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Tres de las obras presentadas en el pasado Festival Nacional de Danza, celebrado en el Teatro Melico Salazar, suscitaron nuestra atención para referirnos a ese evento, por cuanto cada una de las tres resume a su manera si no todas las tendencias de la danza contemporánea en Costa Rica y en el mundo, al menos representan a las más fuertemente delineadas, siempre que estemos todavía hablando de «danza» en el sentido del espectáculo (y no de la negación de éste, como cierta moda trasnochada hace de las suyas en Europa), aun si, como se verá a continuación, lo puramente teatral suele adueñarse con demasiada fuerza de la escena, en detrimento de lo «danzario», o el movimiento del cuerpo como significado.
Ese «mucho-más-teatro-que-danza» fue el caso de «¿Dónde está mi abrigo?», a cargo de Par a par, denominación que obedece a que sus integrantes son el dúo Greta Castro y Jesús Prada. Si no fuera porque son muy jóvenes y frescos, lo cual a veces equivale a ingenuidad creativa, no se les perdonaría tal sensibilidad llorona que parapeta su Kitsch en intimismo: se busca, ah, ese abrigo que necesitamos. Obviemos la perogrullada en la intención expresiva para ir a lo que nos interesa en este caso: ¿dónde está aquí la danza? ¿En los mínimos movimientos cuya función es tan sólo subrayar corporalmente un texto teatral que carece de palabras? ¿La ausencia de éstas justifica que al texto en sí teatral se le llame «danza» ? Tal confusión-o complicidad-no es ni inusitada ni rara en nuestros «confusos tiempos», en política, sociología, en arte (que todo ello, sabido es, «es más de lo mismo».) En las artes escénicas, se manifiesta también lo contrario a nuestro lamento gremial: parte del mundo del teatro en Francia protestaba, a finales de julio, porque el Festival de Avignon («la cita teatral más prestigiosa del planeta») se dedicara fundamentalmente a lo «coreográfico»: ¿»Dónde están las palabras»?, clamaban.
Entre tanto «tirios y troyanos» no nos ponemos de acuerdo acerca de lo «puramente danzario» y lo «puramente teatral» (algo hay en esto de período de transición en los lenguajes de la escena), valga el señalar que «¿Dónde está mi abrigo?»-¡ y la danza y/o las palabras!—representó esta tendencia general de maridaje de géneros, pero, eso sí, con auto-suficiente dignidad, sensiblería aparte.
«Datura sanguínea», por la Compañía Nacional de Danza, coreografía de la española Mónica Runde sobre música de Etiénne Schwartz y Mozart, nos devuelve a los » buenos (¡?) viejos tiempos»: narración si no lineal, tampoco nada abstracta. La idea que se «comunica» es clara y adecuada a la danza: la drogadicción, sea ritual-la datura de los druidas, recuerda el título-o cultural, tanto en los «antiguos» como en la cafeína y los medicamentos químicos «modernos», es una impedimenta a la libertad que, paradójicamente, se busca con las drogas. Reverso de la moneda en las teorías románticas, «beatnik», Castaneda-pre-«New Age» o hasta en un conservador como Ernst Jünger, pasando por Thomas de Quincey o por Goethe que decía que el alemán necesitaba media botella de champán para ser. De esta complejidad existencial y literaria, «Datura…» sólo retiene lo más conveniente a la simplicidad (lo más efectivo) de la danza: la atrocidad de la dependencia.
De ahí que funcione tan eficazmente (o «el público nunca se equivoca»), incluso con un lenguaje «demodé»: construcción de la dramaturgia en dos escenas complementarias; coreografía elemental (un «pas de deux» o «de trois» al mismo tiempo que un solo); y, ¡sorpresa!, amagos de una pantomima que se creía desterrada hasta en los ballets clásicos. «Sin embargo, se mueve»…y los espectadores reaccionan.
Ni del todo «transitivo», para remitir a la con-fusión de géneros, ni mucho menos «pre-postmodern dance» (danza-moderna) como «Datura sanguínea», la pieza presentada por Cuatro Pelos/Los Den Médium, «Malasuerte», de Jimmy Ortiz, muestra que aún bien asimilando la vía (¿crucis?) de la danza-teatro, se puede hacer danza cómo todavía debiera aceptarse en teoría (que los cambios definitivos no se instalan tan rápido, pese a que se vislumbre que «ya vienen llegando»), porque se sabe cómo hacerla, aunque medien inevitables referencias plásticas y escénicas a lo que ha acontecido en las últimas décadas. Ignorarlo sería ingenuo, un error acaso peor que un crimen en arte, apropiándonos de Talleyrand.
Ortiz no pierde de vista que la danza en sí se manifiesta, más que por el movimiento como consecución técnica (su paradigma, el ballet), por la profundidad espacial en que se ordenan los ejecutantes. Lección, cierto es, de perspectiva, que no casualmente el Renacimiento originó la pintura y la danza teatral (no es lo mismo que la «danza-teatro») como géneros. El resto, evidenció «Malasuerte», es cuestión de yuxtaponer «ensembles», solos, dúos, tríos, simultáneos o no, en una sucesión capaz de producir un sentido estético, abstracto o no, qué importa. Decía Delacroix que «el pintor se salva por la simultaneidad de imágenes; el poeta, por su sucesión». Le agregaríamos que el coreógrafo, por ambas.
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