Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Un pueblo reducido a la impotencia… un hombre… muchos hombres reducidos a la impotencia por la más brutal de las fuerzas, la fuerza de la codicia, del apetito insaciable de los depredadores: año del Señor de 1096, el rey Kiliy Arslan se entera de que una multitud de frany está en camino hacia Constantinopla.
Lo que sigue es la historia de la primera cruzada de los europeos contra los musulmanes, una lista infinita de las más inimaginables torturas y crueldades de toda índole: destrucción de ciudades, asesinatos masivos, destrucción de bibliotecas y de campos de cultivo, envenenamiento de las aguas, todo bajo la consigna de que las víctimas no le son gratas al Dios verdadero, entiéndase, al dios de los invasores.
Pero entre todas las monstruosidades que se cometen, un tipo en especial predomina: la humillación del cuerpo del otro, la violación sistemática de las mujeres, el descuartizamiento de los cuerpos de los guerreros que alguna resistencia ofrecieron, y finalmente (todo ello inconcebible dentro de las enseñanzas de Cristo), el canibalismo, los francos cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados… La memoria de estos horrores la recoge Amin Maalouf; el libro se llama «Las Cruzadas vistas por los Árabes».
Cerca de mil años después, nuevos cruzados bajo el mando de un psicópata que asegura que Dios es neutral, el occidente cristiano arremete una vez más contra los pueblos árabes.
Movidos por las mismas consignas que justificaron pretéritos genocidios, pillaje desenfadado de las riquezas del otro, y la reivindicación de un dios, los depredadores occidentales cometieron la invasión que ya todos sabemos y, como hace cerca de mil años, arrasaron los campos de cultivo, destruyeron bibliotecas, asaltaron museos, incendiaron ciudades y mercados con todo y sus gentes. Y por supuesto, guiados por ese instinto que asiste a las aves carroñeras, no se privaron de su gusto por humillar el cuerpo del otro.
Las imágenes muestran a los invasores gringos e ingleses en pleno ejercicio de la tortura (esa práctica abominable condenada por todos los acuerdos internacionales), y los cuerpos desnudos de las víctimas expuestos para solaz de los soldaditos de plomo que juraron defender al mundo de la peor bestia que había parido la Tierra, los cuerpos de los hombres reducidos a la impotencia por la superioridad de las armas, que no por ninguna superioridad moral, sufriendo las humillaciones a las que nadie en este mundo deber ser sometido. No las describo por no secundar ese acto de barbarie ni con las palabras.
Imágenes que nos han empobrecido a todos, que nos han reducido y humillado a todos, a los más de treinta millones de seres humanos que desfilamos por las calles del planeta rogando por la paz, a los que aún no nacen y lo sabrán después… a la especie humana en pleno.
Imágenes que a pesar del horror que nos provocan, la indignación y la rabia, no alcanzan sorprendernos, a dejarnos boquiabiertos de incredulidad, porque la historia está infestada de ejemplos de lo que son capaces los ejércitos.
De la sangre de las víctimas, de las ruinas de las ciudades, de las cenizas de los campos algo queda claro, limpio y transparente: sabemos quiénes son los verdaderos enemigos de la especie, y quiénes son las peores bestias que ha parido la Tierra.
Este documento no posee notas.