Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Hablar de mercado y poesía es más que una contradicción, es una asimetría, cuando menos un sarcasmo, o una pantomima. Si por mercado entendemos la tesis que sostiene que la oferta y la demanda son los reguladores de una sociedad, tesis que posmodernamente, léase neoliberalmente, ha devenido en dogma pues coloca al mercado como un dios, árbitro omnipotente para dirimir los conflictos sociales más allá del estado y sus instituciones; y si entendemos la poesía como el rayo que intenta transgredir y ampliar la realidad, porque hay zonas jamás nominadas por la palabra a las cuales aspira llegar la poesía, o como diría Octavio Paz «la poesía revela este mundo, crea otro»; entonces comprenderemos la osadía que implica intercambiar mercado con poesía.
Por esa razón la poesía no entra en el juego de la oferta y la demanda: ni se compra, ni se vende, ni se alquila. Porque la poesía pretende trascender los límites de su propio lenguaje en una acción dinámica y transmutadora. Por supuesto, se pueden vender y comprar, hasta robar, y de hecho lo hacemos todos los días, libros de poesía. Pero una cosa es el libro y otra la poesía. El libro es el soporte, la envoltura, pero la poesía vuela más allá de la lectura. Podemos entonces, hablar de libros y mercado, es decir del libro como mercancía. Pero es una aberración hablar del mercado de la poesía.
Y claro, la trampa ha consistido en hacernos creer que el libro es la poesía. Y más aún, que quien escribe y publica libros hace poesía. Ni el libro es poesía, ni el escritor, necesariamente, es poeta. Dicho en otras palabras, no todo lo que se publica es poesía, ni todo aquél que escribe y publica poemarios es poeta. Ni siquiera el poema es aún poesía, es más bien, citando una vez más a Paz, «el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre», pues el poema no está construido solamente con palabras: una tela, una coreografía, una escultura, son, a su manera, poemas. Y ya sabemos que la poesía, el arte en general, es, por lo demás, un medio de comunicación, el más lúcido que poseemos, por lo tanto precisa de espectadores, de cómplices, de lectores: he allí la importancia del libro, del cuadro, de la puesta en escena.
Como ya lo señalé, no todo lo que se publica es poesía. Por eso hay tanta confusión en el público lector. En el mercado editorial se privilegia, las más de las veces, el nombre y los escritos de «poetas» que no son poetas, pero sí los más proclives a la comercialización, esos que venden porque se venden. O sea, se promueve y se sacraliza a personas que escriben versos pero que no necesariamente hacen poesía. Es por ello que el lector se empalaga de facilismos, lugares comunes y retórica ambigua, alejándose de la verdadera poesía, la cual, desafortunadamente, se edita a cuentagotas. Si a esto le agregamos el destace del lenguaje poético que se hace en nuestro deteriorado sistema educativo y hasta en la academia, pues el panorama se torna más oscuro todavía.
Es necesario entonces abrir canales alternativos a la compraventa de nombres, prestigios, certámenes, premios y conciencias, pues todo ello conforma un círculo vicioso que finalmente engulle el mismo mercado. Esos canales alternativos deben partir de la presencia del poeta y de la poesía en aulas, teatros, plazas, revistas, periódicos, parques, calles, tabernas, etc., para propiciar el diálogo directo con el lector y conformar, de esa manera, un público más sensible, más atento, más autónomo, más exigente, en cuanto a la oferta y la demanda se refiere. Y obviamente se trata de promover la lectura de la verdadera poesía para que maestros, profesores, editores, editoriales y libreros, también se tornen más críticos, sensibles y rigurosos.
Este documento no posee notas.