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En Nueva York imperaba un invierno frío y riguroso. Una tarde después de haberme ocupado de ciertos trámites en el centro, cuando me disponía a meterme en el Metro para sentir allí un poco de calor, mi mirada reparó en la marquesina de un cine de la calle Cuarenta y Dos. Proyectaban El testamento del doctor Mabuse. Decidí entrar a verla otra vez. Era una película que desde la primera vez que la vi había pasado a formar parte de mis propios tejidos oníricos y que tenía para mí un carácter tan íntimo como si la hubiese inventado yo.
Eran las tres de la tarde y aquel sórdido cine estaba casi vacío. Además, el hecho de ver una película en horas de trabajo no dejaba de producirme la vaga sensación de estar haciendo algo pecaminoso. Es más, llevaba algún tiempo realizando bocetos previos de escenas e ideas para una obra de teatro sobre un viajante y en esos momentos tendría que haber estado en casa, delante de mi escritorio. Me hallaba todavía en la etapa de tratar de persuadirme de que sería capaz de encontrar un arco estructural para la historia de los Loman, que era el apellido que le había puesto a la familia. Ese apellido había surgido de pronto bajo mi mano una noche mientras realizaba las errabundas anotaciones de costumbre, todavía no muy convencido de adoptar aquel proyecto para convertirlo en mi siguiente obra. «Loman» me sonaba a algo real, a alguien que había vivido en realidad, aunque yo no conocía a nadie que se apellidase así.
CRIMINALES
Bueno, pues viendo la película de Fritz Lang me sentí arrastrado a su asombroso relato, recuperándolo paulatinamente del pasado. De vez en cuando París sufre incendios, y descarrilamientos, explosiones. Pero el comisario de la Sûreté está sumido en el desconcierto porque no logra explicarse el motivo de esas catástrofes, que ha dado en creer que no son fruto de accidentes sino obra de delincuentes. Lo que no consigue imaginarse es para qué fin ni qué provecho pueden reportarle a nadie. Va a ver a un eminente psiquiatra, el doctor Mabuse, que regentea una famosa clínica en las afueras de París. Tras escuchar la exposición del comisario, el doctor le explica que desde luego no se trata de accidentes pero que va a ser dificilísimo encontrar a los criminales. Puede que sean abogados, oficinistas, amas de casa, mecánicos, personas de todas las clases pero con una cosa en común: estar descontentas de la civilización y desear sencillamente destruirla. Al ser de índole psicológica y moral, el móvil resulta imposible de averiguar.
El comisario, interpretado por Otto Wernicke, un actor corpulento de la talla de Lee J. Coob (a quien no conocía todavía, por cierto, ni había oído hablar demasiado de él), procede a enviar agentes para que vigilen a las personas que se agolpan en la calle cuando se producen incendios u otras desgracias. Con el tiempo un joven detective se fija en un hombre que contempla el incendio, especialmente horrible, de un orfanato y se acuerda de haberlo visto en otro incendio anterior. Se dedica a seguir por toda la ciudad a ese tipo, que le conduce a una gran imprenta que está cerrada por ser de noche. La tensión conseguida por la dirección de Fritz Lang resulta de una visceralidad casi insoportable cuando el detective avanza bordeando las enormes máquinas de la imprenta, a oscuras, vigilando al sospechoso, que abre una puerta de acero y desaparece tras ella. El detective va detrás, abre la puerta, baja un tramo de escaleras de acero y penetra en un salón de actos subterráneo. La cuarta parte de los asientos está ocupada por hombres y mujeres de todas las clases sociales de París, desde presuntuosos hombres de negocios hasta obreros de lo más corriente, estudiantes y tenderos. No parecen relacionados entre sí y están sentados separados, todos con la mirada puesta en el telón cerrado del escenario. Desde detrás se oye entonces una voz que, con tono pausado y casi comercial, comunica al auditorio cuál va a ser el próximo objetivo, un hospital parisiense que hay que dinamitar y prender fuego. El detective se abalanza al escenario, aparta el telón… y descubre que lo que sonaba era un disco puesto en un fonógrafo. Se inicia la persecución.
UN HOMBRE BAJO
Se cuela en una oficina muy pequeña, cierra la puerta con sigilo, enciende la luz y se sienta ante un teléfono para llamar a su jefe, el comisario que interpreta Wernicke. La cámara toma un primer plano del rostro desesperado del joven detective cuando éste oprime el auricular contra su oído y susurra: «¿Aló? ¿Aló, Lohmann? ¡Lohmann!» Se va la luz y la pantalla se queda negra antes de que pueda comunicar dónde se encuentra. En la siguiente imagen lo vemos vestido de blanco en un manicomio, sentado en la cama, con la mano alzada hasta la oreja, aferrando un inexistente auricular telefónico, con una intensa expresión de pavor en el rostro, repitiendo «¿Lohmann? ¿Lohmann? ¿Lohmann?»
Sentí un agudo escalofrío al comprender de dónde había sacado aquel apellido que llevaba tan grabado en la cabeza. Hacía mas de cinco años desde la última vez que había visto la película y aunque me lo hubieran preguntado nunca podría haber rastreado hasta allí el apellido del comisario de la Sûretè. Pasados los años, me resultó desalentador comprobar la confianza con que se sonreían algunos comentaristas de La muerte de un viajante, ante el torpe simbolismo de «Lowman» (hombre bajo), cuando lo que aquel apellido evocaba en mí era en realidad un hombre aterrado pidiendo al vacío una ayuda que nunca le iba a llegar.
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