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Esta película se exhibe por televisión (HBO) y la Universidad Nacional recién le hizo un foro. El documental fue escrito por Joel Bakan a partir de su libro homónimo. Para el filme se asoció con Mark Achbar y Jennifer Abbott. Se aprecia la valentía con que formula sus denuncias. Pero le falta desarrollo dramático y ritmo.
Conviene verla porque confirma nuestras peores sospechas y abre nuevos corredores de inquietud. Algunos temas puntuales dan en el blanco como la privatización del agua en Cochabamba, Bolivia, que llevó a requerir una cuarta parte del salario de campesinos pobres para acceder a ésta, y llevó a la insurrección popular y su brutal represión, hasta el inusual triunfo de la comunidad. Por cierto, la empresa superior que operó allá es la misma que aquí administra el aeropuerto, según mencionó el economista Álvaro Montero Mejía.
También muestra cómo empresas de zapatos de marca, por ejemplo, explotan a sus trabajadores en países como Honduras. De hecho les pagan pocos centavos por confeccionar los, aunque luego se venderán en un centenar de dólares.
Sin embargo, nos atiborran con tal cantidad de datos que acaba por cansar y así produce menor impacto. Como esos creadores noveles que tratan de decirlo todo en su «ópera prima» y terminan perdidos en el exceso.
No se jerarquizan adecuadamente los hechos y las cifras que denuncian. El filme se relata más como si se tratara de una conspiración que de modos de producción y estructuras de dominio: el desplazamiento de la gravitación del poder de lo público a lo que Franz Hinckelammert llamó «las burocracias privadas». Sí hace énfasis en que el problema trasciende las intenciones individuales; lo subraya el formidable lingüista Noam Chomsky. Por cierto, esto lo señala sagazmente Pasolini en Teorema. Tampoco logra el nivel de abstracción de un filme como Cubo (que en el Centro de Cine trajimos para el FIA), donde la metáfora son un puñado de prisioneros de un mecanismo cuyo exterior es tan opresivo como el interior. El filme de XXX sugiere que el totalitarismo no depende de un mando central -al igual que el cerebro humano- y que se puede volver autónomo, sin necesidad siquiera de que se rebelen las máquinas (como vimos en Odisea del Espacio, y se anuncia en Yo Robot).
En algunas entrevistas, el fondo gris y el rostro que domina el plano hacen un contrapunto con lo que se dice, en especial, con el cinismo de algunos: Michael Walker, del Instituto Fraser, enfatiza cómo unos pocos centavos salvan de la miseria total a masas tercermundistas. No podía faltar el irreverente Michael Moore. Sólo que el subjetivo y sarcástico protagonismo de éste en sus propias obras las hace más eficaces que la Corporación.
Es curioso que pese a que se mezclan varios estilos y formas, el conjunto resulta bastante aburrido. Falla el desarrollo en términos aristotélicos, con su planteamiento, el conflicto, el clímax y la resolución. Tampoco opta por otra vía, como la de Gus Van Sant en Elefante (premiada en Cannes y próxima a estrenarse), que muestra la masacre en Columbine con distante parsimonia, revelando lo banal, mirando de soslayo; se me antoja al estilo de Ozu y Wenders.
Incluso la ingeniosa sátira a la personalidad jurídica de las empresas, que se analizan como personas físicas para concluir en que son psicópatas, no alcanza toda la fuerza que la idea sugería.
Políticamente correcto, artísticamente malogrado, La Corporación nos provoca repensar el mundo en que vivimos y qué forma han tomado las pesadillas de Huxley y Orwell.
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