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Leer a Saramago

JosÚ Saramago ha construido un estilo particular de la escritura: con una puntuaci÷n que separa las frases a partir de la forma en que Ústas se dicen y se oyen, y que tiene en cuenta «m½s la voz que dentro de la cabeza del lector dice que los ojos que simplemente ven». Desde que invent÷ su escritura caracterâstica, hacia finales de los aöos setenta (la primera novela saramaguiana es, en estricto sentido, Levantado del suelo, publicada en 1980), el escritor lusitano elimin÷ de su pluma puntos y comas, parÚntesis, entrecomillas, guiones, signos de interrogaci÷n y admiraci÷n, puntos suspensivos. TambiÚn hizo a un lado la divisi÷n capitular (es decir, no se nombran ni enumeran los capâtulos o partes), seguramente pensando en que no debe tener permiso el narrador para imponer a la vida y obra de sus personajes una secuencia aritmÚtica o lineal.Saramago tuvo la audacia, por lo dem½s, de «integrar» los di½logos en el relato, de tal forma que el texto queda expuesto, para el lector, como un flujo de voces que se tejen en una polifonâa singular, separando la participaci÷n de uno u otro de los que hablan por la simple vâa de imponerle a la escritura, despuÚs de una simple coma, la mayþscula que indicar½ el cambio en la intervenci÷n. Sâ seöor, soy mÚdico y lleguÚ a Râo de Janeiro hace dos meses, Estuvo siempre alojado en el Hotel Brancanca desde que lleg÷, Sâ seöor, En quÚ barco vino, En el Highland Brigade, de la Mala Real Inglesa, desembarquÚ en Lisboa en veintinueve de diciembre, Viaj÷ solo o acompaöado, Solo, Est½ casado, No seöor, no estoy casado… (El aöo de la muerte de Ricardo Reis, 1984). Sac÷ la ficha de su bolsillo, mientras decâa, Buenas tardes, seöora, Buenas tardes, quÚ desea, pregunt÷ la mujer, Soy funcionario de la Conservadurâa General del Registro Civil y estoy encargado de investigar ciertas dudas que han surgido sobre el registro de una persona que sabemos naci÷ en esta casa, Ni mi marido ni yo nacimos aquâ, s÷lo nuestra hija, que tiene ahora tres meses, supongo que no se trata de ella, QuÚ idea, la persona que busco es una mujer de treinta y seis aöos, Yo tengo veintisiete, No puede ser la misma, claro, dijo don JosÚ, y luego, C÷mo se llama… (Todos los nombres, 1997). He aquâ dos cuadros caracterâsticos de la escritura saramaguiana. No hay puntos y comas, ni interrogaciones; tampoco la presencia excesiva del narrador, dando preeminencia al «di½logo y el mon÷logo interior». Todo fluye sin la necesidad de que se explicite quiÚn habla o escucha, sin mayores detalles sobre las maneras -muchas veces, en novelas de otros autores, s÷lo pretextos o apoyaturas externas al flujo sustantivo del texto- en que los personajes en juego preguntan o dicen, responden o afirman. Economâa de la escritura, entonces, que no sirve en las novelas del escritor lusitano para abreviar, sino para hacer m½s leve la presencia del narrador y, con ello, para expandir al infinito las posibilidades de la palabra significante y de las im½genes y signos intercalados. Con ello, «el autor ya no guâa al lector, lo deja en libertad para construir con los elementos proporcionados por Úl su propia novela o, expres½ndolo en otra forma, el autor obliga al lector a volverse activo, y hasta creador en la lectura…», nos dir½ el propio Saramago. En algþn momento, el Nobel portuguÚs declar÷ que habâa aprendido esa manera de escribir de la forma de hablar de los campesinos de Alentejo -regi÷n portuguesa que lo vio nacer-, pero resulta obvio que en la construcci÷n literaria de Saramago hay mucho m½s que eso (o, m½s bien, algo diferente a eso): se trata de la construcci÷n de un dispositivo literario que, sin reflejar a la manera de un espejo lo que los personajes hacen o dicen, es capaz -justamente por su capacidad de distorsi÷n, m½s que de su fidelidad-, de dar cuenta de una historia o de una trama determinada. «La realidad no soporta su reflejo», dice el personaje principal de El aöo de la muerte de Ricardo Reis. Y en los Cuadernos de Lanzarote es el propio Saramago el que subraya: «S÷lo otra realidad, cualquiera que sea, puede colocarse en vez de aquella que se quiso expresar, y, siendo diferentes entre sâ, mutuamente se muestran, explican y enumeran, la realidad como invenci÷n que fue, la invenci÷n como realidad que ser½.» Ya lo dijo a su manera Juan Villoro, en Efectos personales, al referirse a la mejor novela mexicana del siglo xx: «Ningþn campesino ha hablado como personaje de Juan Rulfo, pero pocos di½logos parecen tan genuinos como los de Pedro P½ramo.» Comala o Macondo no son congregaciones o comunidades reales de AmÚrica Latina, pero pocas construcciones hist÷ricas o literarias reflejan con tanta fidelidad la vida o muerte de una buena parte de los pueblos del Continente. De ahâ que La Literatura preste a La Historia (la «historia objetiva», se entiende) un servicio que Ústa se ha mostrado incapaz de completar: hablar desde la piel del personaje, recoger las minucias y detalles que el «gran lente» de la c½mara fotogr½fica del historiador es incapaz de reflejar, fijarse en los sobreentendidos y en las palabras que no quedaron plasmadas en documentos o grabaciones, escudriöar en el alma de la gente, rescatar la paradoja -no resolverla- o el olvido, lo contradictorio y lo obtuso. Dejar a un lado por un momento, en fin, la «insoportable literalidad» de la «historia monumental», para hablar sobre «las cicatrices del recuerdo, sobre el esplendor indiferente de la naturaleza, sobre la belleza instant½nea de alguien a punto de morir, sobre la mugre o lo grotesco de un cad½ver inolvidable, sobre la decisi÷n inquebrantable del mundo y de ciertos habitantes suyos… de afirmar su existencia pura, su pura existencia, punto por punto, segundo por segundo, como si fueran… simplemente hormigas». (Jorge Aguilar Mora, en el pr÷logo a Cartucho, de Nellie Campobello.) En palabras de Saramago, la estructura ficcional bien dirigida permite «alcanzar una comprensi÷n real de las innumerables e ânfimas historias personales, de ese tiempo angustiosamente perdido e informe, el tiempo que no retuvimos, el tiempo que no aprendimos a retener, la sustancia mental, espiritual e ideol÷gica de la que finalmente estamos hechos». La escritura pensada, pues, como la raz÷n fotogr½fica de quien no quiere mostrar punto por punto lo que la luz refleja, sino lo que muestran o puedan mostrar sus contornos ocultos, como las sombras de las im½genes de un Evgen Bavcar que, «en su radical autonomâa», tambiÚn «iluminan al mundo». ËC÷mo entender, por ejemplo, sin Pedro P½ramo, ese gran vaciamiento del alma campesina que correspondi÷, en la primera mitad del siglo xx, a la descomposici÷n y muerte del mito revolucionario en MÚxico? ËC÷mo hurgar, sin la pluma de Rulfo, en los pliegues m½s finos del ejercicio del poder absoluto que durante dÚcadas se ejerci÷ en algunas regiones de nuestros medios rurales? ËY c÷mo entender sin dicha escritura las debilidades m½s ântimas de ese mismo poder? ËC÷mo saber de los sueöos, mitos y afanes de los campesinos de la regi÷n portuguesa de Alentejo sin esa extraordinaria construcci÷n novelâstica de Saramago que lleva por nombre Levantado del suelo (1980)? «Sueöo lþcido, fantasâa encarnada, la ficci÷n nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomâa de tener una sola vida y los apetitos y fantasâas de desear mil», nos dir½ Vargas Llosa (La verdad de las mentiras, 2002). Son esos mismos pliegues ocultos de la historia o del alma humana los que de pronto se iluminan y revelan -como lo pensarâa Nietzsche en su momento- m½s por el arte que por la ciencia. ËC÷mo puede mostrarse, por ejemplo, en la experiencia del cine -esa otra novelâstica del mundo-, la cara o parte obtusa de una escena, sin recurrir a esa «otra vâa de expresi÷n» que es propiamente «lo fâlmico»? «Lo fâlmico -nos dice Roland Barthes- empieza donde acaban lenguaje y metalenguaje articulados. Todo lo que puede decirse sobre Iv½n o Potemkin podrâa decirse sobre un texto escrito (llamado Iv½n el Terrible o El acorazado Potemkin), excepto lo que constituye el sentido obtuso; puedo comentarlo todo acerca de Eufrosinia, salvo la cualidad obtusa de su rostro: ahâ precisamente est½ lo fâlmico, en ese punto en el que el lenguaje articulado no es m½s que aproximativo y donde comienza otro lenguaje.» (Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Im½genes, gestos, voces, 1986.)

JosÚ Saramago ha construido un estilo particular de la escritura: con una puntuaci÷n que separa las frases a partir de la forma en que Ústas se dicen y se oyen, y que tiene en cuenta «m½s la voz que dentro de la cabeza del lector dice que los ojos que simplemente ven». Desde que invent÷ su escritura caracterâstica, hacia finales de los aöos setenta (la primera novela saramaguiana es, en estricto sentido, Levantado del suelo, publicada en 1980), el escritor lusitano elimin÷ de su pluma puntos y comas, parÚntesis, entrecomillas, guiones, signos de interrogaci÷n y admiraci÷n, puntos suspensivos. TambiÚn hizo a un lado la divisi÷n capitular (es decir, no se nombran ni enumeran los capâtulos o partes), seguramente pensando en que no debe tener permiso el narrador para imponer a la vida y obra de sus personajes una secuencia aritmÚtica o lineal.Saramago tuvo la audacia, por lo dem½s, de «integrar» los di½logos en el relato, de tal forma que el texto queda expuesto, para el lector, como un flujo de voces que se tejen en una polifonâa singular, separando la participaci÷n de uno u otro de los que hablan por la simple vâa de imponerle a la escritura, despuÚs de una simple coma, la mayþscula que indicar½ el cambio en la intervenci÷n. Sâ seöor, soy mÚdico y lleguÚ a Râo de Janeiro hace dos meses, Estuvo siempre alojado en el Hotel Brancanca desde que lleg÷, Sâ seöor, En quÚ barco vino, En el Highland Brigade, de la Mala Real Inglesa, desembarquÚ en Lisboa en veintinueve de diciembre, Viaj÷ solo o acompaöado, Solo, Est½ casado, No seöor, no estoy casado… (El aöo de la muerte de Ricardo Reis, 1984). Sac÷ la ficha de su bolsillo, mientras decâa, Buenas tardes, seöora, Buenas tardes, quÚ desea, pregunt÷ la mujer, Soy funcionario de la Conservadurâa General del Registro Civil y estoy encargado de investigar ciertas dudas que han surgido sobre el registro de una persona que sabemos naci÷ en esta casa, Ni mi marido ni yo nacimos aquâ, s÷lo nuestra hija, que tiene ahora tres meses, supongo que no se trata de ella, QuÚ idea, la persona que busco es una mujer de treinta y seis aöos, Yo tengo veintisiete, No puede ser la misma, claro, dijo don JosÚ, y luego, C÷mo se llama… (Todos los nombres, 1997). He aquâ dos cuadros caracterâsticos de la escritura saramaguiana. No hay puntos y comas, ni interrogaciones; tampoco la presencia excesiva del narrador, dando preeminencia al «di½logo y el mon÷logo interior». Todo fluye sin la necesidad de que se explicite quiÚn habla o escucha, sin mayores detalles sobre las maneras -muchas veces, en novelas de otros autores, s÷lo pretextos o apoyaturas externas al flujo sustantivo del texto- en que los personajes en juego preguntan o dicen, responden o afirman. Economâa de la escritura, entonces, que no sirve en las novelas del escritor lusitano para abreviar, sino para hacer m½s leve la presencia del narrador y, con ello, para expandir al infinito las posibilidades de la palabra significante y de las im½genes y signos intercalados. Con ello, «el autor ya no guâa al lector, lo deja en libertad para construir con los elementos proporcionados por Úl su propia novela o, expres½ndolo en otra forma, el autor obliga al lector a volverse activo, y hasta creador en la lectura…», nos dir½ el propio Saramago. En algþn momento, el Nobel portuguÚs declar÷ que habâa aprendido esa manera de escribir de la forma de hablar de los campesinos de Alentejo -regi÷n portuguesa que lo vio nacer-, pero resulta obvio que en la construcci÷n literaria de Saramago hay mucho m½s que eso (o, m½s bien, algo diferente a eso): se trata de la construcci÷n de un dispositivo literario que, sin reflejar a la manera de un espejo lo que los personajes hacen o dicen, es capaz -justamente por su capacidad de distorsi÷n, m½s que de su fidelidad-, de dar cuenta de una historia o de una trama determinada. «La realidad no soporta su reflejo», dice el personaje principal de El aöo de la muerte de Ricardo Reis. Y en los Cuadernos de Lanzarote es el propio Saramago el que subraya: «S÷lo otra realidad, cualquiera que sea, puede colocarse en vez de aquella que se quiso expresar, y, siendo diferentes entre sâ, mutuamente se muestran, explican y enumeran, la realidad como invenci÷n que fue, la invenci÷n como realidad que ser½.» Ya lo dijo a su manera Juan Villoro, en Efectos personales, al referirse a la mejor novela mexicana del siglo xx: «Ningþn campesino ha hablado como personaje de Juan Rulfo, pero pocos di½logos parecen tan genuinos como los de Pedro P½ramo.» Comala o Macondo no son congregaciones o comunidades reales de AmÚrica Latina, pero pocas construcciones hist÷ricas o literarias reflejan con tanta fidelidad la vida o muerte de una buena parte de los pueblos del Continente. De ahâ que La Literatura preste a La Historia (la «historia objetiva», se entiende) un servicio que Ústa se ha mostrado incapaz de completar: hablar desde la piel del personaje, recoger las minucias y detalles que el «gran lente» de la c½mara fotogr½fica del historiador es incapaz de reflejar, fijarse en los sobreentendidos y en las palabras que no quedaron plasmadas en documentos o grabaciones, escudriöar en el alma de la gente, rescatar la paradoja -no resolverla- o el olvido, lo contradictorio y lo obtuso. Dejar a un lado por un momento, en fin, la «insoportable literalidad» de la «historia monumental», para hablar sobre «las cicatrices del recuerdo, sobre el esplendor indiferente de la naturaleza, sobre la belleza instant½nea de alguien a punto de morir, sobre la mugre o lo grotesco de un cad½ver inolvidable, sobre la decisi÷n inquebrantable del mundo y de ciertos habitantes suyos… de afirmar su existencia pura, su pura existencia, punto por punto, segundo por segundo, como si fueran… simplemente hormigas». (Jorge Aguilar Mora, en el pr÷logo a Cartucho, de Nellie Campobello.) En palabras de Saramago, la estructura ficcional bien dirigida permite «alcanzar una comprensi÷n real de las innumerables e ânfimas historias personales, de ese tiempo angustiosamente perdido e informe, el tiempo que no retuvimos, el tiempo que no aprendimos a retener, la sustancia mental, espiritual e ideol÷gica de la que finalmente estamos hechos». La escritura pensada, pues, como la raz÷n fotogr½fica de quien no quiere mostrar punto por punto lo que la luz refleja, sino lo que muestran o puedan mostrar sus contornos ocultos, como las sombras de las im½genes de un Evgen Bavcar que, «en su radical autonomâa», tambiÚn «iluminan al mundo». ËC÷mo entender, por ejemplo, sin Pedro P½ramo, ese gran vaciamiento del alma campesina que correspondi÷, en la primera mitad del siglo xx, a la descomposici÷n y muerte del mito revolucionario en MÚxico? ËC÷mo hurgar, sin la pluma de Rulfo, en los pliegues m½s finos del ejercicio del poder absoluto que durante dÚcadas se ejerci÷ en algunas regiones de nuestros medios rurales? ËY c÷mo entender sin dicha escritura las debilidades m½s ântimas de ese mismo poder? ËC÷mo saber de los sueöos, mitos y afanes de los campesinos de la regi÷n portuguesa de Alentejo sin esa extraordinaria construcci÷n novelâstica de Saramago que lleva por nombre Levantado del suelo (1980)? «Sueöo lþcido, fantasâa encarnada, la ficci÷n nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomâa de tener una sola vida y los apetitos y fantasâas de desear mil», nos dir½ Vargas Llosa (La verdad de las mentiras, 2002). Son esos mismos pliegues ocultos de la historia o del alma humana los que de pronto se iluminan y revelan -como lo pensarâa Nietzsche en su momento- m½s por el arte que por la ciencia. ËC÷mo puede mostrarse, por ejemplo, en la experiencia del cine -esa otra novelâstica del mundo-, la cara o parte obtusa de una escena, sin recurrir a esa «otra vâa de expresi÷n» que es propiamente «lo fâlmico»? «Lo fâlmico -nos dice Roland Barthes- empieza donde acaban lenguaje y metalenguaje articulados. Todo lo que puede decirse sobre Iv½n o Potemkin podrâa decirse sobre un texto escrito (llamado Iv½n el Terrible o El acorazado Potemkin), excepto lo que constituye el sentido obtuso; puedo comentarlo todo acerca de Eufrosinia, salvo la cualidad obtusa de su rostro: ahâ precisamente est½ lo fâlmico, en ese punto en el que el lenguaje articulado no es m½s que aproximativo y donde comienza otro lenguaje.» (Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Im½genes, gestos, voces, 1986.)

  • Julio Moguel
  • Mundo
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