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Con dolor, con renovado asombro, asistimos todos -querámoslo o no, sepámoslo o no- a la mascarada nacional, a esta inversión moral sin subversión, de la que ahora comenzamos a asombrarnos, no solamente por su magnitud sino por antigüedad, que, de no ser porque resulta tan odiosa, bien podría ser venerable y hasta digna de respetos.
Ante el estupor que nos despiertan los medios de comunicación diariamente, sólo podemos advertir el fin de un crudo, triste y torpe baile de máscaras, un carnaval donde se van ahora develando los rostros oscuros, sin querer desconocidos, de los que tanto y tanto daño van provocando a la simiente de nuestro país, que, como ejemplo, podría ser cualquiera.
No es que percibamos hasta ahora los daños -pues todo carnaval, aunque no se quiera, arrastra consigo un gran bullicio- sino que siempre es asombroso observar los rostros detrás de las máscaras, y más aún cuando el rostro persiste, deformado, en retener la máscara que le ha resguardado por tanto tiempo.
Las reacciones ante esta oleada de información que, a diestra y siniestra, ha venido atenazando las conciencias de los costarricenses han sido múltiples y, ahora mismo, muchos expertos en la materia han de estar analizando el fenómeno sociológico provocado por un desengaño tan abrupto, favorecido por quién sabe qué circunstancias que, muy probablemente, no llegaremos a conocer.
Lo cierto, lo que duele por cierto, es ver como va siendo escarnecida, en la plaza pública de los medios de información, la imagen de los políticos, como, una a una, las fachas carnavalescas de sus hipotéticas identidades se deshojan ante investigaciones y preguntas.
En 1974, Chico Buarque -uno de los más queridos cantautores brasileños-, compone una perfecta metáfora que revierte con dolorosa ironía el orden social. Así, en su canción Acorda Amor (Despierta Amor), mientras suenan las sirenas de la policía, el hombre clama a su mujer: ¡Llama, llama al ladrón, llama al ladrón!.
Esta canción fue escrita en tiempos de dictadura militar, y pone en evidencia como, en tiempos en que el poder se torna perverso, llamamos al ladrón para protegernos del policía.
Esta advertencia, que de no haber sido testimonial, bien pudo ser profética, va cargada de una profunda certeza: el poder va careciendo de aliados cuando sólo es capaz manipular para satisfacer su propia hambre.
Ahora, luego de una larga jornada de ensueños colectivos, la lucidez por fin responde al llamado de ciertas conciencias, y deja entrever a través de las grietas del poder esa simple verdad cantada hace 30 años: el policía es ladrón; el cura, un anticristo; el administrador, un presidiario; el protector de infantes, su propio verdugo; el político, un tributario de favores.
Ahí reside la tónica carnavalesca de toda esta historia: la inversión de lo establecido, no como un inocente juego de disfraces, sino como un mecanismo de la manipulación que va viciando la sociedad, hasta convertirla en un sistema de engaños recíproco, casi perfecto.
Y así avanza el carnaval, con su cortejo de infamias, donde nada es lo que parece porque nada era en realidad.
Siendo que el carnaval, para que sea digno de llevar tal nombre, no se permite escenarios -pues el escenario es el mundo-, es doloroso reconocer que casi todos aportamos nuestra cuota (grande o no) de indiferencia, de ignorancia o de indolencia, ante toda esta procesión de mentiras hirientes, tan dañinas; pues, donde no hay escenario, no hay espectadores, y dónde no hay espectadores, para bien o para mal, sólo resta ser actor.
Esta simple verdad no requiere la aprobación de la Asamblea Legislativa para ser aprobada, pues, si bien es cierto los medios de comunicación nos han convertido en creyentes de la inacción a través de la observación pasiva de las imágenes, en la realidad, siempre tendremos un papel dentro de este carnaval.
Otros, con más o menos resultado han hecho resonar sus voces insinuando acerca de los peligros del abandono en el que estábamos incurriendo. Algunas de estas voces fueron calladas, y su silencio nos duele cada día más.
Es probable que por estos días comencemos a prestar mayor atención a esas voces, pues ahora que el carnaval ha acallado su estruendosa marcha, se percibe que todavía perdura en el inconsciente colectivo la sensata idea de que el poder debe ser portador de una sabiduría inherente, de una autoridad llevada más allá de los desheredados límites del egoísmo humano, con la cual podamos forjar un mundo donde al fin, a decir de Benedetti, sea abolida la libertad de elegir lo injusto.
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