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21 gramos

Sean Penn y Naomi Watts.

Sean Penn y Naomi Watts.
«La luz de Dios, ¿nos guía o nos ciega?»


(Alejandro González: segmento del filme colectivo 11’09″01)

Pretencioso y desmedido, pero con actuaciones formidables, eso sí, el nuevo filme de González Iñárritu se pierde en el laberinto de su propia ambición. El remolino cubista se agota en la forma y debilita el sentido de sus sinrazones. Al final, requiere tanto esfuerzo armar el relato, que se hace difícil salvar las emociones y las ideas que propone. Es más, una vez ordenado el rompecabezas, la pintura dista de la grandeza con que una edición, a mi gusto manipuladora, lo ha disfrazado. Quizá parezca oportuno en el posmodernismo dominante, y acorde con las tendencias en boga de la plástica y la rebelión antiestética; al menos es polémico.
Puede verse como extraña mezcla de cine hollywoodense -con actores/personajes cuya fuerza lleva la acción dramática- y de lóbrega visión latinoamericana de urbes desgastadas y violentas; con un estilo próximo al de las videocreaciones, que apuesta por la ruptura y la fragmentación, por la fealdad y el pesimismo. Sospecho que para algunos, acostumbrados al bombardeo aleatorio de sensaciones, esta forma resulte más atractiva, pero, más allá del sensacionalismo intelectual (como en «Ciudades oscuras» de Fernando Sariñana), qué ofrece?
Hace pocos años, Alejandro Pelayo, a la sazón Director de IMCINE en México, nos hizo la boca agua a un puñado de cineastas en Madrid con la ópera prima de un joven audaz: «Amores perros». Poco después el brutal relato, bien lanzado, cosechaba premios y espectadores por doquier. Recién volví a verlo para aquilatar sus virtudes, aún vigentes. Mucho más equilibrado y lúcido, «Amores…» cruza tres historias de valor análogo. Octavio, el gamberro, y Valeria, la modelo, son dos perdedores que se debaten con su destino y al final lloran el vacío de una derrota que no aceptan. El exguerrillero teporocho, El Chivo, en cambio, de regreso de sus infiernos, hace del cinismo justiciero una pálida victoria, perdido en el ocaso.
González  prueba otra trilogía, esta vez menos balanceada. El delincuente convertido en fanático religioso, cuya fe pone a prueba el azar, está dibujado con mayor riqueza e interés. El profesor enfermo, con su matrimonio agónico, y la mujer, víctima de las circunstancias que la atropellan, se ven más esquemáticos. Otro accidente de tránsito vincula a los tres. Salvo para el culpable de cada ocasión, el sentido trágico de la existencia se revela como burla sangrienta en ambas. Lo que en «Amores…» vemos como lucha desesperada de cada uno por sobreponerse a su condición, en «21 gramos» es una venganza solidaria que aparece forzada y hasta cursi, con un final enrevesado. Quizá el autor quiso subrayar que en la realidad nunca hay justicia, vana aspiración humana ésta.
Ambas me recuerdan la estupenda trilogía fílmica, en clave de crítica social, de Mauricio Wallerstein basada en «Cuando quiero llorar no lloro» de Otero Silva. González alude más a un desastre existencial. ¿Y el título?, eficaz como el anterior, no se abre a la metafísica, sugiere solo la fragilidad de la fugaz condición human, como en Hitchcock, siempre al borde del abismo.
Como a otros, pienso en Steven Soderberg y su genial «Sexo, mentiras y vídeo», a Alejandro no le fue posible alcanzar el nivel de su célebre ópera prima, pero que «21 gramos» interesa, sí interesa.

  • Gabriel González Vega 
  • Cultura
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