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«Yo pienso que lo que es absolutamente miserable en la vejez es sentir que en esa edad uno mismo es odioso para el otro.» Cecilio Estacio, citado en «De Senectute»
Memoria de mis putas tristes
Gabriel García Márquez
Editorial
Norma2004
p. 109.
Si hubiera que precisar el concepto de un «hombre que lo ha tenido todo» -cuando menos en lo público- cosa de señalar a don Gabriel García. Tanto así que se permite escribir una obra que trata de un anciano, erudito, pobre y crítico de música, que para festejarse su aniversario noventa, pretende consumir los servicios sexuales ofrecidos por una inexplorada adolescente de catorce años. Y la escribe con amenidad tal que la resistencia moral, que podría devenir del tema, cede. De todas formas «un escritor no debe tener simpatías éticas. Cualquier simpatía ética en un escritor se convierte en un imperdonable amaneramiento del estilo» (O. Wilde). Se cuenta esto -que el nonagenario quiere celebrarse con una niña- porque ya se apunta en la contraportada del volumen y, conjuntamente, es el inicio del libro. Así que no hay problema de aguar un suspenso, a menos que el lector tenga la cruzada costumbre de empezar por el final.Según parece la inspiración de «Memoria de mis putas…» deviene del libro «La casa de las bellas durmientes» del japonés, también premio Nobel, Yasunari Kawabata. El texto del asiático, se dice, cuenta acerca de unos ancianos embelesados con el deleite de ver, y no tocar, a tendidas señoritas que duermen. Se asegura, además, que don Gabriel leyó y reconoció: «Esta es la única novela que me habría gustado escribir». Cierto que los corolarios de mirar a una mujerdurmiendo -y agreguemos el clasicazo de que está desnuda- es agradable. Pero… ¿sólo contemplar a lo largo de un año? ¿Así, un año completito? ¿Sin hacer otra cosa? Reconozcamos que hay que tener un concepto amplio de lo que es entretenimiento. No se termina pues de entender si, a García, el tema le es naturalmente interesante o es un mero capricho… quizás ambas son las razones. A primera vista, se puede pensar que no es necesario situar a un nonagenario versus una muchacha adolescente para hablar de amores verdaderos, bien sexuados y profundos. Sin embargo -en confirmación de que no hay escenarios adecuados para hablar de amor- el autor opta por ello y lo hace escribiendo la mar de bien. Ahora, decir que García escribe muy bien es como sostener que los efectos especiales de las películas de Hollywood son magníficos; o sea: se está expresando una ‘obviedad’. Por ello estas letras pretenden hacer el comentario de «Memoria…» dejando en una zona periférica las ya archi-conocidas virtudes del narrador.Comencemos, según la vieja usanza de los lectores ortodoxos, por el título. ¿Qué es un título? «Un aperitivo» según Barthes. Es decir, el inicio del texto. El encabezamiento se convierte en un límite, un detalle que dirige el interés hacia un punto concreto del asunto tratado. Hay para todos los gustos: dicentes, enigmáticos, temáticos, simbólicos. (Incluso, hace pocos años a un grupo de señoras, de diversos rincones de América Latina, les dio por titular sus escritos rosas, y malos, con nombres de cuantos boleros tuvieran a mano).Nuestro novelista optó por un título que tuviera impacto comercial. Desde pequeños se nos enseñó que la palabra «puta» es mala palabra. A una tierna edad se buscaba el término en el diccionario y la algarabía que suscitaba el saber que existía, como locución utilizable, conllevaba el placer oculto de proferirla y de sabernos respaldados por la Academia en caso de surgir un adulto regaño. Se quiere decir que ver impresa la voz «puta», sobre todo en un título, es motivo que excita hasta a la curiosidad infantil. Además, se presta para juegos de palabras, cargados de esnobismo, tales como los de la campaña de la revista «Cambio» (de la que García es uno de sus dueños) que propone que ante la fila de estimulados compradores del libro, los más haraganes pidan pedir «que les lleven las putas a su casa», autografiadas por el autor. Pero no es solo esta putada la que hace sostener que el encabezamiento de la novela es comercial. Es que no es el ‘barthesiano aperitivo’. Es equívoco. El término «memoria» tiene muchos significados… y ninguno, salvo exquisitas contorsiones, nos lleva con claridad a la historia narrada. El texto no es un rol de mesalinas, tampoco cuenta lo que a ellas les ha pasado; el narrador apunta que, hasta los cincuenta años, había empleado quinientas catorce mujeres… pero habla, casi como referencia, a lo sumo, de nueve; así que tampoco está recordando ni siquiera a un buen número de ellas. Es más, tan poco oportuno está eso de «Memoria de mis putas…» que el protagonista mismo sostiene «[…] soy un cabo de raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria de mi grande amor.» Ahí sí. Esto es cierto. Si hubiera querido poner un título elemental debió haber sido ese: «Memoria de mi grande amor»… pero, tal vez, hubiera vendido menos. Y bueno, para ya dejar al título tranquilo, apuntemos, nada más, que tampoco las putas del cuento ni están, ni son tristes.En verdad lo contado son retazos de las reminiscencias de un viejo. Un hombre que, a pesar y gracias a su edad provecta, hizo y hace cosas; y cuenta cómo. Es de imaginar que ese «cómo» es por medio de la imaginación, la noción del idioma y la estupenda adjetivación que le son propias al autor. El grueso de lo detallado por el anciano -el libro está escrito en primera persona- es el camino hacia el enamoramiento, con escena de celos incluida. Este ‘ciudadano de oro’, ‘adulto mayor’, ‘persona de la tercera edad’ es harto simpático a pesar de su aire atrabiliario y el relato lleva a que el hecho de querer copular, con una niña intacta, le sea perdonado como una travesura lícita desde el punto moral aunque no legal. Aspecto siempre interesante en la literatura de este autor, es la pertinencia de los nombres propios. Es sabida la importancia literaria, como signo lingüístico, de la denominación de los personajes. Se pone en evidencia una motivación fonética o gráfica. «Delgadina» es el sobrenombre de la jovencísima, durmiente y principal prostituta. «Rosa Cabarcas», hembra importantísima en la vida del viejo. «Castorina», mujer de entraña alegre. «Damiana», «Sacramento Montiel», la «Negra Eufemier», en fin, apelativos que revelan la magnitud de un nombre. Y, al margen, García aprovecha su habilidad en las nominaciones, para apuntar, crear, un chiste propio de las redacciones de los periódicos: el censor, que se aparecía siempre a las nueve de la noche, soporta el apodo del «Abominable hombre de las nueve».Cosa llamativa -dado lo breve del texto- es cierta inconsistencia en la construcción de la lógica de los actores. Vemos, por ejemplo, que el protagonista refiere que tiene fama de tacaño; sin embargo, páginas adelante, dice que ha inventado un sistema de simulación que le hace pasar por generoso. La noche que el protagonista va a inaugurar a Delgadina, y que la encuentra dormida, procura despertarla a como haya lugar: le pasa el dedo por la cerviz, le aprieta la nariz, trata de separarle las piernas con su rodilla, le canta al oído, le suplica con ansia; una corriente cálida le sube por la venas y su «lento animal jubilado despertó de su largo sueño»… pero justo, justo ahí dice: «Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.» Asimismo, Rosa Cabarcas -la madama proxeneta- si no es una de las mujerzuelas más filosóficas y bien habladas del mundo, cuando menos sí lo es del hemisferio occidental. Cuando el longevo señor le solicita una virgen «Ella preguntó alarmada: ¿Qué es lo que quieres probarte? […] dijo impasible que los sabios lo saben todo, pero no todo: Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto» Remata ese sentamiento de cátedra cuando imposta que la inspiración no avisa pero que tal vez espera. Del mismo modo, en el pasaje en el que el héroe le informa que tiene un ardor en el ano, la meretriz diagnostica una falta de uso. Receta una pomada verde y, ante las reticencias del paciente, remata: «Ay, maestro, perdóname la vida. Y fue a lo suyo». Más adelante va a aforismar «El bolero es la vida», va a aconsejar «Harías bien en dejarla descansar […] tu noche es más larga que la suya» y va a completar, después de oír decir que el «sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor» con «Ay mi sabio, siempre supe que eres muy hombre, que siempre lo fuiste, y me alegra que los sigas siendo mientras tus enemigos entregan las armas»… y bueno, cosas así por el estilo.Ahora que se menciona ‘estilo’. Apunta Aurora Cortés Tabares: «El estilo de García Márquez se desliza de una a otra de sus obras como un hilo conductor que sólo varía por los argumentos, no por la forma de contar. Esto, que en otros autores resulta monótono, en sus escritos produce la sensación de estar en casa.» Se coincide con Cortés. La adjetivación, los sucesos enigmáticos e insolutos, la niña dormida que habla entre sueños (que así como dijo «Fue Isabel la que hizo llorar a los caracoles», pudo haber dicho «torito-torito»), un ambiente, en ocasiones, de marcada soledad y alusiones a las vainas de la senectud, en «Memorias de mis putas…» hace que uno se sienta a gusto, se sienta con la impresión de estar con un antiguo conocido.Concluyamos. Si bien esta novela corta, o cuento largo, se lee de un tirón y se le agradece al autor lo ameno y se le admira por sus dotes extraordinarias de contador, no puede decirse que -en comparación consigo mismo- sea uno de los trabajos más acabados de Gabriel García.Nota al margen: llama la atención que la fotografía del viejito de espaldas, en la portada, (que, así, entre paréntesis, es una edición bien cuidada), recuerde tanto la fisonomía del escritor… del escritor del libro, se entiende. Es que el personaje principal de «Memoria de mis putas…» también se gana la vida escribiendo.Pablo Salazar Carvajal.
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