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Cinco kilómetros sobre el nivel del mar donde las noches son gélidas, en los confines de la India, cerca de China y Pakistán, villorrios campesinos parasitan las cumbres escarpadas. Entre las rocas aparece una arquitectura extraña a nuestros ojos. Y de la tierra seca arrebatan cosechas laboriosas poblaciones de vocación mística. Por doquier, la mirada parsimoniosa que lleva la cámara de Rali Ralchev se pierde en paisajes tan desolados como imponentes. Vastedades que asientan una cultura curtida por un clima, muy diverso a la tropical exuberancia nuestra.
Pan Lin, en su opera prima, nos muestra a un monasterio budista adonde llevan niños de apenas cinco años para que conviven con otros varones en una formación espiritual que valora el silencio y la paciencia, que procura despojarse del deseo y del dolor que lo acompaña. Como traduce el cantautor Facundo Cabral cuando visita nuestros teatros y sociedad de consumo: «deseo poco y lo que deseo, lo deseo poco».
Un joven que lleva dos décadas empeñado en la renuncia de lo terrenal, casi sin proponérselo se interesa en una hermosa mujer. Este deseo lo consume y lo lleva a cambiar su destino. Pese a que ella tiene otro pretendiente, el triángulo amoroso se maneja con el respeto propio de sus costumbres, tan ajenas al morbo y al cinismo predominante en nuestro medio (como lo que expone con ferocidad Mike Nichols en su malograda descripción de pasiones engañosas «Closer»).
Agricultura de subsistencia, rigor ético e ingenuidad a la hora de lidiar con los abusadores de allende, marcan estas vidas sencillas y profundas, cuya forma de ser se ha mantenido casi en secreto. La acción dramática surge del conflicto entre la ascesis que lleva a la realización espiritual y el amor erótico, visto como mundano, que ofrece otra clase de realización, la que además entraña el peligro de ser insaciable y conducir al laberinto del adulterio.
Este desgarramiento es mostrado con sobriedad y buen gusto. Las actuaciones son funcionales, no distraen; el paisaje es protagonista. Las reflexiones vigentes. Para dominar un deseo primero hay que consumirlo, como Buda (y tantos santos cristianos como Agustín). El camino a la verdad encierra la paradoja de ser muchos e incluso opuestos, nos sugiere.
Nuevos espacios
No cabe duda que desde 1978 a la fecha la sala con mejor programación ha sido la Garbo. Por su parte, otras empresas como Cinemark y Cinépolis recientemente ampliaron las opciones de ver cine con gran comodidad. Y esta última se ha atrevido a destacar la producción nacional. «Caribe» tuvo éxito allí durante 15 semanas. Hace poco Isabel Martínez nos invito para apreciar un notable y atractivo documental «El mamut siberiano», que rescata el filme «Soy Cuba» (Mijail Kalatosov) y su historia fascinantes. Poco antes el talentoso joven Hernán Jiménez también nos había convidado al pase gratuito de su ingenioso docudrama «Doble llave y cadena» sobre la inseguridad que nos «devora el alma» josefina, para parafrasear a R. W. Fassbinder.
«Samsara» se ha exhibido simultáneamente en la Sala Garbo y en Cinépolis. Reconocida por su programación de calidad, ocasionalmente polémica, pero indudablemente valiosa, esta sala que en 1978 fundaron un grupo de artistas, ahora tiene al frente de la empresa a Nicholas Baker. Gracias a esta alianza compartirá sus buenos filmes con una pantalla de Terramall, lo que facilita que los cinéfilos no se pierdan obras de arte que merecen disfrutarse. «Samsara» da cuenta de un inicio prometedor.
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