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Estados Unidos quiere la dominación del mundo, pero su pueblo es un desentendido buscador de placeres. Lo que se requiere, entonces, es una fábula con moraleja para asustarlos en las galerías de tiendas y diversiones. El 11 de septiembre llegó muy a tiempo.
Los buenos novelistas y los buenos periodistas mantienen una búsqueda paralela. Siempre intentamos encontrar aproximaciones mejores que la verdad establecida, porque es común que esa verdad se tuerza en aras de poderosos intereses.
Los periodistas se aventuran en este meritorio e intrincado camino cavando la dura tierra en busca de esas criaturas viscosas que llamamos hechos, que casi nunca son lo suficientemente claros como para aflorar como ciertos o falsos.
Los novelistas trabajan de manera diferente. Comenzamos con ficciones, es decir, hacemos suposiciones acerca de la naturaleza de lo real. Puesto de otra manera, vivimos con hipótesis que, si están bien elegidas, pueden enriquecer nuestro intelecto y -siempre hay la esperanza de que enriquezcan también el entendimiento de algunos lectores. Después de todo, las hipótesis son una de las incisivas formas en que intentamos estimar lo que pudiera ser la realidad. Cada nuevo fragmento de evidencia que nos allegamos sirve para debilitar o fortalecer una hipótesis. Con una buena premisa podemos acercarnos más a lo real. Una premisa pobre debe ser descartada tarde o temprano.
Analicemos por un momento el estado super excitado en que se hallan un hombre o una mujer cuando los invaden los celos. Su razón se acelera, sus sentidos se tornan más alertas. Si una mujer cree que su esposo tiene un amorío, entonces cada vez que él llega a casa ella está más alerta de su presencia de lo que había estado en las semanas previas, o meses, o años. ¿Será culpable? ¿Será signo de desasosiego la manera en que dobla la servilleta? ¿Está siendo él demasiado complaciente? Los sentidos de la mujer se avivan ante la posibilidad de que otra mujer -llamémosle Victoria- sea el objeto de su atención. Pronto, la mujer se convence de que él mantiene un romance con Victoria. Definitivamente. No hay duda. Pero luego, una mañana cualquiera ella descubre que la dama está en China. Peor. De hecho, Victoria da clases en Pekín desde hace seis meses. Ergo, la hipótesis fue refutada. Si la esposa sigue convencida de que su esposo le es infiel, otra mujer debe ser la causante.
El valor de una hipótesis es que puede estimular nuestro entendimiento y avivar nuestra concentración. El riesgo es que puede distorsionar. Las buenas hipótesis dependen de preguntas reales, es decir, preguntas que no siempre generan respuestas felices.
Lo que me intriga de las buenas hipótesis es que guardan una relación cercana con la buena ficción. La novela seria busca situaciones y personajes que puedan ser lo suficientemente vivos como para sorprender al escritor. Si uno comienza con una suposición, es frecuente que las acciones de los personajes conduzcan el relato por rumbos algo distantes del plan inicial. En ese sentido, las hipótesis no sólo se parecen a las ficciones, sino que pueden compararse con los reportajes -una vez que se presenta la situación los sucesos subsecuentes pueden actuar como personajes sorprendentemente vivos, que cotejarán o refutarán el desarrollo de la situación que uno imaginó en un principio. El valor de una buena hipótesis, como el de una buena ficción, es que siempre enriquecen el intelecto del autor y el lector -aunque todo resulte más o menos como esperábamos o el devenir de los hechos sea muy diferente.
Una buena novela, como una buena hipótesis, se vuelve un ataque a la naturaleza de la realidad. (Si el término ataque suena muy violento como noción, piénsenla como indagación intensa.) Pero el presupuesto básico es que la realidad es siempre cambiante -mientras más intensa es la situación, más imprevisible será el desenlace. Ninguna buena novela llega nunca a la certeza total, a menos uno sea Charles Dickens y escriba Un cuento de Navidad. Siendo así, pocas hipótesis llegan alguna vez a un cierre.
En el camino a Irak, no se nos ofrecieron sino algunos cuentos para explicar por qué fuimos tan evidentemente temerarios en favor de la guerra.
Una hipótesis que surgió pronto es que una guerra así sería ruin. No derramemos sangre por petróleo. Ese fue el grito. Otros brindaron una razón mucho más virtuosa que los intereses petroleros estadunidenses: conquistar Irak democratizaría el Medio Oriente. Felizmente se arreglarían los problemas entre Israel y Palestina. En el proceso, esto resultó estar más cerca de un cuento de hadas que de una proposición lógica.
A su vez, el gobierno de Bush nos recalcó la idea de las armas de destrucción masiva. Eso enraizó en el entendimiento estadunidense, cual relato de suspenso y espionaje. ¿Localizaríamos esas pesadillas antes de que voláramos en pedazos? Este fue el argumento más generalizado para ir a la guerra.
Hubo otras hipótesis: ¿encontraríamos a Osama Bin Laden pronto o no lo encontraríamos? Ello se volvió un cuento corto sin final. En vísperas de la guerra, surgió en la noche una sangrienta novela de culto. Se llama Conmoción y Espanto: ¿podemos clavar a tiempo la estaca en el corazón de Saddam Hussein? Los buenos estadunidenses sentían que íbamos a la caza de Drácula.
Hipótesis vívidas. Ninguna se sostuvo. No supimos entonces las razones y aún no comenzamos a ponernos de acuerdo: por qué nos embarcamos en esta guerra, la más miserable de todas. El principio conocido como Navaja de Occam sugiere que la explicación más simple, la que con mayor facilidad responde a una variedad de cuestiones separadas relativas a un asunto desconcertante, es la que tiene mayor probabilidad de ser la explicación correcta. Y de la fórmula del buen obispo Occam puede emerger una respuesta: marchamos a esta guerra de tan total magnitud porque fue la solución más simple que el presidente y su partido hallaron para salir del empantanamiento inmediato en que Estados Unidos se encontraba.
El primer problema es que el futuro científico de la nación y sus posibilidades tecnológicas parecía estar en aprietos. Los empleos en las fábricas estadunidenses estaban en peligro de desaparecer, rebasados por la cantidad de mano de obra en los países del Tercer Mundo. Nuestros expertos sufrían por empatar las habilidades tecnológicas de Europa y Asia. Las relaciones entre la mano de obra estadunidense y las corporaciones amenazaban llegar a la confrontación. Pero no era ésa la única nube de tormenta sobre nuestra tierra.
En 2001, antes del 11 de septiembre, se ensanchaba la grieta entre la cultura popular y el fundamentalismo. Desde el punto de vista de la derecha religiosa, Estados Unidos se tornaba descuidado, patán, irreverente y flagrantemente inmoral. La mitad de los matrimonios estadunidenses terminaban en divorcio. La Iglesia católica sufría una serie de angustiosos escándalos.
Enfrentados al espectro de una superpotencia, nuestra propia superpotencia, fuera de orden en lo económico y lo espiritual, la mejor solución pareció ser la guerra. Eso podría ofrecer una avenida para recuperar America -no unificando el país, presten atención, de ninguna manera. Para ese momento, eso era casi imposible. Pero dado que el país estaba profundamente dividido, tal vez hubo que escindirlo más aún, de tal modo que la mitad, a la que unos pertenecían, se hiciera mucho más poderosa. Para ello se incitó a los estadunidenses a vivir con todas las incertidumbres de los mitos intentando soslayar el borde filoso de la indagación que implican las hipótesis.
La diferencia es crucial. Una hipótesis abre el intelecto al pensamiento, a la comparación, a la duda, a lo esquivo de la verdad. Los mitos, por su parte, son hipótesis congeladas. Cuestiones muy serias se responden declarativamente, y no hay manera de reabrirlas. Se buscan lecciones morales para niños. El bien prevalecerá sobre el oscuro enemigo. Para el gobierno de Bush, el 11 de septiembre llegó como liberación. Se nos incitó a preocuparnos por la seguridad en cualquier galería comercial de Estados Unidos. El mito avasallador no era simplemente el peligro del Islam, sino su cercanía con nosotros. Para oponer los temores que generamos en nosotros mismos, debíamos invocar nuestros más dinámicos mitos estadunidenses. Debemos guerrear constantemente contra el invisible reino de satán. Plantarnos en el Armagedón y luchar por la patria. Esto fortaleció la convicción de que America era excepcional y Dios tenía especial interés en ella. Dios quería que nosotros fuéramos una patria superior a otras naciones, un ámbito para elevar su visión a mayores glorias. Así, el mito de las fronteras, que exigió nuestra presteza para luchar sin límite, se volvió parte de nuestra excepcionalidad. «Hagamos lo que haga falta».
Para que el capitalismo estadunidense sobreviviera, se hizo requisito esta excepcionalidad en vez de la cooperación con otras naciones avanzadas. Desde el punto de vista de los líderes de la nación, iban 10 años de iniciativas perdidas, 10 años en el frío, pero ahora America tenía la oportunidad de sacar provecho de la gran bonanza que se le cruzó en el camino en 1991, cuando la Unión Soviética se fue a la bancarrota en la carrera armamentista. En ese punto, o así lo consideran quienes creen en la excepcionalidad, Estados Unidos pudo y debió haber tomado el mundo y salvaguardado nuestro futuro económico por décadas, por lo menos, para contar con un siglo de hegemonía por delante. En cambio, los excepcionalistas se vieron consumidos por la frustración al ver todas las cautelas y lábiles rodeos del gobierno de Clinton. Nunca fueron tan detestados los liberales. Pero ahora, el 11 de septiembre brindaba una oportunidad para que Estados Unidos resolviera algunos problemas. Ahora se podría embarcar en la gran aventura de un imperio.
Los promotores de la excepcionalidad resultaron ser realistas de hueso duro. Estaban preparados a aceptar el hecho de que la mayoría de los estadunidenses tal vez no abrigara ningún deseo real de dominación global. America ama el placer, lo que, para fines de estos promotores de lo excepcional, era tan malo como ser amante de la paz. Así, la invasión debía presentarse mediante una narración edificante. Esto significaba que la razón invocada para la guerra tenía que tener una vida muy independiente de los hechos. Los motivos ofrecidos al público estadunidense no debían tener conexiones cercanas con las probabilidades. La fantasía sirve ese propósito. Por ejemplo, llevar democracia a Medio Oriente. Protegernos contra las armas de destrucción masiva. Estos asuntos debían penetrar los hogares con toda la parafernalia de hechos, datos que supuestamente confirmaran los motivos. Para que esto funcionara, debía comprometerse a la CIA. Gran parte de la gente de la CIA está motivada por su propia carrera. Hacer carrera no necesariamente significa hacer un trabajo de inteligencia correcto. Como en otros sectores de la burocracia, la gente con logros en dicha agencia es gente que trepa porque sabe lo que pide la superioridad. Terminan así produciendo lo que sienten que su país requiere, o su carrera, o el siguiente paso que dan. Cuando tales factores se contradicen unos con otros, el trabajo de inteligencia sale perjudicado. Así, la CIA se vio muy comprometida con la jugada de entrar a la guerra contra Irak.
Muchos analistas que contaban con información de que Irak tenía muy poco que ver con armas de destrucción masiva se rindieron. La necesidad de que la superioridad cumpliera las expectativas del presidente los escindió. Así que avanzamos en la creencia de que Irak era una amenaza, y nos dijeron que las hordas iraquíes nos recibirían con flores.
Sin embargo, la democracia no es antibiótico que se inyecte a un cuerpo contaminado. No es el suero mágico. Más bien la democracia es una gracia. En su estado ideal es noble. Es imposible creer que gente tan endurecida, mentirosa y trascendentalmente cínica como Karl Rove o Dick Cheney -por ofrecer los ejemplos más a mano- hayan creído que una democracia rápida iba a ser posible en Irak.
En términos muy crudos, espero que por lo menos Cheney esté en Irak por una razón: petróleo. Sin control pleno del petróleo de Medio Oriente, los problemas económicos de Estados Unidos continuarán expandiéndose. Es por eso que permaneceremos en Irak en los años venideros, porque nada se gana con retirarse después de adosar este nuevo Estado semiopresivo. Si se pretende que es una democracia, tendremos sólo una victoria nominal. Regresaremos a Estados Unidos con todos los problemas que nos llevaron a Irak, más el gasto de unos cientos de miles de millones de dólares perdidos en el lodazal.
Me parece que si los demócratas desean trabajar una nueva serie de valores y actitudes para sus futuros candidatos, no sería mala idea que pensaran más creativamente en la cuestión para la cual, hasta ahora, tienen sólo débiles e inútiles sugerencias: cómo llevarse un poco del voto de los fundamentalistas.
Si para 2008 los demócratas esperan hacerse de una fracción significativa de tales votantes, tendrán que hallar candidatos y operadores en el terreno que puedan esparcir su voz por el sur -es decir, encontrar el equivalente de misioneros demócratas que trabajen con esa buena gente, que tal vez viva en el temor de la ira de Jehová, pero que ama a Jesús, lo ama mucho más. Si a estas personas se les trabaja con celo suficiente, muchos podrían llegar a reconocer que esos tan despreciados liberales viven en el verdadero espíritu de Jesús cuanto más que los republicanos. Crean o no en cada una de las palabras de las Sagradas Escrituras, son esos liberales y no los republicanos quienes se preocupan por la suerte de los pobres, los afligidos, los necesitados y los desesperanzados. A esos liberales les importa inclusive el bienestar de los criminales en nuestras prisiones. Son más propensos a cuidar los bosques, refrescar el aire de las ciudades y sanear los ríos. Sería muy angustioso para un buen fundamentalista tener que votar por un candidato que no lee las Sagradas Escrituras todos los días, y tal vez algunos se pregunten: ya no sé dónde situar mi voto. Me he unido a las filas de los indecisos.
Hay que darle poder a esas personas. Más poder a aquellos dispuestos a vivir en la indecisión implícita en la democracia. Después de todo, es la democracia la que le brindó a la gente el poder y la virtud de las buenas preguntas, sin restringir el asunto a las clases superiores.
Traducción: Ramón Vera Herrera para La Jornada
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