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Si hipotéticamente un sexólogo tuviera de paciente al mercado consumista -varones y mujeres de todas las edades que consumimos innecesariamente-, probablemente el dictamen acusaría al mercado de padecer de «eyaculación precoz». Ahora bien, si se me permite explicaré en qué consiste este «trastorno sexual del mercado». Estén tranquilos los conservadores, no me voy a poner porno.
En el mercado muchas de nuestras aspiraciones parece que se satisfacen. Pero, lamentablemente, la contradicción aparece cuando nos damos cuenta que nuestra efímera felicidad muere rápidamente sin lograr plenamente la dicha, es precoz: comienza pronto y termina igual. Nos movemos en un mundo en el que, al igual que un obsesionado que persigue insistentemente un encuentro sexual, cuando al fin lo consigue, por impaciente y nervioso, termina colapsando el mismo (González Faus). Nuestra dicha, atosigada por el afán de posesión, hace de nosotros unos impacientes o faltos de control. Quizás lo valioso de conocer la enfermedad es que puede ser tratada: no confundir felicidad con consumo y con codicia satisfecha, con avidez artificial. [Habría que curar y no dar paliativos que resultan colateralmente antidepresivos, como lo hacen los inquisidores del sistema: los prestamistas usureros y los políticos despilfarradores.]
Del mercado hay que rescatar que ofrezca «la posibilidad de un acuerdo razonable y beneficioso para ambas partes, obtenido por el consenso libre entre las dos». Sin embargo, las relaciones económicas se circunscriben al poder del mercado, un poder anónimo y compulsivo, sin coordinación central. Este poder anónimo hace ‘anónimas’ las personas, las hace cosas. Esta relación hacia fuera, precoz y veloz, está marcada por la ‘desprojimidad’, e implica un cálculo de parte de quienes controlan o regulan lo económico, mantenerse en el límite de lo aguantable.
La democracia actual calza perfectamente con este ideal porque defiende idealmente los derechos humanos cuando en la realidad los pisotea so pretexto de la mano invisible del mercado, lo que no es sino defender que el mercado tiene sus propios mecanismo intocables. Esto es la mística del mercado: es un ser vivo (!) que arrebata la vida para mantenerse (Hinkelammert). En resumen, el mercado termina agobiándonos y quitándonos por ello los pocos sorbos de felicidad, al transformar nuestro deseo de felicidad en un desmedido y efímero interés por consumir sin poder lograrlo. Se habla, pues, de un equilibrio general que genera un doble problema: los presupuestos teóricos que posibilitan el equilibrio y los mecanismos sociales que permiten la aproximación a ellos. El inconveniente acerca del primero es que no se tiene ni se tendrá un conocimiento perfecto y, por tanto, el equilibrio resulta incalculable. Respecto de lo segundo, -y consecuencia de lo anterior supone que el mercado empírico hará una aproximación a este equilibrio idealizado-, las condiciones son de carácter empírico. Esto es, consiste en libertad de contrato y la garantía de la propiedad privada. Se idealiza un fenómeno empírico y se está cerca de la realización del ideal. Ante la falta de consistencia teórica, se afirma de manera irrestricta las leyes del mercado y, desde luego, el carácter anti-intervencionista (ley de la selva o de la desigualdad). (Los defensores de las desigualdades del mercado secuestran sus beneficios igual que quienes censuran la sexualidad convirtiéndola en un deber, siendo además un derecho.)
El tratamiento de este trastorno está directamente asociado a que determinemos nuestras sensaciones pre-consumistas. Se requiere de un re-aprendizaje que implica habituar nuestra corteza cerebral a recibir las dosis crecientes de estímulos consumistas y de ser conscientes de ellos para «quitárnoslos de encima», consumiendo lo necesario sin caer en el consumismo. Necesitamos un cambio de mentalidad.
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