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Desde su nacimiento en la Edad Media, la institución universitaria se fundamentó en el principio de libertad para producir conocimiento, sin las limitaciones del poder político o religioso. De ahí el concepto de claustro, como unidad física que posibilita la actividad académica sin interferencias y el de autonomía como principio que le da sustento. Armada de este concepto, enriquecida con el compromiso social y a partir del Movimiento de Córdoba, la universidad latinoamericana pudo enfrentar el embate de las dictaduras y expulsar del campus la represión militar y justificar su existencia contribuyendo al desarrollo económico, social y cultural de los pueblos de esta parte del mundo.
Así, autonomía universitaria no es soberanía, pero sí el medio para satisfacer el afán humano de saber, crear, buscar la verdad y ejercer el pensamiento crítico, sin ataduras ni consecuencias nocivas. De ahí que el pensamiento universitario, generado de esta forma, permita subvertir el orden social. En algunos países de nuestro continente, la comunidad universitaria ha tenido que derramar sangre para defender este sagrado principio. En nuestro caso, en coherencia con el espíritu civilista que ha predominado en el país, la autonomía universitaria se consagra en la Constitución Política, de ahí que el celo por preservarla ante la acción del Estado se enmarca en la salvaguardia de las condiciones jurídicas y materiales necesarias para hacer posible la actividad universitaria.
Sin embargo, el concepto no se agota en estos elementos de carácter externo, porque también implica una manera de concebir y de vivir la academia. Por eso, la defensa de la autonomía requiere revisar cómo se la construye día a día en el trabajo en el aula, en el laboratorio, en la oficina, en la comunidad, en los espacios colegiados, en las relaciones con los demás, en la forma de resolver nuestros problemas, en fin, en la dinámica institucional general.
Todo intento de impedir la libertad de pensamiento, el temor a la expresión de este, la mediocridad en la producción de conocimiento, la carencia de innovación, el asumir actitudes dogmáticas y autoritarias, la repetición acrítica de contenidos, la sumisión ante la autoridad, la resolución de conflictos académicos llevados al plano judicial, la cultura organizativa impregnada de apatía y poco compromiso, atentan contra la autonomía, porque impiden el autodeterminismo humano y propician la interferencia de elementos foráneos.
Por lo anterior, defender la autonomía universitaria implica ser vigilantes a lo externo, pero, sobre todo, revisar integralmente la institución tanto en sus elementos estructurales como vivenciales, releer los principios y fundamentos del Estatuto Orgánico, y autoanalizar nuestras propias actitudes y producciones. Esta revisión honesta es paso obligatorio y previo al diseño de un cambio institucional planificado, que señale el rumbo al accionar individual y colectivo en pro de una universidad plenamente autónoma, cada día más sólida y pertinente para el desarrollo del país y la calidad de vida de nuestro pueblo.
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