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Cuando dos cuerpos comparten un lecho en plan de sexo, ¿cuántos cuerpos virtuales se hallan allí, de algún modo presentes? Amén de los consignados por la leyenda edípica, en el acto se acomodan como pueden aquellos otros cuerpos pretéritos que supieron dejar sus marcas: las de la iniciación, las del éxtasis, las del desamor, tantas. De allí surgen, por ende, los grandes romances, desilusiones, historias de amor, relaciones duraderas, corazones destrozados y, claro, los crímenes pasionales.Esta multitud erótica es la que el veterano escritor español Manuel Vicent explora en su más reciente producto, Cuerpos sucesivos, escoltado por un breve batallón de personajes encargados de formular la respectiva serie, detrás de una no menos joven que botticelliana violonchelista y un tan torpe como maduro profesor de literatura.
Cada uno de ellos entrecruza con su partenaire las reminiscencias que le desatan las sucesiones corporales pretéritas. Circunstancias que desatan expectativas, calenturas, valentías y cobardías pero, raramente, celos; pues, como señala el protagonista: «A mi edad ya no se puede ser frívolo».
Con un oficio de escritura por momentos deslumbrante, el autor de La novia de Matisse hace gala de su erudición poética, musical y pictórica, que se sintetiza en un manejo del relato anticipatorio de una cadencia cinematográfica, plagada de flashbacks, raccontos, largos travellings y profundos zooms, herramientas manipuladoras de los tiempos capaces de encandilar vanguardias desprevenidas no menos que a experimentadas andrófobas de country club. Pues Vicent coloca al varón frente a su dilema, dado el caso, «hubiera cogido a la chica y la hubiera llevado, aunque fuera a rastras, a ese lugar del mundo donde terminan las fieras y comienzan los ángeles, pero lo único que consiguió fue abrazarla tímidamente».
En un Madrid «polvoriento y satánico» donde se acumula el sol tibio de los (también) sucesivos septiembres, desfilan mujeres siempre aledañas a lo etéreo, ya sean mucamas inocentes, teutonas fálicas, actrices degolladas o madres católicas. Del otro lado pululan los machos licántropos, pianistas rumanos, atletas celestes y pequeños onanistas. Sangre, San Juan de la Cruz y Johann Sebastian Bach ambientan escenas cuya resolución emerge de ese extraño cruce entre el realismo y lo mitológico que avanza siempre al borde de lo fantástico, sin serlo.
Todo Cuerpos sucesivos acaso circule en torno a esa pregunta que el autor restringe a la condición masculina, que funciona al modo de una tesis y que el lector puede sin dudarlo ampliarla al conjunto de la condición humana: «No comprendía el corazón de las mujeres, pese a haber pasado tantos cuerpos sucesivos». Inquietante inquietud de la que el autor zafa con un latiguillo: «Tal vez esta incapacidad se debía a que no había amado verdaderamente a ninguna», y chau. De esta novela y su módica experiencia personal el lector adulto no es improbable que concluya que el corazón aludido poca semejanza guarda con el de las sístole y las diástole; más bien se aproxima a ése que suele dibujarse en los troncos de los árboles, al que, de uno u otro modo, ningún cuerpo alcanza a darle cobijo ya que se halla en otro lado. Allí, donde habitan las palabras, es preciso ir a encontrarlo.
Tomado de Página 12
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