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Un fenómeno turbador vino a cambiar el significado del martirio y exterminio de la perra Camila, acosada por autoridades sagradas y profanas que la culparon de romper la tranquilidad y pompa del templo católico de Moravia. El sábado doce de febrero, todavía con sol, y sin perturbar las últimas tareas y juegos de las niñas y niños exploradores y sus guías, ni el más agresivo partido de bola que otros jóvenes desplegaban entre los árboles del parque que enfrenta al templo, reapareció la perra, transfigurada. Se instaló tranquila y luminosa entre eucaliptos y cipreses y la acera de la Avenida Profesor Agapito Rosales Méndez, en diagonal con las Carnes Colón y enfrentando la pared norte de la Escuela Porfirio Brenes Castro. Allí, invisibilizando que los muchachos dejaron su juego para mirarla, Camila, serena y en sus cuatro patas, aguardó.
Los que esperaba surgieron desde cada ángulo del parque. Venían perros de toda raza y mezcla, aunque sin conformar multitud, y se agrupaban cerca de Camila observándola como si fuera una seña. Y tras esta sorpresa, arribaron los empobrecidos expulsados del templo de San Ramón. Llegó La Nica que pedía para los hijos y decía haber perdido la visión de un ojo. El Mula, drogadicto obseso. Enrique, que dejó todo para beber guaro, hipar y dormir. La Panza, vieja prostituta declarada inutilizable y hostigosa. El Rulo, que se defecaba y dormía en el parque. Los Mellizos, chicos enturbiados y frenéticos por aspirar cemento. Acudieron todos. Se veían distintos. Se admiraban frescos, vitales. Se ubicaron, algunos dándose las manos, próximos a Camila, entre los perros.
Entonces algo vino desde lo alto, atravesando los elevados árboles e interrumpiendo el viento. Y un sonido, cual grito de animal que encuentra a quien lo quiere, pero hecho luz, música. Camila corrió y brincó al espacio abierto por quien vino desde el cielo. Y con ella, todos los perros y los empobrecidos. Nadie llegó primero. La Panza, contenta, cargó al último de los hijos de La Nica.
Y ascendieron y los árboles les abrieron paso. Los Mellizos reían y palmeaban y se oyó la voz de Camila diciendo: «Les dejo mi amor. Háganlo crecer para salud de todos». Y su ladrido se entendió, como si hablara. La Nica y el Rulo, entrando en triunfo, alborotaron y saludaban. Y las chicas y chicos del parque, y sus instructores, y el guardia anciano que abandonó todo recelo, comprendieron.
Quizás por eso nadie entre ellos asistió a la misa del domingo trece en la que un clérigo, como siempre, los convocaría a venerar el templo, a mantenerlo limpio y protegido y a colaborar en la expulsión de hediondos y desgraciados asegurándoles que ese pulcro odio y desprecio, y mucha oración, les abrirían la infinita comodidad masiva de la vida eterna.
Camila, y otros muchos discriminados con ella, reaparecen cada sábado en el parque de Moravia para jugar con los niños. Solo el cura no los ve y habla de supersticiones. La iglesia canceló el oficio dominical porque nadie llega. Las monjas que clasifican la basura del templo pidieron al obispo poder jugar con la perra. Al hacerlo, dicen, nos sentimos como en una gran familia.
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