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Confesiones de Kurosawa

Soy un obstinado de mal genio. Aún tengo marcados estos defectos, y cuando era ayudante de dirección me causaron algunos problemas graves. Me acuerdo de una ocasión en la que realmente estábamos apurados de tiempo para rodar una película. En una semana no habíamos contado con ni siquiera media hora para comer, y lo que era peor, comíamos con las bolsas de almuerzo que nos proporcionaba la compañía. Estas bolsas de comida llevaban bolas de arroz y rábanos gigantes en vinagre.

Soy un obstinado de mal genio. Aún tengo marcados estos defectos, y cuando era ayudante de dirección me causaron algunos problemas graves. Me acuerdo de una ocasión en la que realmente estábamos apurados de tiempo para rodar una película. En una semana no habíamos contado con ni siquiera media hora para comer, y lo que era peor, comíamos con las bolsas de almuerzo que nos proporcionaba la compañía. Estas bolsas de comida llevaban bolas de arroz y rábanos gigantes en vinagre.
No se puede soportar más de una semana con bolas de arroz y rábanos en vinagre. El equipo empezó a quejarse, por lo que fui con los administrativos de la compañía a pedir un poco de consideración. «Por lo menos envuelvan las bolas de arroz en algas secas», les pedí. La oficina de producción estuvo de acuerdo con mi demanda, así que volví al plató y anuncié al equipo que las bolsas de almuerzo del día siguiente contendrían algo diferente. Cesaron las quejas.
Sin embargo, las bolsas de almuerzo del día siguiente llevaban bolas de arroz y rábanos en vinagre. Uno del equipo, muy enfurecido, cogió su bolsa y me la tiró. Yo estuve a punto de montar en cólera, pero logré controlarme, recogí la bolsa con la que me había golpeado y me puse en camino hacia la oficina de producción. Estábamos rodando en un plató exterior a unos buenos diez minutos de camino del edificio del estudio. Mientras andaba me iba diciendo a mí mismo: «No te salgas de tus casillas…» Pero mientras más andaba más se me acortaba la mecha, y cuando por fin llegué a la puerta del encargado estaba a punto de explotar. Y exploté en la puerta. En un segundo el jefe de la oficina se encontró con toda la cara cubierta de pegajosos granos de arroz. […]
Cuando estábamos rodando Uma, de Yama-san, había una escena en la que se vende un potro en una subasta. La joven heroína Ine (Takamine Hideko) va a comprar una gran botella de sake en una de las casetas montadas para la subasta. Lleva la botella entre toda la ruidosa masa de gente, y regresa donde se agrupa su familia para la subasta de su caballo. A Ine le llega el sonido de las canciones populares norteñas que cantaban los granjeros mientras bebían alrededor de sus caballos, como si éstos fueran miembros de su propia familia. Ya que ello simboliza la separación del animal que ella misma ha criado, se pone terriblemente triste.
La idea original de Uma surgió de Yama-san. Un día escuchando la radio sintonizó una subasta de caballos en vivo. Entre todos los sonidos de la venta pudo oír el llanto de una jovencita. Esta chica se convirtió en su heroína, Ine. Y esta escena de la subasta es el núcleo auténtico de la película.
Para nuestra consternación nos llegó una orden de Army’s Equestrian Affairs (Asuntos Administrativos Ecuestres del Ejército) de suprimir toda la escena. Estábamos en guerra (Uma se estreno en 1941), y lo que se veía en la escena contravenía la prohibición de aquellos tiempos de consumo de alcohol. Pero esta escena ya aparecía en el guión original que había sido aprobado. Un coronel designado por los Asuntos Administrativos Ecuestres del Ejército había estado presente en la toma (el coronel Mabuchi, un personaje implacable y terco, de modales bruscos). Nos había costado mucho realizar la toma (habíamos tenido que hacer el travelling en una diagonal a través del cuadrado donde se desarrollaba la subasta real). No fue fácil conseguir la cooperación de la multitud que se agrupaba para la subasta, y por todos los lugares del recinto tuvimos que luchar contra el barro y los charcos de agua. Fue una cuestión de precisión conseguir equilibrio para mover la cámara por los caminos del travelling puesto en tablones por todo este gentío. Pero todo marchó milagrosamente bien, y conseguí hacer una toma genial. ¿Entonces por qué nos decían que la cortáramos ahora?
Decidí poner resistencia. La burocracia del ejército por aquel entonces era tan estricta que no permitía que nadie les llorase, y por encima de todo era yo el que estaba directamente enfrentado al coronel Mabuchi. Las posibilidades eran pocas. Yama-san y el productor, Morita Nobuyoshi, se habían resignado a cortar la escena, pero como había sido yo el responsable del montaje, me negué a ceder.
Lo primero es que la idea de prohibir el consumo de alcohol en esos tiempos me parecía la mayor estupidez. En segundo lugar, podrían haber pedido disculpas por habernos dejado rodarla, y nos podrían haber pedido amablemente que la cortáramos. En cambio, tan sólo enviaron una orden: «Suprímala.» No podía permitir que se saliera con la suya.
Una noche, muy tarde, como el día del estreno se aproximaba vertiginosamente, Morita vino a buscarme a la sala de montaje. Tan pronto como le vi la cara le dije: «No la voy a cortar.» «Ya lo sé», me contestó de una manera desenfadada. «Sé que cuando pones esa cara significa que te da igual lo que te digan. Pero no podemos dejar las cosas así, y quiero que vengas conmigo a la casa del coronel Mabuchi.» «¿Qué vamos a hacer allí?» «Sólo quiero dejar claro si la cortamos o no la cortamos.» Yo le respondí: «Pero tú sabes que el coronel va a decir ‘suprímanla’, y yo voy a decir ‘no la suprimimos’, entonces lo único que vamos a hacer es mirarnos el uno al otro.» «Bueno, si pasa eso no podremos hacer nada, pero de todas formas quiero que vengas.»
Tal y como predije, todo lo que el coronel Mabuchi y yo hicimos fue sentarnos y mirarnos con expresión amenazadora. A nuestra llegada Morita había dicho: «Aquí Kurosawa dice que no va a cortar esa escena bajo ninguna circunstancia. No es un tipo de persona que hace cosas que no tengan sentido. Se lo dejo a usted.» Luego miró hacia abajo y procedió a beber el sake que nos había servido la esposa del coronel, me quedé en silencio mirando mi sake mientras bebía. La mujer del coronel volvía de vez en cuando, nos servía más sake y nos miraba a los tres preocupada.
No sé por cuánto tiempo continuó este silencio, pero acabamos con todas las botellas de sake de la casa de este coronel, gran bebedor según apreciamos. La señora Mabuchi tuvo que volver a recoger las botellas que habíamos alineado frente a nosotros para calentarnos más, o sea que tuvo que pasar mucho tiempo. Al final de este gran rato el coronel Mabuchi de repente apartó la bandeja que tenía frente a él y puso ambas manos en el suelo para inclinarse ante mí. «Lo siento. Por favor, córtela.» Toda había pasado ya, y desde ese momento disfrutamos más la bebida. Cuando Morita y yo nos marchamos, el sol ya estaba alto en el cielo.

Tomado de La Jornada.

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