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La figura de Alberto Durero (1471-1526) se nos aparece hoy no sólo como la del más grande artista del Renacimiento más allá de los Alpes, sino como una de las escasísimas luminarias, incombustibles por el paso del tiempo, capaces de guiar nuestros pasos a través de las oscuridades de la realidad y de proporcionarnos nueva y distinta luz sobre ella en estos inciertos comienzos del siglo XXI.
Si contemplamos el autorretrato dibujado del artista conservado en Weimar, en el que Durero nos desafía con su mirada y su cuerpo desnudo, dudaremos si el personaje que, a su vez, nos desnuda con su vista, es un contemporáneo nuestro sensu strictu, un personaje extraído de un repertorio de imágenes de la «Nueva objetividad» alemana de los años veinte del siglo pasado, o un artista humanista del siglo XVI. En realidad, si no supiéramos que se trata de Durero, nos inclinaríamos más por cualquiera de las dos primeras hipótesis que por la última que es, en realidad, la verdadera.
El mismo Alberto ya nos había contemplado altivamente en su Autorretrato del Prado. Pero en esta obra maravillosa, que acompañará toda la vida a aquél que la observe en el Museo durante más de cinco minutos seguidos, su autor, entonces un joven de 28 años, lo que pretendía fundamentalmente era encandilarnos con su pose displicente, su elegante vestido, su juventud y su belleza y, sobre todo, con su habilidad pictórica, producto de una mano absolutamente privilegiada.
Este tema de la mano del artista constituía una de las preocupaciones básicas del Divino Alberto y en algún otro de sus dibujos juveniles (como en aquél conservado en Erlangen), junto a su anguloso y ahora no idealizado rostro, aparecen, enormemente destacadas, sus habilidosísimas manos, objeto, ahora único, de otro no menos famoso dibujo conservado en el Metropolitan de Nueva York.
La habilidad manual era, como es sabido, uno de los requisitos básicos de la sabiduría artística en la Edad Moderna, y Alberto Durero la había aprendido no sólo de las enseñanzas de su padre, famoso orfebre en el Nürenberg del siglo XV, sino de su primer viaje al Bajo Rhin y a los Países Bajos, donde admiró tanto la habilidad en el grabado de artistas como Schongauer o el Maestro del Libro de la Casa, como el prodigio técnico de la pintura de Van Eyck o Weyden.
La superación de una idea de la actividad artística como mera habilidad manual la realizó Alberto apoyado en sus amigos los humanistas. Por ellos, ya fueran los intelectuales de Nurenberg o Viena, ya hombres como Erasmo, fue elevado a la categoría de Apeles Germaniae, de manera que, como el pintor griego, nuestro artista fue capaz de plasmar en imagen «aquello que no se puede pintar», como el aire, el fuego, los relámpagos y otros fenómenos naturales. El milagro que esto supone puede observarse en series de xilografías como las dedicadas al Apocalipsis, o en obras como La Trinidad. Al igual que Apeles y Zeuxis, Alberto fue igualmente capaz de realizar lo contrario, es decir, de pintar aquello que vemos delante de nuestros ojos y llegar a engañarnos con una ilusión «excesiva» de realidad. Si fuéramos como aquellas aves que se estrellaban, engañadas por la ilusión, ante las uvas pintadas por Zeuxis, podríamos «tocar» obras como El ala de ave, La liebre, Las hierbas y algunas otras maravillas de la Albertina de Viena, cuya observación en la exposición del Prado nos dejará estupefactos, y sentiríamos que nos encontramos ante los verdaderos objetos. Como también nos dejará la contemplación de esos grabados sobre las maravillas de la naturaleza a las que Durero era tan aficionado, ya sean maravillas «reales» como El Rinoceronte o inventadas como el Monstruo marino.
La habilidosa mano de Alberto acaricia, incluso voluptuosamente, la piel con que se cubre en el Autorretrato de la Alte Pinakothek. Pero allí, más divino que nunca, es la mirada la que predomina: como Jesucristo en la iconografía medieval, Durero nos observa frontalmente. No es, como a veces se ha dicho, una imagen sacrílega, sino la plena consciencia dureriana del carácter sacral de la creación, una idea que circulaba por la Europa, y sobre todo la Italia, del momento, pero que nadie se atrevió a plasmar con tanta valentía y decisión como Alberto. Este carácter divino tiene que ver tanto con la mirada, como con la geometrización y proporción perfecta de la figura.
El ojo, por tanto, es la otra parte del cuerpo esencial para la creación artística. De ahí la intensidad de la mirada en tantos retratos y autorretratos de Durero. A través del ojo, ya sea directamente, ya ayudado por medio de aparatos, como los que insertó en las ediciones de uno de sus más importantes libros teóricos, se constituye en uno de los elementos que con mayor consciencia utilizó como medio de intelectualizar la creación artística y superar la mera habilidad técnica de la mano.
Para todo ello, los dos viajes realizados a Italia resultaron decisivos. Allí, bajo la guía de los artistas de Venecia (Bellini sobre todo) y, quién sabe, si del mismo Leonardo, aprendió, entre otros, el arte de la geometría y la proporción, que plasmó en el Adán y Eva del Museo del Prado, en una plancha con el mismo tema y en tantos dibujos y estampas, muchos de los cuales veremos en la muestra del Prado.
El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid posee otra de las obras claves del Divino, un Cristo entre los doctores, «obra de cinco días», pintada probablemente en Roma en el segundo de los viajes italianos. Manos y miradas, junto a los rostros, son los protagonistas de esta obra, auténtico manifiesto de habilidad dibujística y composición pictórica, homenaje a Italia (y a Leonardo) y a Flandes (y a El Bosco), sin ser ni italiana, ni flamenca.
En el cuadro del Thyssen, a la par que una reflexión sobre la belleza ideal y la caricaturesca del rostro humano, los libros adquieren un protagonismo esencial. Alberto Durero otorgó al libro un papel importante en muchas de sus obras, desde la estampa dedicada a Erasmo de Rotterdam a sus innumerables imágenes de San Jerónimo, culminantes en la que forma parte de sus «Tres estampas maestras».
Como humanista, esta atracción libresca es muy explicable en Durero, y como humanista cristiano, que lo fuera a través del padre de la Iglesia que tradujo la Biblia, a la vez que hacía penitencia y se mortificaba en el desierto. Durero vivió con intensidad las crisis religiosas de su época, admiró a Erasmo, a Melanchton (de los que realizó potentes retratos grabados) y a Lutero (del que realizó un encendido elogio en su Diario del viaje a los Países Bajos), y defendió la pertinencia de la imagen sagrada como estímulo devocional en los «peligrosos tiempos» en que ello comenzaba a ser negado. Por esta razón pintó los Cuatro apóstoles del Museo de Munich y grabó con increíble intensidad, a pesar de lo pequeño de su tamaño (o quizá por ello), una serie de estampas con el tema de los Apóstoles.
Alberto Durero supo trascender por medio del poder de imágenes como El caballero, la muerte y el diablo, una idea tan de su tiempo como la del caballero medieval que transita, a través del valle oscuro de la vida, hacia la ciudad luminosa. Es cierto que este caballero somos nosotros mismos, como nosotros mismos somos ese rostro sufriente, patente en el dibujo, conservado en Weimar, con el que empezábamos. Y ¿quién de nosotros, al contemplar muchas de las pinturas, estampas, dibujos o acuarelas del Divino Alberto, no se sumirá en los mismos pensamientos y en una similar tristeza, debido a la imposibilidad de su íntima comprensión, de ese ser alado, de tez oscura, rodeado de símbolos, con el fondo de un paisaje crepuscular, que en 1514 grabó Alberto Durero con el enigmático título Melancolía I?
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