Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Cuando evoco, con grata nostalgia, la creación de la Escuela de Ciencias Políticas, la asocio con un pasaje de García Márquez en el que una viejecita se quejaba amargamente: «¡Si yo hubiera sabido que mi hijo llegaría a ser Presidente de la República, lo habría enviado a la escuela¡»
Al ser invitado, en 1967, por sus progenitores, el Dr. Alfonso Carro y el Dr. Carlos José Gutiérrez, a participar en la comisión que la creó, sugerimos que el politólogo, como un iconoclasta, debía cumplir con la misión de arrancar las hojas de parra con que se cubren la demagogia, sobre todo en el siglo XX, el más crucificado por el fanatismo, la crueldad y el dogmatismo.
Idealizándola, creíamos entonces que esta institución debía ser un foro académico y un faro en el que se debatieran y se irradiaran ideas, por encima de intereses partidaristas e ideológicos, con una naturaleza pluralista en la que todos los sectores estuvieran representados. Nos parecía que tenía la misión de desmitificar y arrancarles la hoja de parra a los sofismas y a la manipulaciones ideológicas que, como en el lecho de Procusto, suelen torturar y deformar la realidad.
Como ciencias de encrucijada, en ella convergen otras disciplinas como la filosofía, la historia, la economía, la psicología, el derecho o la sociología que enriquecen su contenido y le imponen al politólogo la obligación de convertirse en un investigador crónico y bien informado.
Así como un hospital no sea dirigido por un escultor, un banco por un sacristán o un ejército por un poeta, paradójicamente eso suele ocurrir con el Estado, por lo que nos parecía conveniente ofrecer una carrera que sirviera para que los aspirantes a gobernar adquirieran los conocimientos más sólidos e importantes.
En esa época en que, se consolidaba una democracia tridimensional -política, económica y social, gracias a las conquistas sociales, a la abolición del ejército, a la depuración del sufragio, al asalto cualitativo de la educación, a una acelerada movilidad social, al acceso a la tierra y al crédito estatal de los productores sin recursos, al progreso exponencial en energía y telefonía y a un Estado Benefactor, inspirado en la solidaridad- también nos parecía importante contribuir en la formación de profesionales con una sólida capacidad.
En esos años en que el planeta estaba dividido en tres campos -la democracia capitalista, el socialismo totalitario y un Tercer Mundo que recién rompía las cadenas coloniales- era urgente formar profesionales que defendieran las precarias soberanías de los países atrasados, como el nuestro, para evitar que, en la lucha hegemónica, fueran convertidos en la carne de cañón de la guerra Fría.
Ahora, casi cuarenta años más tarde -en un mundo unipolar en el que el contrapoder socialista quedó pulverizado por una implosión, en que la democracia occidental sucumbe en el capitalismo salvaje, en el que los países del Tercer Mundo se convierten en los satélites de colosales corporaciones que imponen la ley de la garra y el colmillo y en el que la soberanía es convertida en una mercancía a la merced de la oferta y la demanda- es legítimo preguntarse cuál debe ser el papel del politólogo.
Si ese neoliberalismo estatofóbico, la primer estafa ideológica de siglo XXI, logra imponer el globalitarismo -mezcla de globalización y totalitarismo- y su modelo anarcocapitalista, que convierte al hombre en el lobo del hombre y sustituye al Estado Benefactor por la mano invisible, es oportuno preguntarse de qué servirá mantener una Escuela de Ciencias Políticas.
Si continúa siendo una arena donde los gladiadores ideológicos debatan sus pensamientos, una cantera de iconoclastas, un faro y un foro que irradie sabiduría, continuaríamos sintiéndonos gratamente orgullosos de haber contribuido a su creación y le desearíamos cien años más juventud. Entonces, serán pocas las madres que se lamentarán amargamente: «¡Si yo hubiera sabido que mi hijo subastaría la soberanía de nuestro país, lo habría matriculado en esa escuela!»
Este documento no posee notas.