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Miro al pasar un afiche en un mural universitario. Conmemora el 11 de septiembre con el título «De Salvador Allende a las Torres Gemelas: entre el Terrorismo de Estado y el Terrorismo religioso». Hay algo obsceno en el título. Esa fecha de distintos septiembres recuerda días precisos de muertes humanas no homologables por eso mismo, por ser muertes humanas. Cada una de estas muertes tiene un valor intransferible para quienes amaron a esos muertos y resulta impúdico manosear sus sentimientos o utilizarlos como pretexto para una discusión. Espero que el evento haya incluido al menos un minuto de respeto por quienes murieron, otro por quienes resultaron destrozados y otro por quienes siguen muriendo, a veces en campos de batalla, a veces en la irresuelta enfermedad del exilio y del olvido.
Además del manoseo a la moda (a Rambo, Rumsfeld y Condoleeza no les interesa el dolor que acompaña a los muertos, a la televisión tampoco porque la violencia vende), la convocatoria ostentaba un tufillo de ignorancia insolente, también muy a la moda. El 11 de Septiembre chileno culmina una conspiración militar bajo la forma de un golpe de Estado. El golpe abrirá paso a una dictadura empresarial/militar que usa el terror de Estado contra los sectores populares y la ciudadanía para reconstituir un país abierto a los «buenos negocios». Ese terror de Estado será la base para una Constitución autoritaria que, con afeites menores, es la que rige actualmente a Chile. La existencia política allí tiene como uno de sus referentes centrales la impunidad, amnesia y descaro de los criminales: empresarios, militares y políticos.
El 11 de Septiembre estadounidense y global se materializa un riguroso ataque artesanal a símbolos del poderío del capital mundial y del gobierno de Estados Unidos. Quienes lo realizan son militantes políticos que, además, pueden poseer convicciones religiosas (como casi cualquiera, por lo demás). Destruyen su vida y las de otros intentando llamar la atención hacia la urgente necesidad de reconstruir políticamente el planeta. Obviamente no son terroristas religiosos. Y la expresión «terrorista» no es nunca simétrica a la de «terror de Estado». Quienes activaron la violencia armada en Estados Unidos murieron en su esfuerzo. Sus vidas han sido desvaídas por la propaganda totalitaria. Sus ideas, equivocadas o correctas, no mueren porque las ideas, como parece no saberlo solo la administración Bush, no pueden ser destruidas ni con un ataque al World Trade Center (!) ni con la agresión y ocupación de Afganistán e Irán o a «los otros 60 o más lugares de oscuridad en el mundo». Todos los muertos del 11 de septiembre estadounidense constituyeron una provocación a la sabiduría humana mundial. Uno de sus éxitos, pírrico, es que ha mostrado que, como especie, somos más estúpidos, perezosos y arrogantes que nunca.
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