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Es uno de los poetas más leídos por la gente. Autor de tantos títulos como años acaba de cumplir,
Mario Benedetti dice que escribir le permite sentirse joven. En esta entrevista el autor hace un
balance de los despistes y franquezas que marcaron su vida.
Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti nació un 14 de setiembre de hace 80 años. Una
vez le escribió un poema al hijo que nunca tuvo en el que prometía colgarle un único, solitario
nombre; en lo posible, un monosílabo, «de manera que uno pudiera convocarlo con sólo respirar».
Con una lógica que nadie discute y después de un par de batallas contra la burocracia, Mario
etcétera Benedetti logró aferrarse a los extremos de su nombre oficial y suprimir todo el resto en
documentos y afines. «Eran esas costumbres italianas de meter muchísimos nombres -justifica el
escritor uruguayo nacido en Paso de los Toros, departamento de Tacuarembó, uno de los tantos
puntos de la geografía que se disputa la cuna de Carlos Gardel-. Yo tenía un tío que tenía los
nombres de todos los reyes que reinaban el día que nació. Un disparate.»
Las décadas fueron regando otros azares sobre Benedetti. Hoy su rostro luce arrugas de poesía y
a veces su mirada dice más que mil historias, aunque él las haya escrito casi a todas: su alma hecha
palabra recorre los versos de Inventario y Viento del exilio, acompaña los acordes cotidianos de
canciones como Por qué cantamos y El sur también existe; es el novelista de La tregua y La borra
del café, el cuentista de Montevideanos y La muerte y otras sorpresas, el dramaturgo de Pedro y
el Capitán, el ensayista de Perplejidades de fin de siglo, el intelectual comprometido con causas
que la razón no desconoce.
Este Benedetti, que transitó todos los géneros posibles, supo anclar sus textos en la mayoría de
los puertos que inquietan a la condición humana: el amor, la muerte, el tiempo, la miseria, la
injusticia, la soledad, la esperanza.
Ha publicado tantos títulos como años acarrea sobre su módica estatura, y en medio de esa
vastedad de prosa y verso su piel fue acumulando éxitos y afectos, miserias y exilios, errores y
utopías. Lo que sigue es apenas una porción de su abultada historia.
Durante su adolescencia, cuando decidió que iba a ser escritor, ¿imaginaba este presente?
No, lo que pasa es que yo vengo de una familia con muchos problemas económicos. Mi padre era
químico farmacéutico, pero tuvo muchos contratiempos con la quiebra de una farmacia en la que
lo estafaron. Yo tenía cuatro años. Tuvimos que mudarnos de Tacuarembó a Montevideo, y a
partir de ahí mi infancia e incluso parte de mi adolescencia fueron muy duras, con muchas
privaciones. Vivíamos en un ranchito con techo de chapas de zinc; mi madre tuvo que vender la
vajilla, los cubiertos y todas esas cosas que le regalaron para el casamiento. Finalmente mi padre
consiguió un empleo público y ahí las cosas empezaron a andar mejor. Yo ya había tenido que
dejar el colegio secundario para empezar a trabajar vendiendo repuestos para automóviles.
Entonces, con esos problemas económicos que hubo en mi familia, ¿qué me iba a imaginar que iba
a ser un autor de éxito y que iba a poder vivir de la literatura? Además, primero me gané la vida de
muy distintas formas.
¿Pensaba que iba a ser toda la vida un oficinista?
Tenía la esperanza de un destino que tuviera que ver más con la escritura. Lo que pasa es que en
Uruguay era muy difícil que alguien viviera de lo que escribía; ni siquiera Juan Carlos Onetti, que
era el mejor, el que estaba en la cumbre, vivía de lo que escribía. Se podía vivir del periodismo,
como hice yo, pero eso es otra cosa, no literatura. Recuerdo que de mis dos primeros libros no
vendí ni un ejemplar, nada, y las ediciones me las había pagado yo. Mi primer libro de éxito -un
éxito relativo, en realidad, porque la edición era muy limitada- fue Poemas de oficina. Ese fue el
primer título mío que se vendió más o menos bien.
Acaba de cumplir 80 años. ¿Qué cosas ganó con la edad?
Paciencia, tal vez más serenidad, y madurez por supuesto. Puede ser también que los años le
regalen a uno más lucidez, porque las cosas empiezan a verse no sólo con los ojos del presente
sino también con los del pasado, y entonces uno puede tener una visión más aproximada del
futuro. Pero también, cuando uno se hace más viejo, el cuerpo se va deteriorando y la energía
cambia, aunque el cuerpo es la meseta donde se apoyan las cosas del espíritu, ¿no?
El espejo no miente; ahí uno va viendo las nuevas arrugas, las bolsas de los ojos… y sin embargo,
a veces, a pesar de los años que se tengan, el espíritu de un cuento o de un poema puede seguir
siendo joven. Un poema que tiene alegría, que tiene una cosa vital, lo rejuvenece a uno. Lo mismo
sucede muchas veces al escribir una historia de amor, aunque sea inventada: uno vuelve a sentir
otra vez una cantidad de sentimientos que creía olvidados
Es una forma de mantenerse joven.
Claro, y ésa no es una búsqueda deliberada, es algo que viene solo. Los poemas son casi sanitarios
en ese sentido.
Hay un libro suyo que lleva por título La vida ese paréntesis…
Porque creo que la vida es un paréntesis entre dos nadas. Yo soy ateo, no creo en Dios ni nada
por el estilo. Hay gente que tiene sus creencias religiosas y tiende a sentir que después de la
muerte está el Paraíso, o el Infierno, porque muchos han hecho mérito para ir al Infierno. Yo creo
en un dios personal, que es la conciencia: a ella es a la que le debemos rendir cuentas cada día.
Y dentro de su paréntesis personal, ¿hay cosas de las que se arrepienta, algo que hubiera
querido hacer de manera diferente?
Y sí, claro que sí, me he equivocado en muchas cosas. A veces me arrepiento de haber publicado
un poema, no por cuestiones políticas, sino porque hoy lo veo y no creo que esté bien. Me he
equivocado en haber publicado libros que todavía no estaban suficientemente maduros. Y en la
vida misma también hay arrepentimientos. Hubiera deseado ser un joven más feliz, menos
prejuicioso, menos ensimismado… También me arrepiento bastante de lo que fue mi actividad
política, que en un momento fue muy intensa. Yo fui dirigente del Frente Amplio, pero a medida
que iba pasando el tiempo advertí que no tenía la menor vocación para dirigente político, sí para
militancia independiente, fuera del aparato partidario Finalmente llegué a la conclusión de que
podía tener una incidencia política mucho mayor a través de la literatura. Puede ser que me haya
equivocado en muchas cosas, pero en lo que no me he equivocado es en mantener cierta
coherencia política. A pesar de algunos errores circunstanc iales, creo que volvería por el mismo
camino aunque tal vez no con los mismos pasos, para no meter la pata.
La verdad es que lleva un ritmo envidiable.
Y mientras pueda y tenga temas… Ahora, con lo que me cuestan los cuentos, justo me acaba de
pasar una cosa terrible. Desde hace quince años más o menos, para poder escribir tranquilo, me
refugio en un hotelito de Puerto Pollenza, en Mallorca. Ahí la habitación tiene una terraza muy
linda, con vista al mar, donde me siento con la computadora; la cuestión es que estaba ahí,
trabajando en unos cuentos cortos cuando de repente se me borró todo. ¡Todo! Los siete cuentos
que ya tenía terminados, trabajados, corregidos… ¡La bronca que me agarró! De pura suerte tengo
en un cuaderno apuntes con la base de cada uno, una versión cruda, porque la prosa siempre la
escribo directamente en la computadora. Así que espero volver a construirlos. ¡Qué se le va a
hacer!
¿Sabe que reconstruir la lista de todos los libros que tiene publicados es una empresa
bastante compleja? ¿Usted lleva una contabilidad más o menos exacta?
Ochenta, si se tienen en cuenta las antologías. Tengo tantos libros como años. Al que le ha ido
mejor es a La tregua, de lejos, que ya tiene 148 ediciones. Después vienen Inventario Uno,
Gracias por el fuego y La borra del café, que es el último libro mío que ha caído muy bien, ya debe
andar por las cuarenta ediciones en los distintos idiomas y países.
Sin embargo usted siempre se ha sentido más cómodo con la poesía, ¿no?
Siempre digo que soy un poeta que además escribe cuentos y novelas. También me siento
cómodo con el cuento, aunque me da mucho más trabajo. Un poema lo puedo escribir en un avión,
durante un fin de semana o mientras espero al destino, en cambio un cuento me puede llevar años.
El volumen de Montevideanos, por ejemplo, demoré dieciocho años en terminarlo, y sin embargo
es un género que me gusta mucho. El cuento no admite fallas, se construye palabra por palabra,
cada una tiene que tener su rol, y los finales son muy importantes. Pero a mí las ideas y los temas
ya me vienen con la etiqueta del género, aunque a veces me equivoco. Me pasó con El cumpleaños
de Juan Angel: empecé a escribirlo en prosa, como todo novelista que se precie, pero a las 50
páginas no podía avanzar más, estaba estancado, cosa que generalmente no me ocurre. Hasta que
me di cuenta de que el tema tenía una carga poética muy fuert e y lo retomé como una novela en
verso. Ahí cambió todo y la terminé rápidamente. Algo parecido me pasó con Pedro y el Capitán:
creí que era una novela y terminó como una obra de teatro que marchó muy bien, se representó en
no sé cuántos países. Creo que funcionó porque tiene nada más que dos personajes; yo con tres
personajes en teatro no doy.. Es un género muy difícil.
¿Y las novelas?
Me cuestan menos que los cuentos, aunque para escribir una novela se necesita un tiempo libre,
porque no se pueden escribir diez páginas hoy y veinte a los dos años. La novela es un mundo
que uno inventa y hay que sumergirse en ese mundo, en sus personajes… Si a mí me dejaran
tranquilo podría escribir más novelas.
¿Usted es consciente de que algunos de sus poemas fueron el puntapié para más de un
romance?
Bueno, si sirven para el amor me parece una buena empresa. A veces me cuentan que los
muchachos copian poemas míos y se los mandan a las novias como si fueran de ellos, y después
cuando se casan les cuentan la verdad. Puede que suene cursi, no sé, alguna gente dirá… Pero a mí
no me molesta, al contrario. El amor me parece lo mejor de las relaciones humanas.
La poesía, por lo general, no tiene tantos lectores como la novela o el cuento, y sin
embargo la suya tiene muchos seguidores. ¿Alguna vez se preguntó por qué?
Sí, y para mí es un misterio. Pienso que por un lado puede ser porque mis poemas son bastante
sencillos, bastante claros, y eso es algo que se convirtió en una obsesión para mí: la sencillez.
Hacia el fin de mi adolescencia, cuando yo sabía que iba a ser poeta, leía a los de más prestigio, y
aunque los entendía y los disfrutaba, me parecían muy enigmáticos, con toda una retórica que me
parece espantaba a los lectores. Me gustaban, pero me dije que yo así no iba a escribir nunca.
Otra de las razones por las que creo que a la gente le gustan mis poemas es porque he escrito
mucho sobre el amor. Pero así y todo, no me explico demasiado el éxito que han tenido.
La mayoría de sus obras tiene como protagonista al montevideano de clase media. Usted
siempre dijo que no podría escribir sobre otro tipo de personajes.
Es que ésa es mi limitación. Me siento muy inseguro si me salgo del montevideano de clase media.
Ese es el territorio que yo conozco. Alguna vez dije, medio en broma medio en serio, que el
Uruguay es la única oficina en el mundo que ha alcanzado la categoría de República. Y es así, y yo
conozco bien a esta clase media. Muchas veces incluso me reprocharon que no trate a la clase
obrera. Pero las veces que lo intenté, me sonaron falsos. Mis obreros nunca hablan como los
obreros; entonces no insistí más, ¿para qué? Es una limitación y me atengo a esa limitación.
¿Entonces cómo explica que, siendo la suya una literatura localista, haya tenido tanta
trascendencia en otras partes del mundo?
Puede ser que la clase media sea más universal que otras clases. No sé, pero la verdad es que
incluso tengo cuentos que transcurren en el exterior, pero siempre de montevideanos que están en
España, en Cuba o en México. De todas formas, supongo que para llegar al mundo hay que llegar
primero a la comarca, por ahí se empieza. El que quiere empezar por el mundo..
A través de sus textos políticos, usted intentó hacerse escuchar en su comarca. Eso le valió
un pasaje al exilio. ¿Cree que el intelectual puede cambiar algo a través de la palabra?
No, no puede cambiar nada. Yo no recuerdo ninguna revolución que se haya ganado con un
soneto, por ejemplo. A los dirigentes políticos les gusta mucho adornarse con el arte, sacarse una
foto del brazo de un pintor o terminar un discurso con un poema, pero no es que crean en una
cosa ni en la otra. Tal vez algún raro personaje de la dirigencia política puede venir un día y decir:
«Con estos tres versos me aclaraste este tema», y yo con eso puedo sentirme más que satisfecho.
Suena a batalla perdida.
No, porque uno escribe para esclarecer la mente de un individuo, del ciudadano de a pie. Además,
es una cuestión de conciencia. Si yo estoy en contra de la globalización de la economía, de la
corrupción y de la hipocresía, lo digo y lo escribo. Justamente las causas en las que creo y que
son derrotadas son las que me impulsan, porque gracias a que las defiendo puedo dormir
tranquilo. No me siento derrotado en cuanto a mis creencias ideológicas y voy a seguir luchando
por ellas. Sin éxito, eso sí.
Hay que defender la derrota, dijo el poeta.
Es que la utopía es una cosa que debemos mantener. Por definición, la utopía es algo que nunca se
realiza por completo, una cosa que parece imposible y después resulta que se realiza. Siempre
digo que los tres grandes utópicos que ha dado este mundo son Jesús, Freud y Marx; gracias a
ellos la humanidad ha dado pasos positivos. Aunque de cada utopía se realice un diez por ciento,
gracias a ese diez por ciento la humanidad ha mejorado un poco. Yo soy un optimista incorregible.
Le supo sacar provecho al exilio.
Yo creo que sí. Volví a mi país un poco mejor de lo que me fui, más ecuánime, más tolerante,
menos radical, pero sin perder mis obsesiones.
¿No siente rencor por ese pedazo de vida que le cambiaron?
La pasé muy mal, me amenazaron de muerte, me separaron de mi ciudad, de mi mujer, y sólo por
algún azar me fui salvando, pero no por hacer concesiones. Yo hubiera preferido no tener que
recurrir al exilio, y sin embargo, en cierta forma el exilio me ayudó. Por un lado, empezaron a
interesarse por mis libros, me hizo ser más conocido y eso hasta me permitió un alivio
económico. Además, he aprendido mucho de la gente que fui conociendo en los diferentes países
donde tuve que vivir. No de los gobiernos, porque de ellos no se aprende nunca nada, pero de la
gente sí. Es como un fenómeno de ósmosis: uno le da a ese pueblo que lo recibe lo mejor que tiene
y ese pueblo le devuelve cosas a uno. Esa proximidad, ese intercambio enriquecedor y evidente,
me ha cambiado para bien, me ha hecho madurar, me ha quitado cierta tentación de hacer juicios
demasiado apresurados sin que las cosas se asienten
Usted ha inventado una palabra, desexilio, que describe las sensaciones del regreso. ¿Se
termina el desexilio alguna vez?
Me parece que no. En uno de mis libros puse como epígrafe una frase de Alvaro Mutis, que dice
que uno está condenado a ser siempre un exiliado, y creo que es cierto. Afuera uno se siente
herido, ajeno, y cuando regresa también se siente exiliado, porque uno ha cambiado y el país
también ha cambiado. Ha cambiado hasta el paisaje, la mirada de la gente… Sigue siendo el país de
uno, se lo quiere como el país propio, pero la relación es distinta. Entonces se siente nostalgia por
ciertas cosas del exilio, que tienen que ver más que nada con las personas.
¿La patria de uno dónde queda después de ese proceso?
Como decía José Martí, la patria es la humanidad. En todos los países, en los que uno ha estado y
en los que no ha estado, hay gente que por lo que piensa, por sus actitudes, por lo que hace, por
lo que siente, por su solidaridad, son como compatriotas de uno. La patria de cada uno está
formada de esa gente. Porque en el propio país ha habido también torturadores, corruptos, y esos
no son compatriotas míos.
¿Le preocupa el tema de la muerte?
Bueno, a todo el mundo le preocupa, ¿no? Pero a los 80 años uno está un poco obligado a pensar
en esas cosas. La muerte es una presencia, y la barajo en conexión a lo que es la muerte para otros,
no sólo para mí. Pienso que una de las formas de sobrellevar la idea de la muerte es darle la cara,
hablar de ella, dialogar con ella. Me parece que es una manera de poder soportar ese fin
obligatorio. Admitir la muerte es un modo de restarle importancia, porque si uno está obsesionado
con eso..
Por eso escribe sobre la muerte.
Escribo sobre ella para que no me sorprenda, claro. Su cercanía no tiene que aplastarlo a uno, por
eso tengo un poema que se llama Como si fuéramos inmortales: hay que vivir como si lo
fuéramos.
Terminemos hablando de la vida, entonces. Usted ha recibido muchos premios por su
obra, pero cuando hace un par de años la Universidad de Alicante lo nombró doctor
honoris causa, fue en reconocimiento a «su fecunda labor creativa y por su condición de
hombre de pueblo». Obra, pero también vida. ¿Cómo prefiere ser reconocido?
Son dos cosas que forman el carácter y la condición humana de uno, ¿no? Muchos de mis poemas
son producto de ser hombre de pueblo, y estar cerca del pueblo siempre ha sido una máxima para
mí. Lo mejor que me pudo haber pasado en la vida es que lo que escribo le haya tocado el corazón
a esa gente, a ese pueblo, a ese hombre de a pie.
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