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«…y le da pena el canario pero
no envidia un halcón…»
(J. M. Serrat)
En los tiempos en que los políticos están en la onda de la reducción o desmantelamiento del estado, conviene preguntarse cuánto le cuesta al país, en todos los sentidos de la palabra, mantener a un grupo nunca decreciente de políticos, ¿cuál es el costo de sostener semejante fauna? ¿No sería más barato, en todos los sentidos del término, tener menos políticos profesionales? Tal vez seria pertinente cambiar a los políticos profesionales por profesionales políticos.
En un país pobre y empobrecido, el estado no debe renunciar, sin crear un gran descalabro, a ser un estado benefactor. A lo que tiene que renunciar es a la ineficiencia, a las corruptelas, a la mediocridad bien premiada. Empero, un estado ocupado de una mejora constante de la educación, de la salud, de las obras de infraestructura, de la protección del medio ambiente que queda, del estímulo de la investigación en ciencias, tecnologías y humanidades, del fomento de las artes y los derechos humanos, de la erradicación de obstáculos al despliegue de potencialidades humanamente ricas y deseables, tal estado, si existió, deberá seguirlo haciendo y si no existió, habría que inventarlo. Es preciso mucha imaginación institucional.
Tiene un aire de paradoja el que les paguemos a los políticos para que cada vez nos vayan dejando con menos polis; para que se conformen con ser administradores de directrices de organismos internacionales, o lo que es lo mismo, para que renuncien a ser gobernantes; para que no se pongan en el lugar de las víctimas del mercado. La democracia parece haber perdido aliento porque faltan proyectos que incluyan mejoras sociales, planes a futuro ( sin que queden restringidos a medidas administrativas)
La economía rige todo lo que puede regir y se la deja porque la política se ha convertido en el arte de la impotencia, en el arte del reconocimiento de lo imposible. Estamos ante el monoteísmo del mercado.
Sirva todo lo anterior de preámbulo al comentario de una de las últimas perlas producidas por un político que mira desde las alturas: «Las águilas habitan en las cumbres y cometerían un gravísimo error si bajan al fango a pelear con los caracoles». Varias cosas se desprenden de semejante aserto: 1. Óscar Arias no parece conocer mucho de caracoles, una buena cantidad de ellos viven en el mar; 2. el premio Nobel de la paz se ubica a sí mismo entre las águilas; 3. si las águilas fueran seres más inteligentes podrían bajar a dialogar con los caracoles más inteligentes, para seguir con la fábula.
De lo que hay una total ausencia es de conciencia de las limitaciones de la imagen: las águilas son aves de rapiña. ¿Estamos acaso ante una premonición involuntaria? Si las águilas llegan al poder, ¿se cernirán cual aves de rapiña sobre lo que queda del país? Los caracoles deberían estar atentos, los caracoles terrestres al menos, porque los podrían dejar sin fango.
Decía León Felipe que cuando los seres humanos seamos libres, la política será una canción. Una bella aspiración, orgullosamente utopista. Mientras tanto los ciudadanos hemos de esforzarnos para que la política no sea un alarido. Para ello, será sensato una reestructuración del estado no para que sirva a menos, sino para que menos se sirvan de él.
Una democracia sin vitalidad de los demos y unos políticos sin interés por la polis no hacen buena compañía. Recordemos, para terminar, a Roberto Murillo: «Quisiera, sí, una democracia liberal capaz de garantizar a los ciudadanos un nivel mínimo de bienestar y amplias posibilidades en el libre desarrollo de su personalidad (…) Respeto a los que buscan, más allá del poder, o a pesar del poder, una forma armónica de vivir y convivir su finitud».
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