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Vista del clasicismo en el Trópico

La celebración del 19º Festival Internacional de Ballet de La Habana, del 28 de octubre al 6 de noviembre pasados en la capital cubana, como ya es costumbre desde 1960, es una fiesta única en el mundo de la danza por el carácter del público cubano, acaso los balletómanos más excéntricos del mundo.

La celebración del 19º Festival Internacional de Ballet de La Habana, del 28 de octubre al 6 de noviembre pasados en la capital cubana, como ya es costumbre desde 1960, es una fiesta única en el mundo de la danza por el carácter del público cubano, acaso los balletómanos más excéntricos del mundo.

Es una cita cuya importancia radica, además, en la posibilidad para los invitados foráneos, sean bailarines, críticos o empresarios, de ver en casa a una compañía, el Ballet Nacional de Cuba, que se mantiene enhiesta como uno de los faros, más bien un reservorio, del clasicismo, pese a las dificultades económicas de la isla en los últimos años y la emigración de muchos entre sus más brillantes bailarines.

Ello no quiere decir, desde luego, que el Festival no sea asimismo atractivo por la presencia de figuras y agrupaciones provenientes de diversas latitudes. Pero quizá esto es sobre todo decisivo para ese público nativo tan apasionado y demasiado extravertido y generoso, quien sólo tiene en el Festival, cada dos años, esa ventana abierta a la degustación de otros estilos, modos de hacer y personalidades escénicas. La tan llevada y traída «globalización», de la cual Cuba no participa, hay que decirlo, ha hecho que las fronteras geográficas del ballet se reduzcan, como en el resto de las disciplinas. No obstante, es innegable que todos los invitados agradecimos junto a los espectadores isleños el haber visto en el espacio de diez días a artistas del Royal Ballet de Londres, el Sttutgart Ballet o el Dessau Ballet de Alemania, el Ballet de Burdeos o el Ballet de Biarritz de Francia, el Ballet del Teatro Colón de Buenos Aires, el Ballet de la Ópera de Roma, el Ballet de la Ópera de París, el Ballet del Teatro Municipal de Santiago de Chile, la Compañía Nacional de Danza de México, o la Compañía del español Antonio Márquez (flamenco), entre otros.

¿Grandes ausentes? Los norteamericanos y algunos cubanos-como José Manuel Carreño, estrella del American Ballet Theatre- residentes en los Estados Unidos, imposibilitados de viajar al país caribeño debido a las medidas no hace mucho adoptadas por el presidente Bush que restringen la comunicación en varios campos entre un costado y otro del Estrecho de la Florida. Ah, cuántas veces no se ha dicho que el arte y la política son extraños entre sí, especialmente el ballet, tan abstracto, tan narcisista, cuyos ejecutantes y sacerdotes-los críticos y promotores, por ejemplo-están tan embebidos con el género que demanda tanto que suelen olvidarse del mundo exterior. Y hete aquí que la política, acaso justo porque fue en alguna manera subestimada, hizo su aparición en este coto cerrado.

En el caso del ballet cubano, la no asistencia de norteamericanos no es algo, digamos, que se pueda pasar por alto, habida cuenta de las fuertes relaciones y más de una característica común entre los unos y los otros. Esto tiene su piedra de fundación en que Alicia Alonso, directora del Ballet Nacional de Cuba, la diosa del ballet en la isla, fue por derecho propio una figura de gran relevancia en la historia del ballet estadounidense, durante los años cuarenta y cincuenta. (Cuando Castro tomó el poder en 1959, fue que decidió permanecer en su tierra natal para consagrarse a su compañía, apuesta histórica que se revelaría fructífera para los cubanos, para Castro y para Alicia.) Ella fue la primera ballerina clásica que produjo la danza en Norteamérica, y esto no lo olvidan allá, de la misma forma que la Alonso no olvida a su alma mater artística.

Los otros grandes ausentes fueron los rusos. Fue en el Festival de 1986 (Gorbachov tenía un año en el poder ), hasta tanto recuerdo, que se presentó la última gran delegación de bailarines rusos, con el Ballet de Boris Eifman del todavía Leningrado, además de los divos Vassiliev, Maxímova y Nadiezhda Pávlova. En el Festival de 1998, actuó una pareja de bailarines del Bolshoi de Moscú. Es decir, después de 1986 y hasta la edición del 2004-acoto que la memoria me puede tender trampas-solamente una pareja rusa, y ha habido festivales en el 88, el 90, el 92, el 94, el 96, el ya mencionado 98 que fue la excepción, el 2000, el 2002.

Sin embargo, con anterioridad a 1986, los rusos eran huéspedes frecuentes y numerosamente representados, en varias ocasiones con sus compañías en completo, como el Bolshoi. Por supuesto, ahora que las agrupaciones artísticas en Rusia no tienen los beneficios económicos que el Estado soviético solía prodigarle a manos llenas, incide en que las «trouppes» no puedan más viajar a un país, en el caso cubano, sin empresarios y organizaciones pro-cultura privadas. En Cuba hay un solo empresario, el Estado, quien por medio del Festival de Ballet y su presidenta, Alicia Alonso, invita a bailar sin pagar caché-el imán convocatorio de la Alonso lo suple, cierto es-pero asume los gastos de pasaje y estancia.

Luego, justo lo curioso para muchos participantes en la reunión habanera no es que ya no vengan más el Bolshoi o el otrora Kírov, sino que no haya al menos un nombre ruso en la programación. Porque, nadie duda de ello, los rusos continúan siendo una referencia en el repertorio clásico del ballet…como los cubanos. ¿Será debido a esto que no se establecen lazos suficientemente sólidos entre ambos como para ser invitado a bailar en La Habana, o, por la otra parte, aceptar la invitación? En el pasado estos lazos con el Oso soviético fueron lo suficientemente sólidos políticamente, todo lo contrario de la conexión norteamericana, que había resistido cualquier embate en los últimos 45 años, hasta que «llegó Bush y mandó a parar»…, ¿hasta cuándo?

Dicho de otra manera: la relación artística con los Estados Unidos ha sobrevivido a los dilemas políticos entre la isla y el vecino norteño, mientras que la «relación»con los rusos no ha sobrevivido, según lo que se observa, a la caída del Muro de Berlín. ¿Afinidades electivas o geográficas? Ambas cosas, y algo más, digamóslo claramente: el ballet en Cuba fue el único territorio donde los soviéticos no pudieron entrar, aun si hubo ciertos intercambios remitentes a determinadas coyunturas-como que Azari Plisestki, hermano de Maya Pliséstykaya, fue durante 10 años partenaire de Alicia Alonso-y a historias personales.

Cuando, durante las décadas de los 60 y 70, los bailarines soviéticos, tras el deshielo jruschoviano, conquistaban el mundo, la diminuta Perla de las Antillas, pese a pasar a integrar justo en ese mismo período la órbita del reaganiano «Imperio del mal», se empeñó en permanecer impermeable a la influencia rusa, debido a consideraciones estéticas y técnicas, originadas en la visión personal de Alicia Alonso.

Lo cierto es que son los cubanos y los rusos, con sus sellos distintivos, quienes detentan la mayor capacidad para guardar y enaltecer a la tradición, seguidos, acaso no tan de cerca, por los franceses de la Ópera de París, gracias, entre otras cosas, a la estancia en la ciudad del Sena del…ruso Nureyev.

De ahí que en un festival de la envergadura del de La Habana, extrañemos a los bailarines rusos, pues se pierde la ocasión de confrontar in situ a las dos grandes escuelas clásicas.



DEBILIDAD COREOGRÁFICA VERSUS CLASICISMO ACENDRADO



La Ópera de París estuvo representada por una prometedora bailarina joven, Dorothée Gilbert, quien, si no se pierde en el camino, puede llegar a ser «étoile», el rango más alto de la institución balletística más antigua. Gilbert ofreció una lección de estilo en el Chaicovski pas de deux, coreografía de Balanchine, que contrastó con la habitual exuberancia, típica por otra parte en la escuela antillana, con que los cubanos lo asumen.

Dos de las bailarinas que más están en la actualidad acaparando la atención del público en Europa, la rumana Alina Cojocaru y la española Tamara Rojo (ambas con el Royal Ballet de Londres), interpretaron El lago de los cisnes junto al Ballet Nacional de Cuba. Cojocaru, acompañada por el danés Johan Kobborg-refinado y seguro, también con la compañía londinense–, fue un ingrávido cisne blanco, Odette, plena de detalles y casi imperceptibles pequeños movimientos de las muñecas, el cuello, la cabeza, los hombros, que le agregaron una dimensión más profunda a la consabida imagen de la mujer-cisne. Desdoblarse en el tercer acto en la maléfica Odile, el cisne negro, lo opuesto de la lírica Odette, fue un «tour de force» que no logró sortear, casi lo contrario de lo sucedido a Tamara Rojo: magnífica Odile, no del todo convincente como Odette. Cuestión de temperamentos disímiles, que un día la madurez artística suplirá. Por cierto, Rojo tuvo al cubano Joel Carreño a su lado en Siegfried. Aun si ya conocíamos de la estatura técnica y artística de este bailarín, el último retoño del famoso clan balletístico Carreño, en el Lago…con la española se reveló como un «danseur noble» aquilatado, destinado a brillar aún más.

Fue también Carreño el Albrecht de una sensible y conmovedora Giselle-adjetivos que tienen un peso demasiado grande cuando se trata de bailar la obra homónima en Cuba–, la vasca Alicia Amatríain, primera figura del Stuttgart Ballet.

Además de El lago…y Giselle, el otro clásico del repertorio a escena en el Festival fue Don Quijote, todos en versión coreográfica de Alicia Alonso. En Don Quijote sobresalieron la cubana Viengsay Valdés, y, de nuevo, Joel Carreño, el héroe masculino-ya el lector lo habrá adivinado-de esta edición, pues debió suplir en la programación a los ausentes de Norteamérica-entre ellos, su hermano José Manuel, premio de la revista Dance Magazine en 2004-y algunos lesionados de último momento.

Quizá difícilmente otra bailarina pueda medirse con el poderío técnico y el control de Viengsay Valdés, tan absoluta que parece irreal. Again, junto a un arrojado Carreño, ofreció en la gala de clausura el acrobático pas de deux Diana y Acteón, lleno de tanto fuego pirotécnico que si la energía gastada por ambos se hubiera convertido en algo palpable físicamente, no sólo hubieran incendiado la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana sino la ciudad entera.

Ya que hablamos de los clásicos, especialmente en sus versiones completas, apuntemos que continúan siendo lo más significativo de estas citas, por la calidad del trabajo coreográfico y dramatúrgico de la Alonso, y por la espeluznante precisión estilística del cuerpo de baile femenino en los segundos actos de Giselle y El lago de los cisnes.

Donde la vitrina del Ballet Nacional de Cuba se resiente es en la creación contemporánea. Alberto Méndez, el coreógrafo más interesante y complejo que ha producido la isla, se ha retirado, lamentablemente. El muy joven Eduardo Blanco todavía carece de consistencia, mientras que el también novel pero artísticamente bastante superior y dotado de una habilidad para la estructuración del movimiento en secuencias lógicas envidiable, George Céspedes, no pertenece oficialmente al Ballet Nacional.

Sin contar que hubo notables desaciertos, como el incoherente Imágenes de Dalí, de un cubano prácticamente desconocido, Rafael del Prado. ¿Cuál razón expresiva puede encontrar un coreógrafo en querer hacer bailar a Dalí y sus contradicciones, si el pintor nos lo dijo todo en su obra?

Un verdadero punto y aparte lo constituyen los nuevos títulos de Alicia Alonso como coreógrafa, ya que no como repositora de las obras decimonónicas. Todavía su fuerza radica en la dexteridad con que maneja el lenguaje clásico. Entre sus piezas a escena, la más atrayente y llamada a permanecer, Shakespeare y sus máscaras o Romeo y Julieta, sobre la música de la ópera de Gounod. La novedad de La flauta mágica, un antiguo título de Lev Ivanov-el coreógrafo asistente de Petipa-sobre música de Drigo que en su época bailó Anna Pávlova, consistió sino en que la veíamos cien años después, pero tampoco la coreógrafa buscaba algo diferente. Y esto, dicho sea, es también importante en un arte de tradición por excelencia como el ballet.

Había pues, que buscar la excitación coreográfica en la parte de los invitados foráneos. Tampoco éstos tuvieron mucho que ofrecer, aun si la histórica y harto conocida Pavana del Moro de José Limón fue magistralmente asumida por Charles Jude y sus bailarines del Ballet de Burdeos que él dirige; o aun si otros franceses, el Ballet de Biarritz representó una producción de toda una noche, Creación, de Thierry Malandain, sobre música de Las criaturas de Prometeo de Beethoven, que para el público cubano pudo haber sido novedosa pero no para el europeo.

Entre lo de veras interesante, Rasmia, del español Miguel Ángel Berna, interpretada por él mismo, quien aparea jota y cierto flamenco con fluidez de sabor actual.

Valga la mención al flamenco para destacar a uno de los artistas favoritos del Festival, el cual pese a apellidarse «de ballet» tiene vocación ecuménica. Nos referimos a un compatriota de Berna, Antonio Márquez, uno de los nombres más en boga en el género, bailarín de raza y honestidad ejemplar sobre las tablas. Buena noticia: probablemente Márquez actuará junto a su compañía en marzo próximo en Costa Rica.



¿UN FUTURO NIJINSKY?



Si bien Sinfonía para nueve hombres, del coreógrafo de origen norteamericano James Kelly quien trabaja desde hace varios años con la Compañía Nacional de Danza de México, no es precisamente una obra maestra, al menos tuvo la virtud de aportar una nota extraordinariamente fresca en la programación. Como su título lo indica, se trata de nueve hombres que bailan entre ellos, y para ellos, sin que la eterna mujer de la danza aparezca. Pieza viril, poderosa, fue el vehículo para revelar a dos nuevas figuras masculinas de la agrupación cubana, Taras Domitro y Alejandro Virelles (recién ha ganado la medalla de plata en el Concurso Internacional de Varna). Ambos se asemejan, no sin misterio, físicamente y en la proyección de su baile. El primero es angelical, el segundo, demoníaco. Virelles posee características físicas poco comunes, incluso para el submundo anatómico del ballet, donde nada es común con el resto de los mortales. Agreguésele a esto una precoz aptitud artística y la sensación, pese a lo fugaz de sus apariciones, de que no se puede comparar con nada que se haya conocido previamente.

La Isla-y Latinoamérica, no lo olvidemos, que están nombrando a los latinoamericanos en general los «nuevos rusos del ballet»-acaso continúa asegurando su futuro, al menos en lo que respecta al ballet.

 

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