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¿Cambiará la tecnología nuestra relación con la lectura? Graciela Montes, ganadora del premio Alfaguara, propone desde la ficción un tour futurista por un mundo donde el papel vale como el oro y los escribas no hallan palabras para contar sus historias.
A esta altura -abril de 2105- yo ya debería estar muerta y bien muerta. Si no lo estoy es debido a que di con el libro que contiene la respuesta a todos los enigmas, también el de la muerte: estaba sepultado en las profundidades de una mesa de saldos. Lo reconocí por haber leído acerca de él en Las mil y una noches, noche número 469 para mayor precisión, página 198 del tomo VI de la edición de Anaconda (Buenos Aires, 1955), traducida «directa y literalmente del árabe» por el doctor Mardrus (y luego directa y literalmente del francés por Blasco Ibáñez). A cambio de ese libro, el magrebí se había desprendido sin titubear de los cuatro tesoros de Schamardal: la bola de recorrer el mundo sin moverse de sitio, la barrita de Kohl para abrir los ojos a lo oculto, el alfanje de derrotar ejércitos y el anillo de consumar deseos (tesoros conseguidos, dicho sea de paso, gracias a los servicios de Juder, el pescador, que a diferencia del magrebí no aspiraba al libro sino a la bolsa de la comida eterna). El de mi mesa de saldos era un ejemplar defectuoso -le habían arrancado la portada y le faltaba un cuadernillo-, lo que explica que no haya alcanzado yo la inmortalidad sino apenas la moratoria: cien años más para seguir buscando.
Los jueves salgo a mirar libros. Empiezo por Las Encadenadas (en mi barrio hay siete, alineadas en la avenida) y me topo con una cuadrilla de repositores. Últimamente han adoptado la pala mecánica para agilizar el trabajo, que debe hacerse tres veces al día -siete de la mañana, dos de la tarde y ocho de la noche- según aconseja la profilaxis librera.
Como forma de colaboración y para no perder las ventajas que ofrece el servicio de novedades, los encadenados ya han apilado los libros de la mañana, y restos de los de la noche anterior, en la vereda. Deberán ser reciclados y transformados en pasta de papel fresca antes de que el sol se ponga. En la maniobra algunos ejemplares caen al suelo y son recogidos a toda velocidad por los cartoneros, que espían el contenido antes de arrojarlos al carro. La tarea se lleva a cabo con eficacia y no dura sino unos minutos.
De inmediato entrarán a tallar los apiladores y los vidrieristas. Armarán efímeras esculturas con los ejemplares de las mesas y delicados móviles a lo Calder que, colgados de los ganchos de las marquesinas, llamarán la atención de los transeúntes. En esta ocasión predomina el amarillo: las memorias de un pornógrafo infantil infantil (ese doblete será clave para el éxito) y el «testimonio-investigación» de un periodista acerca de un escándalo con el papel (reciclado, naturalmente) que había estallado la semana anterior. La salida se había demorado más de lo previsto y la noticia ya no producía el mismo efecto, de modo que había sido necesario recurrir al amarillo rabioso más una antiquísima foto del actor Gérard Philippe devorando hojas de libro, aunque con el agregado de genuinas gotas de saliva en la comisura de la boca.
No es fácil alimentar el circuito, la producción afloja. Hay constantes quejas por debilidad, inconsistencia y exagerada redundancia. Los editores desesperan. Recientemente la feroz competencia por una novela -bastante buena por cierto, con una auténtica historia y una escritura que sin duda había demandado más de una semana- derivó en un espionaje despiadado y después en un crimen (que, por fortuna, dio lugar a un nuevo libro).
Los escribas (ficcionantes, traductores, verseadores, ideotantes.), si bien cuentan con los Archivos Inconmensurables, con un aceitado sistema de canjes y compra de derechos de párrafos (el decreto 456.783 de cut and paste se ha convertido ya en ley nacional) y con un fluctuante sistema de mecenazgo, no logran dar abasto, y a menudo desfallecen. Los pocos que, por azar o por perseverancia, atrapan una historia y consiguen ensamblar a tiempo todas las palabras que les hacen falta para contarla alcanzan un provisorio bienestar, y reciben flores, kiwis maduros y racimos de uvas. Luego son olvidados. El precio de los libros tiende a aumentar. Hubo un período de abaratamiento, pero luego de la Deforestación Total (Brasil, Indonesia, Congo, Bolivia, México, Venezuela, Malasia, Myanmar. y finalmente también Sudán y Tailandia), sancionada la ley de reciclamiento obligatorio, los costos se fueron a las nubes. Los procedimientos que se emplean siguen siendo engorrosos, aleatorios (los ejemplares muy laminados o con detalles en peluche, tan de moda diez años atrás, no terminan nunca de disolverse en el agua) y, además, contaminantes.
Hay 513 pantallas gigantes, distribuidas a lo largo de la ciudad, donde se registra, hora tras hora, junto con el índice de contaminación ambiental, la cotización del papel. Se dice que los repositores retienen la mercadería en sus palas para especular con el precio, y que los cartoneros hacen acopio de libros en cuevas donde siempre, según se asegura, preside una estampita de San Hrabal; si no ricos, muchos de ellos se han vuelto buenos lectores. El sistema es durísimo y, aunque hay variedad de sellos editoriales, los Poderes Universales son sólo tres y cotizan sus acciones en pasta.
De Las Encadenadas me voy a Los Recoletos, donde el ritmo es diferente. Son locales estrechos, bastante profundos, cuya puerta suele simular la cubierta en cuero de un libro. Carecen de vidrieras o, si las hay, tienen la forma de pantallas que van desgranando, pliego a pliego, un viejo manuscrito; parlantes diminutos reproducen el untuoso, casi imperceptible, crujir de la vitela. En el interior -un interior donde sólo las almas sofisticadas se introducen- hay todo tipo de simulacros: una escena íntima de madre con niño en la falda leyendo un cuento (de la página del libro brota una suave luz iridiscente), un antiguo tallando frases inmortales en la piedra, un joven abismado en un libro debajo de un castaño (a su vera, una bandeja con magdalenas)… Son escenas virtuales de última generación, sensuales y propioceptivas, algunas ya están en venta.
En Los Recoletos la atención es personalizada. El Encargado ofrece asiento, sosiego, algún dulce, y enciende la seducción con mano sabia. El catálogo es amplio. Se puede elegir entre rollos griegos, que se desenvuelven y vuelven a enrollarse, recogiéndolo a uno dulcemente en su seno; manuscritos gigantes dotados de un ingenioso mecanismo para dar vuelta las hojas, que deben instalarse en una habitación construida para ellos ex profeso (sin ventanas, para simular que podrían ser dañados por la luz del sol); cuentos y relatos hechos por eficientes escribas y paraescribas a la medida exacta del cliente, tomando en cuenta su nombre y profesión, su pasado, las circunstancias, anhelos y enfermedades que lo aquejan, etc., para garantizar así la identificación terapéutica, y hasta libros electrónicos mutantes, cuyos códigos de barra, que son en realidad sensores, soban y luego penetran el deseo inexpresado del que lo tiene entre manos, que creerá haber dado con lo que en secreto estaba buscando. Los precios son aquí siderales, monstruosos, inalcanzables, y el sistema de seguridad y control es tan ajustado que es impensable robarse un libro. A Los Recoletos concurren en ocasiones las parejas que forman los hijos de los Zares del Papel para hacer sus listas de casamiento.
Termino mi recorrida, como suele sucederme, en las catacumbas, donde se reúnen los lectores, algunos con gorro de explorador, otros en bata china. Me interno, husmeo. Hay celdas y patios de lectura, archivos infinitos, terminales de memoria a cada paso, estanterías en forma de laberinto, bellamente ordenadas, y mesas de saldos sorprendentes. Una muchacha sentada en el suelo pasa los dedos y después la lengua por las letras del libro que está leyendo. Dos cibernautas acaban de dar con una jarcha de amor, uno de ellos se la escribe en la mano con birome porque teme olvidarla cuando se borre de la pantalla. Un verseador tenaz, de los que vocean su obra en la puerta de los cines, termina de tipiar su esténcil. Editores, escribas y paraescribas, que a esa hora bajan a calentarse, acercan las manos a la salamandra que arde siempre en el centro. Un librero lector (creo que lo conozco) me sale al paso al doblar un recodo y, como anfitrión elegante, me conduce a la mesa. Comienzo a hurgar. Palpito y, como siempre, goteo con pis la entrepierna: debajo hay algo que yo esperaba, algo que me está esperando.
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