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La ópera prima del californiano Joshua Marston, realizada en español con el apoyo del productor colombiano Jaime Osorio, cuenta de una pareja de muchachas ingenuas que como tantas otras se prestan para mulas del narcotráfico con la esperanza de romper el círculo de pobreza que las condena. Sus dolorosas aventuras las arrojan al «sueño americano» mediante la inmigración ilegal.
Hace un año triunfó en Berlín; durante los meses siguientes cautivó al público de los Estados Unidos (incluido al del Sundance), y Catalina Sandino, su protagonista -también debutante-, recién fue nominada al Oscar como Mejor Actriz -en Berlín compartió el premio con Charlize Theron-. Sin embargo, Catalina no alcanza el nivel de Imelda Staunton en Vera Drake, pero su frescura convence.
Costa Rica la estrena esta semana. Yo la vi, a sala llena, en el Cine Chaplin del ICAIC de La Habana -cuando viajé allá con Caribe-. El jurado estuvo de acuerdo en no premiarla (aunque obtuvo tres laureles colaterales) porque sugiere que la solución -al menos la individual- para el latinoamericano marginado es huir a probar fortuna en «el sueño americano». Jorge Perugorría, notable amigo y actor, uno de los jueces, abundó en razones sobre el consenso del jurado habanero cuando compartimos en su residencia durante el despliegue de sus vigorosas pinturas, tarea que comparte con la del cine. Tiene razón; paradójicamente, el filme también.
La obra muestra un villorrio al norte de Bogotá -se filmó en Ecuador- donde la industria de flores acapara el empleo. Una chica hermosa, pero no demasiado, lista pero ignorante, sufre de un trabajo que esclaviza y del machismo y los abusos del entorno familiar. La belleza del paisaje disimula la estrechez mental y material que asfixia. Harta de estar harta, como canta Serrat, valiente, tantea una salida y topa con los narcos; un tipo la conecta. El propio Osorio, con su voluminosa y grave presencia interpreta al capo. Una amiga, de esas tan cercanas como desleales, se le guinda y ambas, junto a una tercera víctima, propicia que emprendan vuelo, literalmente.
Las estaciones del vía crucis incluyen un difícil enfrentamiento con los agentes migratorios -demasiado complacientes, para lo que sabemos-, una peligrosa convivencia con los pillos locales, la urgencia de sobrevivir a punta de ingenio y tesón sin obviar la mentira, y un destino diverso para las tres, que como todo el filme, sugiere hábilmente otros miles de casos: la muerte, el regreso al infierno conocido o la aventura de reconstruir la vida en el crisol norteamericano, justo ahora que el fascismo se cocina en su hervor.
Valiosa e importante, polémica también. Suficientemente clara y sencilla como para satisfacer el gusto multitudinario. No cae en el sentimentalismo, no hace moralina ni deriva a la violencia estéril de los filmes de acción. Pero tampoco alcanza la profundidad política y psicológica de la La virgen de los sicarios, coproducida por el mismo Osorio con el francoiraní Barbet Schroeder como realizador. Con Osorio, director de la valorada Confesión a Laura, y próximo a estrenar Sin amparo, he coincidido en el Festival de Cartagena varias veces. Parece un tipo serio, en el buen sentido de la palabra, y experto. La fortuna le sonríe; en buena hora, se lo merece.
Además de ésta, recomiendo el refinado relato Misteriosa obsesión, de Joseph Ruben, un filme muy inteligente, en cartelera. Y pese a los altibajos y al deficiente Colin Farell, como protagonista, Alejandro tiene virtudes de sobra para apreciarla con mucho interés; Oliver Stone nunca ha sido desdeñable.
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