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Antonio Machado logra, voluntariamente pero también por destino, una síntesis rara en la poesía española, uno de cuyos temas centrales es el alejamiento del mundanal ruido. Nuestro poeta no se va a la ermita y sí acoge el sentimiento compartido («Pon atención/ un corazón solitario/ no es un corazón») pero huye del barullo y de las rencillas vanidosas del mundo literario. Soria, Baeza, Segovia le bastan para hacer una poesía plena de ritmos naturales y campesinos, profunda aunque monótona, voluntariamente monótona: tal parece que tiene una verdadera pasión por la monotonía. Algún viaje a París y a Madrid y la correspondencia con los mejores de su generación: Juan Ramón Jiménez, Azorín, pero sobre todo Unamuno, le son suficientes para no anquilosarse. No nos deslumbra, no es un poeta que pretenda encandilar al lector al primer contacto; es un poeta de acción retardada, sus recursos son más sutiles que evidentes, nos habla de corazón a corazón a condición de que el nuestro lata lentamente; en voz baja dialoga, interroga, duda, no afirma, no declama. Leerlo hoy en día es ir a contracorriente, su ritmo nos permite vivir debajo de la prisa.A su poesía la hacen creíble y personalísima los nombres de los lugares, los datos minuciosos, las descripciones puntuales a las que vuelve universales e incluso míticas depositando en ellas sentimientos y afectos, repitiéndolas con fidelidad a lo largo de toda su obra. Alérgico a toda abstracción, para él un río no es un río; es el Duero o el Guadalquivir; un árbol no es un árbol; es un olmo; el olmo aquel con el que se identificó a orillas del Duero, el olmo aquel, el olmo viejo al que con la primavera le brotaron unas pocas hojas.
Toda la escritura del autor de Nuevas canciones está destinada a subrayar el paso del tiempo y de los seres individuales, irrepetibles, únicos y finitos por él. La metáfora es utilizada a cuentagotas; rechaza la metáfora meramente intelectual y lógica, homogeneizadora y no realizadora, pues piensa que: «en la lírica las imágenes y metáforas son de buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios y de conceptos únicos que requiere la expresión de lo intuitivo, nunca para revestir lo genérico y lo convencional».
Dentro de las formas gramaticales es el verbo, para Machado, la más poética y el verbo ser, entre los verbos, el más adecuado para la poesía pues condensa como ninguno el paso del tiempo. Los adverbios abundan, significativamente, en su poesía; piensa que las rimas no deben utilizarse de manera ornamental, sino colocarse de tal forma, ni cercanas en demasía, ni demasiado lejanas unas de otras, para que se crucen un sonido con su recuerdo recalcando así la condición temporal de las palabras. Entre las formas el romance es la forma poética por excelencia con sus rimas asonantes y pares y, simultáneamente, con su condición narrativa y nostálgica. El soneto que el primer Machado considera una forma acartonada, incapaz de nada vivo, empieza a ser utilizado recurrentemente por el Machado maduro y sus complementarios, poetas más filosóficos que líricos y más cercanos al barroco de lo que quisieran estar. Su lenguaje no se distingue del común, para él el poeta trabaja con elementos ya estructurados por el espíritu de la lengua y aunque con ellos ha de lograr una nueva estructura no debe desfigurarlos. Nada más lejos de Machado que la invención de nuevas palabras, como Huidobro o Girondo, o de nuevas sintaxis, como Lezama, Vallejo o Góngora. Además de la precisión y de una musicalidad no lujosa, pero penetrante y enigmática, su lenguaje se distingue porque deja para siempre fluyendo un tiempo psíquico, plástico; apócrifo, en el sentido machadiano del término. Con las palabras de todos logra que su Leonor sea nuestra Leonor, que su Guiomar sea nuestra Guiomar, que sus moscas sean nuestras moscas y, que incluso Soria y Baeza a las que podemos no conocer, las veamos con sus ojos y su alma.
Para Machado la poesía es el diálogo del hombre con el tiempo, o, mejor: el diálogo de un hombre con su tiempo. Palabra en el tiempo, su poesía intenta mediante la acentuación temporal hacer que la palabra permanezca; intenta, paradójicamente, intemporalizarla. Distingue dos tipos de tiempo: el histórico, el verdadero, el inmodificable (si hemos nacido en martes es inútil que intentemos nacer en otro día) y el otro, el tiempo que realmente le interesa al poeta: un tiempo en permanente estado de creación; un tiempo que viene del pasado, se hace presente en forma continua y se prolonga hacia el futuro: el «Hoy es siempre Todavía». Es el tiempo de los sueños, del olvido y de la memoria; un tiempo plástico, ficticio pero existente, que nos altera y que alteramos. Algo, simultáneamente, más íntimo y más universal que las categorías modernidad o época. Juan de Mairena le consagra páginas agudas y fundamentales. A este tiempo Machado le llama tiempo apócrifo.
Lo apócrifo es una noción fundamental que atraviesa, primero en ciernes, por último desarrollada, sobre todo por Juan de Mairena, toda la obra del autor de Campos de Castilla. De la posibilidad que tenemos los hombres de hacernos un pasado mejor nace la poesía y su poesía; esta posibilidad se manifiesta con toda riqueza en los sueños, pero los sueños que prefieren Antonio Machado y sus complementarios o apócrifos, son los sueños con los ojos abiertos: «Hay que tener los ojos muy abiertos para ver las cosas como son; aún más abiertos para verlas otras de lo que son; más abiertos todavía para verlas mejores de lo que son.» En este sentido Don Quijote, dicho sea de paso, tenía los ojos muy abiertos.
Este hacer las cosas mejores de lo que son es fundamental en la prosa y en la poesía machadianas: «De cuántas flores amargas/ he sacado blanca cera.» En esto, como en tantas cosas, nuestro autor coincide con Borges para el cual la poesía consiste en «convertir el ultraje de los años/ en una música, un rumor, un símbolo».
Podemos hacernos nuestro pasado y por lo tanto nuestro presente y nuestro porvenir; podemos también crearnos nuestros maestros e incluso nuestras amantes («Se miente más de la cuenta/ por falta de fantasía/ también la verdad se inventa»): nuestros mairenas y nuestros martines, nuestras guiomares, éstos no sólo podrán hacernos mejores sino más verdaderos. No somos interiormente uno, somos varios y, de las voces que nos pueblan, podemos escoger unas cuantas con las que dialogar: «Converso con el hombre que siempre va conmigo», nos decía Machado antes de la creación de sus apócrifos y también antes de esto otro: «No es el yo fundamental/ eso que busca el poeta,/ sino el tú esencial.» Una y otra vez la palabra dubitativa y temblorosa machadiana, que nace de este diálogo, de esta búsqueda sin una salida fija, repite esta intuición: el ser del hombre no es un mero perseverar en el ser; es una sed de otredad e incluso más; es una sed de ser mejor.
Desde Soledades hasta El cancionero apócrifo y su Juan de Mairena su poesía es una búsqueda amorosa para descubrir el tú esencial, que redundará, al fin, en un fracaso (la amada no acudirá a la cita, es decir, no se logrará la fusión que esperaban los místicos y que espera todo enamorado) pero que dejará, en cambio, como premio el conocimiento: el otro es irreductible al yo, el ser es esencialmente heterogéneo. Este otro radical que crea el amor y que nos permite conocernos, porque justamente no es un espejo, es una mujer («la mujer es el anverso del ser»).
En Soledades dialoga con la tarde y la primavera, con la noche y la fuente preguntándoles, interrogándoles sobre, digámoslo con Bergamín, el hombre adentro; después en Campos de Castilla su investigación se hace más objetiva, más colectiva y nacional: interroga al paisaje y a los habitantes de Soria y a Soria misma, sobre el ser de Castilla. En Nuevas canciones, junto a la añoranza de Soria desde Baeza, de Castilla desde Andalucía, ya aflora, en la sección «Proverbios y cantares», el poeta que acerca filosofía y poesía, el que versifica «la esencial heterogeneidad del ser». Lo hace de innumerables maneras, de las que daré un único ejemplo: «El ojo que ves no es/ ojo por que tú lo veas/ es ojo porque te ve.» En el Cancionero apócrifo la presencia de su segundo amor, Guiomar, da una especie de doble salida a su pensamiento y a su poesía que, como todas las del poeta, no es un salir por la puerta, sino por los tejados: una salida poética. Su doble salida es cordial, su poesía se llena de erotismo y energía, parece por fin haber alcanzado su juventud, y por otra parte llega a uno de sus hallazgos mayores: el de «El gran cero» y su complementario » El gran pleno», que manifiestan, en verso, la concepción de Abel Martín de la nada como la verdadera creación divina, la auténtica hazaña del pensamiento; se acercan, por el amor y la sabiduría, cuanto pueden acercarse, sus dos pasiones: la poesía y la filosofía.
Si quisiéramos hacer un esquema diríamos que del gran tronco de la poesía como palabra en el tiempo y de la concepción del tiempo poético como tiempo apócrifo, ficticio, plástico, brotan las ramas del hallazgo más acabado de Machado: el de sus complementarios y maestros. Mediante estas criaturas logra ser otro; saciar, en parte, su sed de otredad y ver las cosas mejores de lo que son. Hombre en sueños, logra, con los ojos abiertos, encarnar en sus apócrifos Abel Martín y Juan de Mairena.
El «tempo» de la poesía de Machado es lento, su ritmo busca uno más pausado que el sanguíneo: el de la agricultura y el de las estaciones; sus poetas predilectos son los preciudadanos Gonzalo de Berceo y Jorge Manrique. Del primero dice algo que se podría decir de una parte de la poesía del poeta de Campos de Castilla: «Su verso es dulce y grave: monótonas hileras/ de chopos invernales en donde nada brilla;/ renglones como surcos en pardas sementeras.» Al segundo lo opone, repetidamente, contra sus bestias negras, los poetas del barroco de los siglos de oro españoles. Su ideología, la de él y la de sus complementarios, es contemplativa, quietista, antideportiva, cristiana, cordial, antipragmática, platónica y andaluza; da preeminencia al ocio sobre el trabajo. No mide, si algo mide, las cosas por su resultado o por su utilidad, sino por su virtud y su palpitación fraternal. Su poesía, citando una frase de Guillermo Sucre sobre la poesía de Borges, «intuye más con el alma que con la imaginación»; se tiene que leer casi en voz baja, no es enfática, es dialogante, interrogadora; de su verso podría decir Machado lo que Borges dice del suyo: «mi verso es de interrogación y de prueba».
Pedro Salinas, refiriéndose a «los proverbios y cantares» machadianos escribe: «son como cantares del pensador», «verdaderos caprichos del pensamiento». El propio Machado, en voz de uno de sus complementarios dice: «Sin el amor las ideas/ son como mujeres feas/ o copias dificultosas/ de los cuerpos de las diosas.» Canto y cuento, lírica y pensamiento, se funden en la poesía del sevillano. Afectos y sentimientos son el núcleo de la poesía. Su teoría erótica está en el centro de su poética y de su poesía expresada como la palabra en el tiempo. Para él, el hombre se salva realizando su ser en el otro: amándolo y almándose.
Machado es un poeta con alma y según él la tienen todos los seres y las cosas: la mañana y la tarde, la fuente y el jardín, la primavera y el invierno, tienen cada uno su alma que dialoga con el alma del poeta, el alma y los sueños son tiempo y conversan con el alma y los sueños, con el tiempo de cada cosa: «Pregunté a la tarde de abril que moría:/ ¿al fin la alegría se acerca a mi casa?/ La tarde de abril sonrió:/ la alegría pasó por tu puerta/ y luego sombría: pasó por tu puerta. Dos veces no pasa.» Las palabras alma y sueño abundan en la poesía de nuestro escritor: «El alma. El alma vence/ al ángel de la muerte y al agua del olvido», o: «Desde el umbral de un sueño me llamaron…/ Era la buena voz, la voz querida./ dime: ¿vendrías conmigo a ver el alma?/ Llegó a mi corazón una caricia.»
Machado escribe su primer libro entre los veinticuatro y los treinta y dos años y parece que lo haya redactado un hombre de sesenta; desde el principio su poesía tiene el andar cansino y lento de alguien que ha hecho mucho camino ya, a cada paso se detiene a descansar y a meditar. Le viene, otra vez, como anillo al dedo un verso de juventud de Borges (con el que, repitámoslo, tiene muchas cosas en común, aunque enormes diferencias): «Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.»
Hay dolor, sin duda, en casi toda la poesía de nuestro poeta, pero es del tipo de dolor que no excluye la belleza, al contrario, que la atrae y la potencia; que no sólo permite la dignidad sino que nace de ella. Le duele la vida, pero no le duele en el estómago y sí en el corazón; el dolor no lo dobla ni le hace que abdique de su orgullo de hombre que sabe que va a morir y que, no obstante, quiere ser mejor.
La poesía de Machado me acompaña desde hace muchos años y lleva trazas de acompañarme lo que me queda de vida. Mi atención, no obstante, se ha ido desplazando de unos a otros poemas, de los primeros que leí de Soledades o Campos de Castilla a los más filosóficos de los cancioneros apócrifos de Abel Martín o de Juan de Mairena. En el caso de los poemas que sigo frecuentando con la misma asiduidad, mi comprensión de ellos ha variado con la edad. Poco tiempo antes de su muerte decía Octavio Paz: «Amé en mi juventud a varios poetas, a la mayoría los he ido abandonando según los cambios de los años y, sobre todo, de mis gustos. A otros los descubrí ya tarde. Por ejemplo, a Machado. Lo leí pronto pero el prosista y el pensador me cautivaron de tal modo que no me dejaron ver al poeta. Llegué al poeta que admiro, al de Nuevas canciones y los poemas finales, cuando ya había transcurrido la mitad de mi vida. No lo lamento: Machado es un poeta para adultos. En su poesía el sueño y la reflexión, lo dicho y lo no dicho, se funden de tal modo que se convierten en una sola materia, a un tiempo transparente e irrompible.»
De la cita anterior, que a mí me conmueve pues en ella Paz modifica su actitud con respecto a la poesía del autor de Soledades, quisiera recalcar «lo de poeta para adultos» aunque hay poemas de Machado que aparentemente se comprenden con facilidad, sólo los sentimos, con la hondura que merecen, cuando ya sabemos de la mella del paso del tiempo. Su dificultad no es formal ni de sentido; su materia, como dice Paz, es transparente, pero su transparencia está hecha con el sueño y la reflexión, con la palabra y el silencio productos de un ser que precozmente sintió que la vida es tiempo. Nosotros que hemos vivido la etapa final del siglo xx, su sabor amargo y su desilusión, quizás estemos más preparados para sentir la poesía de Machado que los que nacieron en la pujante, activa y juguetona juventud de ese siglo. Los poetas de la generación del 27 después de la guerra civil y conforme pasó el tiempo fueron cambiando su preferencia de Juan Ramón Jiménez a Antonio Machado entre los poetas del 98. No es azar que el joven Paz lo haya caracterizado de poeta decimonónico y anacrónico y que ya anciano y lleno de tiempo lo haya revindicado; tampoco es casual que prefiriera el Machado más reflexivo y depurado: el de la vejez. Machado mismo pensaba que: «El camino de la juventud no es el del corazón, éste se abre más tarde, sino el de la fantasía y el de la aventura.»
Hace años yo interpretaba el «Hoy es siempre Todavía» de acuerdo a mi edad y a los ecos del vigor de los años sesenta, nueva juventud del siglo xx, con una concepción poética que se basaba en mucho en la de Octavio Paz. Dice Guillermo Sucre en su fundamental libro La máscara, la transparencia, al caracterizar la poesía del autor de El arco y la lira: «En uno de sus primeros ensayos, de 1943, Octavio Paz citaba una frase de Nietzsche como resumen de su propia búsqueda creadora: ‘No la vida eterna, sino la eterna vivacidad’: eso es lo que importa.» Continúa Sucre: «Dos décadas después vuelve sobre la misma idea, en carta a uno de sus críticos. ‘Escribo -dice entonces, en 1964- para prolongar lo vivido; no para eternizarlo, sino para intensificarlo y hacer más lúcido este instante único que es el instante vivido'». Pues bien yo leía en mi juventud este verso de Machado: » Hoy es siempre Todavía» como si hubiera sido escrito por Paz, o por lo menos con su poética, como la afirmación de un instante, de un Hoy, que merced a la poesía, se prolongará mientras haya vida; un Hoy hermanado con otros tan intensos y permanentes como él.
Pero Machado no es un nietzscheano y sí es un discípulo de Bergson, hay que recordar que asistió a los cursos de éste en El Colegio de Francia. Leyendo en tiempos recientes un ensayo de Raymundo Lida titulado: «Bergson, filósofo del lenguaje», reafirmé la interpretación que le he ido dando a este verso con los años: el Hoy al que se refiere no es un instante, un Hoy aislado, un presente central y permanente, al margen de otros más vulgares y comunes que él, sino un Hoy que lleva el Ayer, que es Ayer y que lleva el Mañana, que es Mañana, por lo menos mientras haya vida; el Hoy de Machado no es un instante, es una continuidad. Nos dice Lida, interpretando a Bergson: «…bien mirado ¿no se extiende nuestro discurso, por años y años, mucho más allá de cada uno de los actos concretos del lenguaje? Es una frase única que se va desplazando desde el primer despertar de la conciencia; frase sembrada de comas, pero nunca interrumpida por puntos, que presta, toda ella, su sentido inconfundible a cada momento del pensar».
Cada momento de la vida y del lenguaje, de la vida humana en síntesis, no puede ser leído como un instante aislado, por intenso que sea, que destaca entre instantes insípidos, los cuales forman un mero telón de fondo para que resalte el instante poético (como quería Breton, por ejemplo) sino que cada instante sólo alcanza su significación con la aprehensión del todo temporal.
Creo que así se comprende el «Hoy es siempre Todavía» y la función de esta última palabra en la obra de Machado («Poeta que confiesas arrugas en tu frente,/ tu musa es la más noble se llama Todavía»). Al respecto escribe: «No dudo que haya en nuestra conciencia una pretensión de fijar el pasado, como si las cosas pudieran hacerse inmutables al pasar de nuestra percepción a nuestro recuerdo. Pero si lo miramos más de cerca, veremos que el devenir es uno y que su totalidad (porvenir-presente-pasado) es lo sometido a constante cambio.» Por eso casi no nos habla en su obra de memoria y muy poco de recuerdo, en cambio su poesía está llena del verbo soñar y de todos sus derivados: él era un hombre que soñaba su pasado y su porvenir y que incluso pensaba soñando, es decir, fluidamente, intuitivamente; ni sólida ni rígidamente: «Y podrás conocerte recordando/ del pasado soñar los turbios lienzos,/ en este día triste en que caminas/ con los ojos abiertos./ De toda la memoria sólo vale/ el don preclaro de evocar los sueños.»
Esta concepción de la totalidad, porvenir-presente-pasado, que se manifiesta plenamente en lo que nosotros llamaríamos ensoñación, penetra toda su obra, no sólo en el contenido sino en la forma. Su renuencia a resaltar un verso sobre otro, un poema sobre otro; su tendencia a evitar los títulos en los poemas, a poner títulos más bien insípidos a sus libros, a no colocar los poemas más notables al principio o al final de un libro, a finalizar los poemas hacia abajo y no enfáticamente, a enumerar cada poema desde Soledades hasta Nuevas canciones, no respetando los límites de cada volumen, responde a una concepción del tiempo que aflora plenamente en este poema de una sola línea: «Hoy es siempre Todavía».
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