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El tema obligado de conversación es su nueva novela, Ensayo sobre la lucidez, que se editará en castellano en mayo. Saramago se resiste a hablar («el secreto es fundamental, porque si no, ¿quién va a comprar el libro?»), pero adelanta que esta novela («la más política que he escrito; política en un sentido inusual») va a despertar mucha polémica, tanta o más que la que despertó a comienzos de los 90 El Evangelio según Jesucristo. Habla también de sus obsesiones; de cómo se combinan en su obra experiencia de vida e imaginación narrativa; de la necesidad de una mirada crítica en un mundo que está cambiando aceleradamente hacia el dominio de la técnica, la indiferencia y la despersonalización.
Sus libros son parábolas donde reflexiona sobre los males de la época: la apatía, la negación, el consumismo, la despersonalización… Esta necesidad de tener una mirada crítica ante la realidad, ¿es algo que ha sentido siempre? ¿Y en qué medida orienta su tarea de escritor?
La mirada crítica no me acompaña desde siempre, no. La mirada crítica es algo muy delicado que se forja con la educación, con las decisiones cotidianas, con el diálogo, las discusiones. De ahí que no fue natural para mí: tuvo que ver con mi despertar político, en el sentido más evidentemente ideológico. Si uno se ubica, como lo he hecho yo, dentro del marxismo, es lógico que tiene que mirar el mundo de una forma distinta. A medida que uno se hace consciente de la gravedad del estado en que se encuentra el mundo, está más obligado a estar alerta y esa mirada se convierte en una compañía constante. Se transforma en una exigencia, un imperativo moral, y cuando eso ocurre ya no hay nada que hacer: uno tiene que estar mirando y pensando y relacionando esto con aquello y sacando conclusiones a cada rato.
¿Cuando encara sus novelas tiene en cuenta esos problemas de la realidad?
No, no busco jamás hablar de un tema ni tampoco parto de una idea previa, como si tuviera la necesidad de ilustrar mi manera de observar la realidad. No me interesa nada el didactismo. Más bien se me presenta una idea, como una especie de flash. No es que la esté buscando: viene. Y casi siempre, en el instante mismo en que se me presenta la idea, viene con el título.
¿Y ése es siempre después el título del libro?
Sí, se mantiene hasta el final. Aun si lo narrado después no coincide del todo con el título, me da igual: el título es ése, nació con la novela y tiene todo el derecho de estar allí. Y de hecho, cuando llego al final de la historia, aparece siempre una conexión clara. Todos mis libros llegan así. Quizá tiene que ver con que empecé a escribir un poco tarde, entonces los textos irrumpen con un enorme deseo de ser, de venir al mundo, y me pongo a escribir sin parar. Eso sí: una vez que termino, es como si cerrara una puerta y ahí queda: no vuelvo más a ese libro. De ahí que estoy esperando el día, o mejor dicho, estoy temiendo el día en que no aparezcan más ideas. Porque de algo estoy seguro: si no encuentro la idea con la misma naturalidad con que ocurrió hasta ahora, no la podría forzar. Ni siquiera podría buscarla. Porque ¿dónde iría a buscarla? ¿En qué lugar dentro mí? Imposible: yo no busco, encuentro.
¿Así también nació Ensayo sobre la lucidez?
El caso de esta novela fue increíble, porque estaba durmiendo y me desperté a las tres de la madrugada completamente lúcido, con la idea y el título. Me levanté tempranísimo, la desperté a Pilar y le dije: «me pasó esto». Y me puse a escribir. Y si bien quiero guardar el secreto sobre este libro, le adelanto que es una novela fundamentalmente política y que va a ser muy polémica. Le digo más: el tema que trata el Ensayo sobre la lucidez no ha sido tratado nunca antes en la historia de la literatura. ¡Y es algo tan obvio, tan importante! Usted se preguntará: ¿cómo sabe usted que nadie ha escrito sobre esto? Ciertamente, no he leído todos los libros que existen, pero sé que es como le digo, porque de otro modo se sabría. No hay ninguna novela así. Sin embargo, nació del modo más simple: me desperté y estaba allí.
Con Ensayo sobre la ceguera, usted comentó que de repente un día se preguntó: «¿Pero no estamos todos ciegos?». ¿Cuál fue la pregunta aquí?
Mmm, lamentablemente no estamos todos lúcidos. Más bien nos dirigimos hacia la ignorancia, hemos perdido la capacidad de indignación. Así que la pregunta fue otra: de qué modos podemos volvernos lúcidos y encontrar justamente la vía para la lucidez. Y esto, a pesar de que al final el libro acaba mal.
¿En serio? ¿Por qué?
Porque la vida siempre acaba mal. ¿No vio que, al final de todo, nos morimos?
Sin embargo, Borges decía que la idea de la muerte era para él un alivio.
No, ¡cómo va a decir eso! Claro que si uno está sufriendo dolores tremendos puede plantearse la muerte como un alivio…
Quizá se refería a que la idea de que vamos a morir mitiga la angustia ante la eternidad: ¿se imagina una vida infinita?
Ah, sí, por supuesto. Es el disparate más grande que se ha inventado, decir que uno quisiera vivir eternamente. ¡Quién puede querer una cosa así!
En este punto, Saramago celebra la ocurrencia, pero se apura a aclarar que él con el tiempo se lleva muy, muy bien.
«He sido muy afortunado, asegura; si hubiera muerto a los 60 años no hubiera sido escritor.» En realidad, sólo en parte es así: Saramago escribía ya de antes. Empezó a escribir a los veintipico, pero a pesar de que su primera novela, Tierra de pecado (1947), fue bien recibida, se llamó a silencio por casi veinte años. Siempre dijo que lo había hecho porque no tenía nada importante para decir; esta vez corrige apenas la versión: «Debo admitir que esa idea se me ocurrió a posteriori, porque no creo que fuera tan consciente de mí mismo, con tanta exigencia intelectual. Nunca me pregunté: ‘¿Vale la pena o no escribir esto?’; simplemente no aparecía nada que se me impusiera. Porque escribir requiere una voluntad inédita, una necesidad dentro de uno pero cuya potencia no es enteramente de uno».
Aun así, todos esos años sin escribir no le pesan.
Por el contrario: «Siento por momentos que no haber escrito es lo mejor que pude haber hecho».
¿Por qué?
Porque quizá si hubiera escrito en esos años hoy me sentiría atado a mis primeros libros. Y porque, de no haber sido así, a lo que hago hoy le faltaría todo lo que he sido. Durante ese tiempo he estado trabajando, viviendo. Recién a los cuarenta y pico reapareció la necesidad de escribir. Y darme cuenta de que podía ser escritor me tomó varios años más: cuando en 1982 publiqué Memorial del convento, tenía 60. Es así que de pronto soy un escritor de unos 30 años: un escritor jovencísimo de 82.
Hay dos tipos de escritores: unos creen que la escritura debe estar sostenida en una sólida experiencia vital, como Ernest Hemingway; otros afirman que la escritura es una actividad de la conciencia o la imaginación. ¿Con quiénes se identifica más?
No siento que haya una contradicción: uno escribe siempre sobre un fondo autobiográfico. Escribe con sus recuerdos, ideas, emociones. Pero comprender no tiene que ver con haber vivido mucho, sino con cómo se ha vivido, las decisiones que uno ha tomado. Y esas decisiones pasan por la conciencia, por las ideas que a uno lo guían. Además, al escribir no sólo cuenta lo vivido: cuenta la necesidad de profundizar en la voz y en el mundo de ficción que a uno se le aparece.
Alguna vez contó que se estremeció al leer esta frase de Fernando Pessoa: «Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo». ¿Por qué?
Sí, porque me pregunto ¿cómo es posible contemplar la injusticia, la miseria, el dolor sin sentir la obligación moral de transformar eso que estamos contemplando? Cuando observamos a nuestro alrededor vemos que las cosas no funcionan bien: se gastan cifras exorbitantes en mandar un aparato a explorar Marte mientras cientos de miles de personas no tienen para alimentarse. Por un cierto automatismo verbal y mental hablamos de democracia cuando en realidad de ella no nos queda mucho más que un conjunto de ritos, de gestos repetidos mecánicamente. Los hombres, y los intelectuales en tanto ciudadanos, tenemos la obligación de abrir los ojos.
Es la suya una apuesta por la toma de conciencia; la creencia iluminista en que ver las cosas frente a frente nos llevará a ser mejores. Pero el siglo XX demuestra que esa toma de conciencia no nos lleva necesariamente a la conducta ética: a veces deriva en conciencia cínica.
Es cierto: la idea de la toma de conciencia pertenece a otra era, otra civilización diría. Es heredera del siglo XVIII, del espíritu de la enciclopedia, de la ilustración. Todo eso está terminando ya; estamos entrando en la era del dominio de la tecnología, y no siempre al servicio de la humanidad. Lo que prima es el interés personal, el lucro a toda costa, la indiferencia, la ignorancia, la cerrazón. Lo que está cambiando es una mentalidad que confiaba en la toma de conciencia como motor para mejorar la sociedad. La toma de conciencia hoy no es garantía de nada: muchos optaron por una actitud cínica. Pero ser concientes es el comienzo a partir del cual podemos pensar un hombre realmente humano. Aunque se nos diga que no hay más ideologías, la sombra de la ideología está siempre acechando. Y el cinismo es una ideología poderosa: es la ideología de quienes aplauden a los políticos inescrupulosos como Bush o Aznar, que se apoyan en la mentira y la comodidad, y dicen: «Pero al menos son astutos». Traducido, dicen: «Si yo estuviera en su lugar, haría lo mismo». Olvidan, o peor, consienten, que cuando un político miente destroza la base de la democracia. Es evidente: la maldad, la crueldad, son inventos de la razón humana, de su capacidad para mentir, para destruir.
¿Y hay alguna esperanza?
Los hombres llevamos dentro la crueldad. No debemos olvidarnos de eso, debemos vigilarlo. Hay que defender la posibilidad de crear y sostener ese espacio de conciencia, de lucidez. Esa es nuestra pequeñita esperanza.
Tomado de Clarín.
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