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El gallo en el muladar

Por estos días se ha insistido en reafirmar o reformular el concepto de identidad costarricense, en vista de la necesidad de convertirla en una bala de plata amparada de gallo pinto, o cruz de tapa’ e dulce, contra los lobos políticos o «draculismos» culturales.

Por estos días se ha insistido en reafirmar o reformular el concepto de identidad costarricense, en vista de la necesidad de convertirla en una bala de plata amparada de gallo pinto, o cruz de tapa’ e dulce, contra los lobos políticos o «draculismos» culturales.
Dentro de este espectro interesa la «tradición de la literatura nacional» para efecto de estas reflexiones, sin olvidar que algunas de las prácticas y costumbres de aquello que acordamos llamar «tradición» nos lleva a pensar, sentir, decir y actuar como si la tierra, los vegetales y los animales con quienes compartimos la vida fueran costarricenses antes que seres vivos.  Y aún más, que nos pertenecen (lo que permite justificar que los tomemos o arrasemos, sea por acción directa, o por cómplice omisión, promoviendo un doble discurso para hacer de lo inmoral algo legal.
A esta última destreza la hemos llegado a llamar «política», igual que hemos venido a llamar democracia el circo de los centenares de días de absurdos por radio, prensa escrita, televisión, y demás banderas y calcomanías).
La «tradición nacional» no va a dejar que detalles como historia, espacio o tiempo impidan construir la imagen de una sólida identidad patria.  Tan maciza como silicona cerebral, tan fuerte como las sociopatías de la violencia, cambiando el humor por el ridículo de la mueca.  Recuerdo que hacia finales de los 90 una compañía de cervezas anunciaba desde noviembre la ya celebrada y antigua tradición nacional del tradicional concierto IMPERIAL de fin de año con varios grupos de moda el cual (sí, el concierto) sería realizado un mes después por…  ¡primera vez!   He aquí una prueba de que podemos, no menos que cualquier otro grupo humano, sumarnos a la tradición del absurdo, aportando, eso sí, ese saborcito tropical y «labriego sencillo» tan nuestro.

 
 
LA GALLINA FRANCOLINA PUSO UN HUEVO EN LA COCINA O LO GOLLO FRONCOLINO POSO UNA HUEVA ON LO COSONO

Luego de leer unas conferencias de J. L. Borges me pregunté que en qué consistía mi tradición literaria tica.  Al principio me respondí que en nada.  Luego, meditando más que en casi nada, llegué a ver que la gran mayoría de eso que llaman tradición literaria sí me había influido en que así no quería que fuera para mí escribir (sea que lea, respire o dibuje signos).  No porque crea que por el hecho de ser costarricenses los escritores son malos (lo mismo daría creer que porque sí tienen tal nacionalidad, y permítanme el giro popular, serían «la tapa del perol») sino porque la tibieza, el ademán delirante y el desfile de vanidades y demás lugares comunes del ego de «lo llamado costarricense», me alejaba y aleja de la sangre y del cuerpo de las preguntas básicas.  Y es tanto lo que iba y va en esta dirección que me ha costado ver lo que va en la otra, porque de esto hay también hilachas o picotazos de cosa viva.
¿Quién soy?  ¿De dónde vengo?  ¿Qué estoy haciendo?  ¿Para dónde voy?
Mi decisión es decidir ser humano antes que costarricense, como quien dice hurgar, como un gallo, o una gallina (dejo constancia de la reciente tradición de la alternativa al lenguaje sexista y de la libertad de género), en busca una lombriz de asombro o grano de lo profundo.  Lo «tico» sería, entonces, un trampolín para saltar y no una tabla de goma poderosa donde estoy para que me vean que quiero saltar (pero nunca lo haré) y me premien porque deseo que me vean, y lo merezco, ¡cómo no!, en función de la agotadora estratagema de la pose.   Nací (luego fui designado tico), comí (leche materna, bananos, carne y demás, antes de ser bananos costarricenses, carne nacional, o teta de la patria), respiré y después de un lueguito aprendí a leer, escribir y a crecer en castellano.
Para mí la tradición (con «b» de vida) es la forma en que mi particularidad se mezcla con el misterio en la olla del tiempo en que me tocó decidir, pues lo que me da lo universal es el aquí y el ahora.  Aún así seguí preguntándome dónde quedaba entonces la tradición (más allá del apilado de nombres de autores y obras, lo que da para que en poesía, por ejemplo, algunos estiran para decir que tenemos cien años: un ataque de espinillas no nos vuelve adolescentes, un montón de mantillas no hacen un bebé), hasta que me di cuenta que la mía, la que viene envuelta en pálpito, habita en el lenguaje.

ESCARBA Y ARRANCA, EL GALLO ROJO, LOS GUSANILLOS DEL TIEMPO

Porque con esta tradición (del verbo dignidad) pasa lo mismo que decía Confucio con lo de llegar a ser humano: no viene con tener un cuerpo de humano, sino con la decisión constante e inclaudicable que decidir serlo, no es un atributo sino una elección.  La tradición (sus palabras) que contenga asombro y recordatorio de mi humanidad, en detrimento de mi egoísmo, es la que en principio y final me han ayudado a fundarme.  Muchas de estas expresiones guardan el principio de nuestro viajar, de la aventura de ser persona, de su, repito, elección personal, constante e intransferible.  Esas obras, que fueron escritas por prójimos determinados (aunque algunos nombres no han llegado a nosotros como el viejo Montaña Fría), que aún hoy conocemos como Homero, Tu Fu, Kafka, Basho, Khayyam, Alighieri, Cervantes, Shakespeare, Rulfo, Elliot, Sin Leqe Unini y un largo etcétera, son tradición para mí porque allí me encuentro y me indago, más allá de una geografía, tiempo, espacio e idioma (aunque justo a partir de esto mismo), en el hacerse sus preguntas y sus respuestas más allá que en lo quisieron decir (contamos con lo que hicieron y con nuestra interpretación de lo que dijeron) acerca de su propio camino.
A sus pedazos de sí los llamamos obras, a su oficio escribir, aunque era sólo por un momento, mientras nos despertábamos a nosotros mismos y nos levantábamos.  Esta tradición de señales sencillas, o picotazos que laten en la arena, de que otros pasaron en su busca y nos alertan no perder las migas al buscar el camino, pues aunque es siempre único y solitario hay otros solitariamente juntos.  Muchos de estos picotazos han sido en sus traducciones al idioma español que es, para efectos de esta reflexión, dónde vivo.  Porque en las traducciones aún quedaron jirones de asombro y conmoción, es decir queda vivo el lenguaje, lo que permite que Li Po me quede más cercano que a millones de chinos entre sus contemporáneos de entonces y los actuales.

Y EL GALLO CANTA

Volviendo al asunto de la tradición y del español, busqué cuál podría llamarse, sin estar demasiado equivocados, el primer libro en este idioma, hasta que di con el Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita, del cual había leído en algún momento pero recordaba nada.
En librerías normales no estaba, así que me fui a las anormales: las de libros usados.  Un muchacho me insistió en que tenía dos ediciones (acomodadas junto a las Playboy), una que no servía, la vieja, en un idioma rarísimo y la nueva, en español.  Insistí en la vieja y el muchacho, rascándose la cabeza y viéndome como diciendo que carajo más raro, murmuró: ¡Idiay! y me dejó la novena edición de Espasa-Calpe en C200. Les leo:
ENXIEMPLO DEL GALLO QUE FALLÓ EL ÇAFIR EN EL MULADAR:
En un muradal andava el gallo cerca un rrío; / estando escarbando de mañana con el frío,/ falló çafir golpado: él nunca mijor vido;/ espantóse el gallo é dixo como sandío:/   Más querría de uvas ó de trigo un grano,/ que á ty nin á çiento tales en la mi mano./ EL çafir diol` respuesta: «Bien te digo, villano, que sy me conocieses, tú serías loçano./  Sy oy á mi fallase quien me fallar devía,/ sy aver me podiese  el que me conocía, / al qu` el estiércol cubre, mucho rresplandesçería:/ nos entiendes nin sabes quánto yo mereçería./  Muchos llen el libro é tiénenlo en poder,/ que non saben qué leen nin lo saben entender,/ tyenen algunos cosa preiada é de querer,/ que non le ponen onrra, la que devíe aver./  (…)  nin quiere valer algo nin saber sin pujar (…) como al gallo, qu` escarva el muradal…»
Estos versos de hace menos de 600 años, son, por decir algo, una muesca de tradición si vemos pueblos, como el semita o el chino, que rondan los siete mil.  No olvidemos que nuestra especie es el resultado de un proceso de hace más de 3.600 millones de años, hasta que, hace como 700 millones aparecieron los animales pluricelulares como las lombrices anilladas arrastrándose por la placenta de la tierra.  O bien que hace 1.5 millones los erectos antepasados humanos dominaron el fuego, y que pertenecemos a una especie de monos (cuya distancia genética con el chimpancé es de casi 0.6%)  que tiene 200.000 años de andar por el planeta que cumple el mes entrante 4.600 millones.  No dejemos de lado que hace 5.000 años inventamos la escritura pictográfica, 3.500 el alfabeto, y que en la China del siglo II de la nueva era ya se imprimían textos en el recién inventado papel, hasta que el 11 de mayo del 868 se publicara el primer libro del mundo: El Sutra del corazón (Occidente vería, hasta el año 1450, la Biblia de Gutenberg).
Ante este panorama pienso que cuando se da la insistencia de forzar el que importe más decir que somos parte de una tradición, el objetivo es más que nos vean que ver.  No deja de asaltarme la imagen (de nuevo un criollismo) de que se ponen los bueyes delante de la carreta.  Un puñado de gusanos no hacen un cadáver, un cadáver no alcanza para un muerto: falta el pegamento de su particular historia en medio de otros vivos que lo recuerden y recreen, así como tampoco un muerto no da para tapar el vivo que se durmió en él. Negar las especificidades históricas, políticas, gastronómicas, climáticas, geográficas, idiomáticas, etcétera, es tan ridículo (y ciega igual) que tomarnos corcor la imagen de que somos primero y ante todo radicalmente diferentes, ticos, como si eso de verdad existiera. Visto así, la tradición-ci-tica es un deseo de hacerse un campito en el cataloguito de la famita, un sucumbir ante la postura, un fósil dónde meterse el avestruz de la ideología que contiene decires y haceres diseñados para no enfrentar el que podemos escoger ser personas, elegir ser seres humanos; es un acto de complicidad con la barbarie y sin sentido de nuestra especie, o bien en el menos grave, pero más patético, en un caso de administración de las ínfulas de los gametos literarios (lo cuales desean ser mercadeados) que permitan hacer sostenible un «ruidus vivendi» que necesita el ego «empanzante» del narcisismo escritoril.
La tradición (del verbo Ética) es la rajadura que nos permite afianzar o no el pedacito de humanidad que nos tocó cuidar.  Así, en español, lombriz de 52.000 Km.2 de meridiano y paralelo entre dos pedazos de tierra que alguien llamó América, pero que bien pudo llamarse Grito o Pedernal.  Arrastrando las erres y la lluvia como un perro mañoso.  Una tradición que se anuncia, donde no está de más entonces ir a conversar con lo que de Brenes Mesén, Echeverría, M. Jiménez, Oreamuno, Odio y algunos otros, está vivo en su decisión de humanidad y no de biografía.
Porque Costa Rica, por usar una gacilla de nombre, es la particularidad del guiño de la cerradura de la finitud por donde puedo asomarme a mi humanidad.  No somos el centro del mundo (debería ser obvio), nada lo es; somos balbuceos, pálpitos caminantes en la aventura de morir; libres entonces de nosotros mismos somos el universo.  No existe verdaderamente lo tico salvo como picadura, articulaciones en el «de trigo un grano» de la lengua del mundo, huequitos de inquietud para escucharse.  Somos el muladar.  El gallo nuestro corazón en llamas: podemos ir o no hacia nosotros mismos.  Y el zafiro la decisión tomada de ser humanidad, aunque haya muy pocos seres humanos entre tanta gente.
¿Quién soy?  ¿De dónde vengo?  ¿Qué estoy haciendo?  ¿Para dónde voy?
Que escribir es escuchar.  Que leer es viajar.  Que la tradición está por venir.

*Versión para UNIVERSIDAD por el autor, a propósito de la edición de los libros 26 y 27 de Editores Alambique, «Contrafuertes de cal» y «Las aventuras de Liu Yuan, capitán de ultramar», de Manuel Arce Arenales y de quien escribe.

  • Jorge Arturo
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