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La sola fe, la sola gracia y la sola Escritura es el trípode sobre el cual se asienta la Reforma Protestante del siglo XVI. Su lema: «Porque por gracias sois salvos por medio de la fe (…) no por obras para que nadie se gloríe» (Ef. 2:8-9), se convirtió en escandalosa herejía para un catolicismo medieval que buscaba llenar sus arcas alentando la culpabilidad de sus feligreses y ofreciéndoles un edicto de perdón de todos sus pecados -indulgencia- a cambio de jugosas ofrendas, concebidas como buenas obras con efecto salvífico. De esta forma, el protestantismo se perfiló como un movimiento profético de renovación teológica y eclesial, portador del espíritu crítico propio de la modernidad.
Sin embargo, la religión de la gratuidad se convertirá paradójicamente, según la tesis clásica de Max Weber, en aliento espiritual del capitalismo naciente; particularmente la versión calvinista por su acento en el trabajo como vocación, el ahorro como virtud y la riqueza como bendición, que hacían del creyente un fiel practicante de una «santidad intramundana» por oposición a la «santidad fuga mundi» de la vida monástica católica medieval. Se trataba, efectivamente según este autor, de una nueva ética religiosa protestante que contribuiría, entre otros factores, a oxigenar al capitalismo.
Esto ilustra muy bien lo que el sociólogo Tomás Merton calificó de manifestaciones latentes de la acción social; a saber esas consecuencias no previstas, es decir, no intencionales de las acciones colectivas. Por consiguiente podría decirse que cuanto más se apegaba el militante protestante a la fe para obtener la salvación gratuitamente, más se traducía esa fe a valores materialistas que contribuían a reproducir una ética propia de una racionalidad instrumental capitalista. En otras palabras cuanto más apelaba a la fe y la gracia para la salvación más allá de este mundo más contribuía a lograr la «salvación» -concebida en términos de riqueza y prestigio acumulados- en este mundo.
A pesar de ello, podría decirse que el calvinista protestante clásico no había «abaratado» la fe a tal grado de convertirla en una simple «mercancía» intercambiable por salvación. Es decir, no concebía ni mucho menos que su riqueza o su misticismo laboral -que si bien eran percibidos como bendición divina la primera y como vocación divina el segundo- podrían reportarles los beneficios de la salvación como vida plena y eterna.
Hoy nos encontramos con manifestaciones religiosas que se consideran herederas de la reforma protestante, por ejemplo los movimientos neopentecostales al estilo del canal 23, que sí han «abaratado» la fe convirtiéndola en simple mercancía, y que tiende a comportarse como fetichismo del dinero: «el dinero persiguiendo el dinero»(Marx).
Se trata de una modalidad su géneris de «indulgencias» al estilo protestante. Mientras las indulgencias católicas tenían como fin la salvación en la eternidad y el acceso a los bienes celestiales, las indulgencias del «neoprotestantismo» se comportan como una garantía de salvación y de acceso a bienes terrenales. La única fe que salva es aquella que se traduce en un pacto entre el ofrendante -«sembrador de la semilla»- y Dios, quien recompensa multiplicando su inversión.
Se ha producido así la más grande herejía en el protestantismo: salvación por las obras. Hay algunos que se preguntan si esto no significaría volver a los mercaderes del templo.
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