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El Manifiesto surrealista fue publicado por las Ediciones du Sagittaire, de Simon Kra, en otoño de 1924 (terminado de imprimir el 15 de octubre). Por lo tanto, han pasado 80 años. El proyecto es indisociable de Pez soluble, conjunto de «historietas» tal y como él las denominó, para las que en un principio había sido concebido como prefacio. En las pruebas, Breton propuso de forma sucesiva los títulos Prefacio, Introducción al surrealismo y terminó por preferir Manifiesto surrealista, más ofensivo y con un alcance mayor. Se trataba de responder a la polémica abierta durante ese año en torno al término y a la noción de «surrealismo» inventado por Apollinaire en la página de encabezamiento Des Mamelles de Tirésias (1917) y retomado entre 1920 y 1924 bajo la pluma de Breton y de los jóvenes poetas de Littérature. En España, la palabra apareció por primera vez en 1918 utilizada por el poeta J. V. Foix en el número cuatro de la revista Trossos. Al año siguiente, en la revista Terramar de Sitges, donde se publicaron poemas de Pierre-Albert Birot, Pierre Reverdy y Tristan Tzara, Josep Pérez Jorbá, por aquel entonces director del Banco de Cataluña en París, definió el surrealismo como «lo maravilloso, cada vez más libre de cortapisas, (que) toma el carácter de sorprendente realidad en sí mismo». Pero fue, por tanto, en octubre de 1924, cuando Breton publicó su Manifiesto surrealista que incluía una primera definición en la que el surrealismo aparecía como una empresa de conocimiento, cuyos métodos (el automatismo psíquico puro) y postulados filosóficos (el privilegio reconocido a «ciertas formas de asociación», al sueño, al despliegue de un pensamiento liberado de toda preocupación pragmática) quedaban establecidos. Aunque conviene considerar este texto como la auténtica acta de nacimiento del surrealismo como movimiento organizado, está lejos de ser un discurso programático que trate de perspectivas precisas. El primer manifiesto sólo indica algunos elementos fundadores: la poesía concebida como la expresión más directa del espíritu liberado de obligaciones que pesan sobre el pensamiento vigilado, la búsqueda de un punto de resolución entre estos dos estados en apariencia tan contradictorios como el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta. Al elogio de la imaginación se une el elogio de la emoción: «Quiero que nos callemos cuando dejamos de sentir». Pero Breton no se contentó con afirmar que «sólo lo maravilloso es bello», sino que sostuvo que «lo maravilloso es aquello que tiende a volverse real». Lo que hizo que fuera despiadado con lo maravilloso de pacotilla, que a nada compromete. Y, como sabemos, en su vida buscó lo maravilloso que uno puede cruzarse en la calle. En especial, su encuentro con Nadja le enseñó o, más bien, le confirmó, que «el más allá, todo el más allá, está en esta vida». Por lo tanto, la práctica de la poesía es una práctica de la vida, de la vida cotidiana de la que uno espera todo lo que esconde a miradas menos atentas, a espíritus en busca de la más mínima revelación. El deseo es aquí la norma común, lo que implica evidentemente que «el abrazo poético» reconocerá como único modelo «el abrazo de la carne».
Tras la definición vienen los nombres de quienes, junto a André Breton, hicieron «un acto de surrealismo absoluto», sin que hubiera ningún pintor entre los diecinueve nombres citados, cuando ya en aquella época demostraba una gran curiosidad personal en materia de arte. La pregunta que se planteaba era saber qué lenguaje debían emplear los pintores para actuar en consonancia con los poetas. En otras palabras: el lenguaje pictórico, ¿es apto para transcribir los aspectos fundamentales del surrealismo? En el Manifiesto, Breton se contentaba con señalar en una simple nota a pie de página como pintores que, al igual que los poetas, «podrían pasar por surrealistas», los nombres de Paolo Uccello, Seurat, Henri Rousseau, Gustave Moreau, Matisse, Derain y Picasso, «con diferencia, el más puro». De este último, Breton hizo comprar Las señoritas de Avignon al modista y coleccionista Jacques Doucet, cuyas adquisiciones orientaba, alegando lo siguiente: «Esta es una obra que para mí supera singularmente la pintura, es el teatro de todo lo que ocurre desde hace cincuenta años, es el muro ante el cual pasaron Rimbaud, Lautréamont, Jarry, Apollinaire y todos aquellos que seguimos queriendo. Si esto desaparece, se llevará consigo la mayor parte de nuestro secreto». Luego vienen los grandes precursores que para él eran Francis Picabia (con quien durante años mantuvo contactos, en ocasiones extremadamente tormentosos pero basados en una estima recíproca) y, sobre todo, Marcel Duchamp y Giorgio de Chirico, «durante tanto tiempo admirable». Observemos que estos primeros nombres bastan para destruir la ilusión según la cual el espíritu del surrealismo estaba relacionado de forma intrínseca con la pintura «fantástica», a la cual se le vincula demasiado a menudo. En realidad, el surrealismo, movimiento activo que evolucionaba a merced de quienes lo formaban, a través del tiempo y del espacio, siempre conoció una pluralidad de estilos que se inscribió en una oscilación constante entre el automatismo gestual (los primeros dibujos de Masson, Miró, las «morfologías psicológicas» de Matta, los cuadros de «islas y brasas» de Eugenio Granell, que, sin duda, sigue siendo hoy uno de los escasos surrealistas auténticos con cierta envergadura histórica) y la documentación verista de imágenes oníricas. Esta segunda dirección especulaba más con una hipotética reproducción visual de la imagen poética escrita, tal y como, según los surrealistas, Rimbaud y Lautréamont la llevaron hasta el extremo. Jalonada por De Chirico e ilustrada gracias a los procedimientos «mecánicos» que inventó Max Ernst en sus collages y sus frottages (frotamientos), desembocó, de forma más o menos abierta, a tratar el espacio pictórico como un teatro de alucinaciones. Sometida a «hacer ver» unas semejanzas que, incluso provocadas de forma artificial, guardan una gran espontaneidad en Tanguy o, de forma diferente, en las lecciones de objetos de Magritte, en Dalí la misma preocupación se convirtió rápidamente en la pretendida «fotografía» minuciosa de imágenes oníricas arbitrarias: lo que planteó a los surrealistas y, en especial, a Breton, el primero en ser lúcido a este respecto, el problema del carácter retrógrado de ciertas técnicas imitativas. Pero éste no es lugar para describir la historia de la pintura surrealista, ni examinar todas las realizaciones. Más que un teórico de la pintura, André Breton aparece como un portavoz y un agrupador sin el cual no hubiese habido un movimiento surrealista. Es cierto que tuvo un efecto electrizante en los artistas que fueron sus amigos y que aportó a la pintura y a la escultura de su tiempo una mirada fecundadora. Pese a ser, llegado el caso, muy sensible al encanto y a la seducción, o bien al rigor formal de algunas «propuestas» relativas al espacio y al color, Breton no dejó de rechazar los criterios plásticos en materia pictórica o, al menos, de subordinarlos de forma radical al reconocimiento de un tipo determinado de inspiración. De forma que, con frecuencia, se le reprochó el haberse interesado y haber defendido sobre todo una pintura «literaria», en exceso sometida a unas intenciones poéticas o, más generalmente, intelectuales. Ante todo quiso construir una poética: poética de la poesía, de la pintura, del comportamiento. Fue el maestro de una especie de metacrítica tendente a recrear la pintura con imágenes verbales, produciendo equivalencias, confrontando al cuadro-poema del artista un poema-cuadro en prosa. Esta forma de obrar es evidente en la serie de las Constelaciones donde, frente a 22 guaches de Joan Miró, escribió 22 textos automáticos tomando como punto de partida las sensaciones provocadas por estas pinturas. Y, por su parte, Miró, que _como suele decirse_ fue «el más pintor» de los pintores surrealistas, dijo haber «frecuentado mucho a los poetas», pensando «que había que ir más allá de lo plástico para alcanzar la poesía». En 1952, al recordar cómo fueron sus relaciones con la pintura _«el objeto de una interrogación palpitante»_, aquel que no fue ni un historiador del arte, ni un aficionado, ni siquiera el personaje doctrinario que nos presentan demasiado a menudo, sino un enamorado de la pintura, escribió: «He cedido, volveré a ceder, a una necesidad que no comprendo bien, la de «poseer» cuadros: podría ser, de forma bastante banal, para poder, cuando me apetece, acariciarlos con la mirada o cambiarlos de ángulo, pero creo más bien que lo hago con la esperanza de apropiarme de algunos poderes que, según mi punto de vista, poseen selectivamente. Muy a menudo, me ha ocurrido por la noche colgar ante mi cama tal o cual tela para poder sentir su seducción en mí al despertarme». Esta convicción vital de que el arte sólo vale, al mismo tiempo, por su poder evocador y su potencial erótico («susceptible de ocasionar un estremecimiento»), esa búsqueda de lo maravilloso cuya fusión era el horizonte y la revelación del deseo el instrumento, esa es la lección que el autor de los Manifiestos quiso mostrar a plena luz a lo largo de su vida.
Pasajes clave del manifiesto del 1924
* Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima.
* Creo en la armonización de sueño y realidad, en una especia de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad, si así se le puede llamar. Esta es la conquista que pretendo, en la certeza de jamás conseguirla, pero demasiado olvidadizo de la perspectiva de la muerte para privarme de anticipar un poco los goces de tal posesión.
* Surrealismo: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.
* Entrad en el estado más pasivo, o receptivo, de que seáis capaces. Prescindid de vuestro genio, de vuestro talento, y del genio y el talento de los demás. Decíos hasta empaparos de ello que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente deprisa para no poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer lo escrito.
* Para no aburrirse en sociedad: Eso es muy difícil. Haced decir siempre que no estáis en casa para nadie, y alguna que otra vez, cuando nadie haya hecho caso omiso de la comunicación antedicha, y os interrumpa en plena actividad surrealista, cruzad los brazos, y decid: «Igual da, sin duda es mucho mejor hacer o no hacer. El interés por la vida carece de base. Simplicidad, lo que ocurre en mi interior sigue siéndome inoportuno». O cualquier otra trivialidad igualmente indignante.
* Para escribir falsas novelas: Los personajes mandarán a los verbos, valga la expresión; y en aquellos casos en que la observación, la reflexión y las facultades de generalización no os sirvan para nada, podéis tener la seguridad de que los personajes actuarán como si vosotros no hubierais tenido mil intenciones que, en realidad, no habéis tenido.
* El surrealismo os introducirá en la muerte, que es una sociedad secreta. Os enguantará la mano, sepultando allí la profunda M con que comienza la palabra Memoria. No olvidéis tomar felices disposiciones testamentarias: en cuanto a mí respecta, exijo que me lleven al cementerio en un camión de mudanzas. Que mis amigos destruyan hasta el último ejemplar de la edición de Discurso sobre la Escasez de Realidad.
* El surrealismo no permite a aquellos que se entregan a él abandonarlo cuando mejor les plazca. Todo induce a creer que el surrealismo actúa sobre los espíritus tal como actúan los estupefacientes; al igual que éstos crea un cierto estado de necesidad y puede inducir al hombre a tremendas rebeliones. También podemos decir que el surrealismo es un paraíso harto artificial, y la afición a este paraíso deriva del estudio de Baudelaire.
* Gracias al surrealismo, parece que las oportunidades de la infancia reviven en nosotros. Es como si uno volviera a correr en pos de su salvación, o de su perdición. Se revive, en las sombras, un terror preciso. Gracias a Dios, tan sólo se trata del Purgatorio. Se atraviesan, sintiendo un estremecimiento, aquellas zonas que los ocultistas denominan paisajes peligrosos.
* No creo en la posibilidad de la próxima aparición de un pontífice surrealista.
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