hermano y poeta mayor Jorge Debravo. Pero intuyo que él está ahí, en espíritu, atizando ese fueguito sagrado de la manifestación del acto creador. Y, ¿cómo no habría de estarlo? Si es que también fue original y magnífico, de origen campesino y montañés y (¿coincidencia?) nacido en enero: Marco nació el 3 (en 1944), Laureano el 9 (en 1942), y Jorge el 31 (en 1938). Además, porque él no podría dejar pasar esta oportunidad única ya que, en palabras de Marco: «Cuando Jorge dormía no dormía/ porque, en el fondo de su sueño, él era/ el que en invierno mantenía la hoguera/ y vigilaba el pan de cada día».
Y así fue. En la tertulia iniciada allí, y que se prolongara hasta tarde en el restaurante La Feria (que su generoso dueño Roberto Barahona ha convertido en un sitio de exposiciones artísticas y tertulias culturales, en medio de su riqueza culinaria), fue inevitable seguir recordando a ese vigía, tan amigo y tan compañero. A ese Jorge que alertara sobre la «extravagancia de los que han muerto con la vida adentro», quizás intuyendo que así moriría él, a sus 29 años plenos de creatividad y de vida, un fatídico 4 de agosto de 1967 que nunca ha dejado de dolernos.
Sí, ya lejos de aquellos bríos juveniles, aquí está una parte de esa madura y suculenta cosecha que nos ha deleitado en la noche de este agosto de evocación del Centenario del cantón y de la muerte de Jorge, gracias a aquel grupo de audaces muchachos que un día se atrevieron a desafiar dogmas y preconcepciones para, desde Turrialba, echar a andar, remozada y vital, la poesía nacional.
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