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Macbeth una canción de cuna

Macbeth es una canci÷n de cuna perversa. La mujer y el hombre no est½n unidos tanto por el sexo como por la complicidad y por la protecci÷n que la madre le debe al hijo. «Unsex me», exclama la mujer. Desp÷jame de sexo para que s÷lo sea c÷mplice y protectora de las maldades de mi hijo. Las travesuras de este hombre-niöo son juegos de muerte que, a veces, Macbeth parece no distinguir de la realidad. Su goce -propio de la infancia- es imaginar el acto. Los miedos presentes, dice, son menos terribles que la imaginaci÷n. El acto criminal jam½s est½ a la altura de la fantasâa criminal. Lady Macbeth asume la actualidad del crimen y sus consecuencias. Maternalmente, escuda a su marido-niöo del castigo. Cuando el fantasma del asesinado Banquo se aparece en el banquete, su asesino, Macbeth, cae presa del terror, pierde toda compostura, ha visto al «coco».Es lady Macbeth la que se pone de pie y le asegura a los comensales que Macbeth «siempre ha sido asâ, desde su juventud». Pudo decir: desde su niöez. Macbeth es un desconocido para todos, menos para su mujer-madre. Jam½s se dirige al pþblico, como Hamlet. No sabe que nosotros estamos allâ. Sus crâmenes los comete en secreto, como un juego de escondidillas. Shakespeare convierte a Macbeth en el pþblico de sâ mismo. Pero si no vemos sus actos, sâ vemos su conciencia. «Todo lo que dentro de Úl se encuentra, se condena a sâ mismo por hallarse allâ.» Quisiera tener otro destino. Habla con ingenua ternura de su destino natural, una sucesi÷n en el tiempo, «honor, amor, obediencia, ejÚrcitos de amigos». La muerte natural tambiÚn. Sabe que el destino le negar½ todo esto por dos razones. Porque el niöo que es carece de Útica y no lo sabe. Macbeth no es un cânico. Es un inocente. S÷lo teme, como los niöos, al castigo, al descubrimiento de una travesura suprema: el asesinato. Contra esta debilidad lo protege su mujer, madre y nodriza. Lady Macbeth, la que literal y figurativamente se arranca el sexo para cumplir, en pureza, su papel: arrullar, mecer la cuna. Pero el lecho de los Macbeth est½ baöado en sangre y la sangre impide el sueöo. Como si su cuerpo sin sexo fuese fuente de una monstruosa menstruaci÷n perpetua de la cabeza a los pies. Lady Macbeth no puede limpiar a Macbeth porque tiene las manos sucias. Ni siquiera «todo el ocÚano del gran Neptuno» se las lavar½. ËC÷mo va a mecer la cuna del niöo-asesino con las manos manchadas? ËC÷mo va a arrullar al euf÷rico asesino que, careciendo de remordimiento, no puede escapar, sin embargo, a su segunda raz÷n de insomnio: la profecâa de las brujas? Sangre o insomnio. «Macbeth, has matado al sueöo.» La nana que no puede arrullar al niöo malvado se vuelve, ella misma, son½mbula. Muere con los ojos abiertos. Deja solo en la selva de su ignorancia moral al asesino secreto, pues s÷lo Macbeth conoce los crâmenes de Macbeth y si el mundo -Malcolm, Macduff- actþa contra Úl, es porque lo considera usurpador y tirano, no asesino. En el espectacular final de la versi÷n fâlmica japonesa, Trono de sangre de Kurosawa, el Macbeth de Toshiro Mifune termina clavado al muro de la muerte, como una mariposa feroz, por la lluvia de lanzas del bosque de Birnam convertido en ejÚrcito vengador. Macbeth, el niöo asesino, s÷lo sabe que las brujas siempre dicen la verdad, las madres nos consuelan con mentiras, y las mujeres son indispensables c÷mplices. Sin Lady Macbeth, la suerte tr½gica de Macbeth est½ sellada. Ella lo ha protegido de su propia candidez. El crimen no es un juego infantil. «Tu cara, seöor, es un libro en el que se pueden leer extraöas materias», le advierte la mujer al hombre: «Mira derecho.» Con raz÷n exclama Macbeth que la mujer «debi÷ morir m½s tarde». Finalmente, vemos en escena a un huÚrfano que ha matado al sueöo y que, sin madre y nodriza, jam½s beber½ «la leche de la bondad humana». Leche y sangre son los lâquidos que corren por la tragedia de Shakespeare y por la ÷pera de Verdi. Sangre y leche se secan. El escenario queda vacâo, con la excepci÷n de un loco que cuenta una historia llena de rumor y de furia, «que significa nada».

Macbeth es una canci÷n de cuna perversa. La mujer y el hombre no est½n unidos tanto por el sexo como por la complicidad y por la protecci÷n que la madre le debe al hijo. «Unsex me», exclama la mujer. Desp÷jame de sexo para que s÷lo sea c÷mplice y protectora de las maldades de mi hijo. Las travesuras de este hombre-niöo son juegos de muerte que, a veces, Macbeth parece no distinguir de la realidad. Su goce -propio de la infancia- es imaginar el acto. Los miedos presentes, dice, son menos terribles que la imaginaci÷n. El acto criminal jam½s est½ a la altura de la fantasâa criminal. Lady Macbeth asume la actualidad del crimen y sus consecuencias. Maternalmente, escuda a su marido-niöo del castigo. Cuando el fantasma del asesinado Banquo se aparece en el banquete, su asesino, Macbeth, cae presa del terror, pierde toda compostura, ha visto al «coco».Es lady Macbeth la que se pone de pie y le asegura a los comensales que Macbeth «siempre ha sido asâ, desde su juventud». Pudo decir: desde su niöez. Macbeth es un desconocido para todos, menos para su mujer-madre. Jam½s se dirige al pþblico, como Hamlet. No sabe que nosotros estamos allâ. Sus crâmenes los comete en secreto, como un juego de escondidillas. Shakespeare convierte a Macbeth en el pþblico de sâ mismo. Pero si no vemos sus actos, sâ vemos su conciencia. «Todo lo que dentro de Úl se encuentra, se condena a sâ mismo por hallarse allâ.» Quisiera tener otro destino. Habla con ingenua ternura de su destino natural, una sucesi÷n en el tiempo, «honor, amor, obediencia, ejÚrcitos de amigos». La muerte natural tambiÚn. Sabe que el destino le negar½ todo esto por dos razones. Porque el niöo que es carece de Útica y no lo sabe. Macbeth no es un cânico. Es un inocente. S÷lo teme, como los niöos, al castigo, al descubrimiento de una travesura suprema: el asesinato. Contra esta debilidad lo protege su mujer, madre y nodriza. Lady Macbeth, la que literal y figurativamente se arranca el sexo para cumplir, en pureza, su papel: arrullar, mecer la cuna. Pero el lecho de los Macbeth est½ baöado en sangre y la sangre impide el sueöo. Como si su cuerpo sin sexo fuese fuente de una monstruosa menstruaci÷n perpetua de la cabeza a los pies. Lady Macbeth no puede limpiar a Macbeth porque tiene las manos sucias. Ni siquiera «todo el ocÚano del gran Neptuno» se las lavar½. ËC÷mo va a mecer la cuna del niöo-asesino con las manos manchadas? ËC÷mo va a arrullar al euf÷rico asesino que, careciendo de remordimiento, no puede escapar, sin embargo, a su segunda raz÷n de insomnio: la profecâa de las brujas? Sangre o insomnio. «Macbeth, has matado al sueöo.» La nana que no puede arrullar al niöo malvado se vuelve, ella misma, son½mbula. Muere con los ojos abiertos. Deja solo en la selva de su ignorancia moral al asesino secreto, pues s÷lo Macbeth conoce los crâmenes de Macbeth y si el mundo -Malcolm, Macduff- actþa contra Úl, es porque lo considera usurpador y tirano, no asesino. En el espectacular final de la versi÷n fâlmica japonesa, Trono de sangre de Kurosawa, el Macbeth de Toshiro Mifune termina clavado al muro de la muerte, como una mariposa feroz, por la lluvia de lanzas del bosque de Birnam convertido en ejÚrcito vengador. Macbeth, el niöo asesino, s÷lo sabe que las brujas siempre dicen la verdad, las madres nos consuelan con mentiras, y las mujeres son indispensables c÷mplices. Sin Lady Macbeth, la suerte tr½gica de Macbeth est½ sellada. Ella lo ha protegido de su propia candidez. El crimen no es un juego infantil. «Tu cara, seöor, es un libro en el que se pueden leer extraöas materias», le advierte la mujer al hombre: «Mira derecho.» Con raz÷n exclama Macbeth que la mujer «debi÷ morir m½s tarde». Finalmente, vemos en escena a un huÚrfano que ha matado al sueöo y que, sin madre y nodriza, jam½s beber½ «la leche de la bondad humana». Leche y sangre son los lâquidos que corren por la tragedia de Shakespeare y por la ÷pera de Verdi. Sangre y leche se secan. El escenario queda vacâo, con la excepci÷n de un loco que cuenta una historia llena de rumor y de furia, «que significa nada».

  • Carlos Fuentes
  • Mundo
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