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Extracto del famoso reportaje que John Hersey publicó en 1946 en la revista New Yorker; una joya del periodismo, un referente de la literatura y un recuerdo de la brutalidad a que puede llegar el terrorismo de estado.
Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino. En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el Asahi de Osaka en el porche de su hospital privado, suspendido sobre uno de los siete ríos del delta que divide Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obstruía el carril cortafuego; el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, estaba recostado -en ropa interior y sobre un catre, en el último piso de los tres que tenía la misión de su orden-, leyendo una revista jesuita, Stimmen der Zeit; el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal quirúrgico del moderno hospital de la Cruz Roja, caminaba por uno de los corredores del hospital, llevando en la mano una muestra de sangre para un test de Wasserman; y el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se había detenido frente a la casa de un hombre rico en Koi, suburbio occidental de la ciudad, y se preparaba para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado por miedo al bombardeo de los B29 que, según suponían todos, pronto sufriría Hiroshima. La bomba atómica mató a cien mil personas, y estas seis estuvieron entre los sobrevivientes. Todavía se preguntan por qué sobrevivieron si murieron tantos otros. Cada uno enumera muchos pequeños factores de suerte o voluntad -un paso dado a tiempo, la decisión de entrar, haber tomado un tranvía en vez de otro- que salvaron su vida. Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobrevivir vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería. En aquel momento, ninguno sabía nada.
El reverendo Tanimoto se levantó a las cinco en punto esa mañana. Estaba solo en la parroquia porque hacía un tiempo que su esposa, con su bebé recién nacido, tomaba el tren después del trabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la noche en casa de una amiga. De las ciudades importantes de Japón, Kyoto e Hiroshima eran las únicas que no habían sido visitadas por B-san -o Señor B, como llamaban los japoneses a los B-29, con una mezcla de respe-to y triste familiaridad-; y el señor Tanimoto, como todos sus vecinos y amigos, estaba casi enfermo de ansiedad. Había escuchado versiones incómodamente detalladas de bombardeos masivos a Kure, Iwakumi, Tokuyama y otras ciudades cercanas; estaba seguro de que el turno le llegaría pronto a Hiroshima. Había dormido mal la noche anterior a causa de las repetidas alarmas antiaéreas. Hiroshima había recibido esas alarmas casi cada noche y durante semanas enteras, porque en ese tiempo los B-29 habían comenzado a usar el lago Biwa, al noreste de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superfortalezas llegaban en tropel a las costas de Hiroshima sin importar qué ciudad fueran a bombardear los norteamericanos. La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia del Señor B con respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa. Corría el rumor de que los norteamericanos estaban reservando algo especial para la ciudad.
El señor Tanimoto era un hombre pequeño, presto a hablar, reír, llorar. Llevaba el pelo negro peinado por la mitad y más bien largo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de sus cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le daban un aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embargo sabio, débil y sin embargo feroz. Se movía rápida y nerviosamente, pero con un dominio que sugería un hombre cuidadoso y reflexivo. De hecho, mostró esas cualidades en los agitados días previos a la bomba. Aparte de decidir que su esposa pasara las noches en Ushida, el señor Tanimoto había estado trasladando todas las cosas portátiles de su iglesia, ubicada en el atestado distrito residencial de Nagaragawa, a una casa de propiedad de un fabricante de telas de rayón en Koi, a tres kilómetros del centro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal señor Matsui, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para que varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo que quisieran a una distancia prudente de los probables blancos de los ataques. Al señor Tanimoto no le había resultado difícil empujar él mismo una carretilla para mudar sillas, himnarios, Biblias, objetos de culto y discos de la iglesia, pero la consola del órgano y un piano vertical le exigían ayuda. El día anterior, un amigo del mencionado Matsuo lo había ayudado a sacar el piano hasta Koi; a cambio, él le había prometido al señor Matsuo ayudarlo a llevar las pertenencias de una de sus hijas. Era por eso que se había levantado tan temprano.
El señor Tanimoto preparó su propio desayuno. Se sentía terriblemente cansado. El esfuerzo de mover el piano el día anterior, una noche de insomnio, semanas de preocupación y de dieta desequilibrada, los asuntos de su parroquia: todo se combinaba para que apenas se sintiese capaz del trabajo que le esperaba ese nuevo día. Había algo más: el señor Tanimoto había estudiado teología en Emory College, en Atlanta, Georgia; se había graduado en 1940 y hablaba un inglés excelente; vestía con ropas americanas; había mantenido correspondencia con varios amigos norteamericanos hasta el comienzo mismo de la guerra; y, metido entre gente obsesionada con el miedo de ser espiada -y quizás obsesionado él también-, descubrió que se sentía cada vez más incómodo. La policía lo había interrogado varias veces, y apenas unos días antes había escuchado que un conocido, un hombre de influencia llamado Tanaka, oficial retirado de la línea de vapores Tokio Kishen Kai-sa, anticristiano y famoso en Hiroshima por sus ostentosas filantropías y notorio por sus tiranías personales, había estado diciéndole a la gente que Tanimoto no era confiable. En forma de compensación, y para mostrarse públicamente como el buen japonés que era, el señor Tanimoto había asumido la presidencia de su tonarigumi local, o Asociación de Vecinos, y esta posición había sumado a sus otras tareas y preocupaciones la de organizar la defensa antiaérea para unas veinte familias.
Esa mañana, antes de las seis, el señor Tanimoto salió hacia la casa del señor Matsuo. Encontró allí la que sería su carga: un tansu, gran gabinete japonés lleno de ropas y artículos del hogar. Los dos hombres partieron. Era una mañana perfectamente clara y tan cálida que el día prometía volverse incómodo. Pocos minutos después se disparó la sirena: un estallido de un minuto de duración que advertía de la presencia de aviones, pero que indicaba a la gente de Hiroshima un peligro apenas leve, puesto que sonaba todos los días, a esta misma hora, cuando se acercaba un avión meteorológico norteamericano. Los dos hombres arrastraban el carrito por las calles de la ciudad. Hiroshima tenía la forma de un ventilador: estaba construida principalmente sobre seis islas separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia afuera desde el río Ota; sus barrios comerciales y residenciales más importantes cubrían más de seis kilómetros cuadrados del centro de la ciudad, y albergaban a tres cuartas partes de su población: diversos programas de evacuación la habían reducido de 380.000, la cifra más alta de la época de guerra, a unos 245.000 habitantes. Las fábricas y otros barrios residenciales, o suburbios, estaban ubicados alrededor de los límites de la ciudad. Al sur estaban los muelles, el aeropuerto y el mar Interior, tachonado de islas. Una cadena de montañas recorre los otros tres lados del delta. El señor Tanimoto y el señor Matsuo se abrieron camino a través del centro comercial, ya atestado de gente, y cruzaron dos de los ríos hacia las inclinadas calles de Koi, y las remontaron hacia las afueras y las estribaciones. Subían por un valle, lejos ya de las apretadas filas de casas, cuando sonó la sirena de despeje, la que indicaba el final del peligro. (Habiendo detectado sólo tres aviones, los operadores de los radares japoneses supusieron que se trataba de una labor de reconocimiento). Empujar el carrito hasta la casa del hombre de los rayones había sido agotador; tras maniobrar su carga sobre la entrada y las escaleras del frente, los hombres hicieron una pausa para descansar. Un ala de la casa se interponía entre ellos y la ciudad. Como la mayoría de los hogares en esta parte de Japón, la casa consistía en un techo de tejas pesadas soportado por paredes de madera y un marco de madera. El zaguán, abarrotado de bultos de ropa de cama y prendas de vestir, parecía una cueva fresca llena de cojines gordos. Frente a la casa, hacia la derecha de la puerta principal, había un jardín amplio y recargado. No había ruido de aviones. Era una mañana tranquila; el lugar era fresco y agradable.
Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo. El señor Tanimoto recuerda con precisión que viajaba de este a oeste, de la ciudad a las colinas. Parecía una lámina de sol. Tanto él como el señor Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de reaccionar (pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión). El señor Matsuo subió corriendo las escaleras, entró en su casa y se lanzó de cabeza entre los bultos de sábanas. El señor Tanimoto dio cuatro o cinco pasos y se arrojó entre dos rocas grandes del jardín. Se dio un fuerte golpe en el estómago contra una de ellas. Como tenía la cara contra la piedra, no vio lo que sucedió después. Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas y trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó rugido alguno. (Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca de Tsuzu en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda. Estaba a 32 kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de 8 kilómetros de allí).
Cuando finalmente se atrevió, el señor Tanimoto levantó la cabeza y vio que la casa del hombre de los rayones se había derrumbado. Pensó que una bomba había caído directamente sobre ella. Se había levantado una nube de polvo tal que había una especie de crepúsculo alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar por el momento que el señor Matsuo estaba bajo las ruinas, corrió hacia la calle. Se dio cuenta mientras corría de que la pared de la propiedad se había desplomado hacia el interior de la casa y no a la inversa. Lo primero que vio en la calle fue un escuadrón de soldados que habían estado escarbando en la ladera opuesta, haciendo uno de los mil refugios en los cuales los japoneses se proponían resistir la invasión, colina a colina, vida a vida; los soldados salían del hoyo, y la sangre brotaba de sus cabezas, de sus pechos, de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos.
Bajo lo que parecía ser una nube de polvo del lugar, el día se hizo más y más oscuro.
La noche antes de que cayera la bomba, casi a las doce, un anunciador de la estación de radio de la ciudad dijo que cerca de doscientos B29 se acercaban al sur de Honshu, y aconsejó a la población de Hiroshima que evacuara hacia las «áreas de refugio» designadas. La señora Hatsuyo Nakamura, la viuda del sastre, que vivía en la sección llamada Noboricho y que se había acostumbrado de tiempo atrás a hacer lo que se le decía, sacó de la cama a sus tres niños -Toshio, de 10 años, Yaeko, de 8, y una niña de 5, Myeko-, los vistió y los llevó caminando a la zona militar conocida como Plaza de Armas del Oriente, al noreste de la ciudad. Allí desenrolló unas esteras para que los niños se acostaran. Durmieron hasta casi las dos, cuando los despertó el rugido de los aviones sobre Hiroshima.
Tan pronto como hubieron pasado los aviones, la señora Nakamura emprendió el camino de vuelta con sus niños. Llegaron a casa poco después de las dos y media y de inmediato la señora Nakamura encendió la radio, la cual, para su gran disgusto, ya anunciaba una nueva alarma. Cuando miró a los niños y vio lo cansados que estaban, y al pensar en la cantidad de viajes -todos inútiles- que había hecho a la Plaza de Armas del Oriente en las últimas semanas, decidió que, a pesar de las instrucciones de la radio, no era capaz de comenzar de nuevo. Acostó a los niños en sus colchones y a las tres en punto ella misma se recostó, y al instante se quedó dormida tan profundamente que después, cuando pasaron los aviones, no la despertó el ruido.
A eso de las siete la despertó el ulular de la sirena. Se levantó, se vistió con rapidez y se apresuró hacia la casa del señor Nakamoto, jefe de la asociación de vecinos de su barrio, para preguntarle qué debía hacer. Él le dijo que debía quedarse en casa a menos que sonara una alarma urgente: una serie de toques intermitentes de la sirena. Regresó a casa, encendió la estufa en la cocina, puso a cocinar un poco de arroz y se sentó a leer el Chugoku de Hiroshima correspondiente a esa mañana. Para su gran alivio, la sirena de despeje sonó a las ocho. Oyó que los niños comenzaban a despertarse, así que les dio a cada uno una manotada de cacahuetes y les dijo, puesto que la caminata de la noche los había agotado, que se quedaran en sus colchones. Esperaba que volvieran a dormirse, pero el hombre de la casa que limitaba al sur con la suya empezó a hacer un escándalo terrible martillando, poniendo cuñas, aserrando y partiendo madera. La prefectura de gobierno, convencida como todo el mundo en Hiroshima de que la ciudad sería atacada pronto, había comenzado a presionar con amenazas y advertencias para que se construyeran amplios carriles cortafuegos, los cuales -se esperaba- actuarían en conjunción con los ríos para aislar cualquier incendio consecuencia de un ataque; y el vecino sacrificaba su casa a regañadientes en beneficio de la seguridad ciudadana. El día anterior, la prefectura había ordenado a todas las niñas físicamente capaces de las escuelas secundarias que ayudaran durante algunos días a despejar estos carriles, y ellas comenzaron a trabajar tan pronto como sonó la sirena de despeje.
La señora Nakamura regresó a la cocina, vigiló el arroz y empezó a observar a su vecino. Al principio, el ruido que hacía el hombre la irritaba, pero luego se sintió conmovida casi hasta las lágrimas. Sus emociones se dirigían específicamente hacia su vecino, aquel hombre que echaba su propio hogar abajo, tabla por tabla, en momentos en que había tanta destrucción inevitable, pero indudablemente sentía también cierta lástima generalizada y comunitaria, y eso sin mencionar la que sentía por sí misma. No había sido fácil para ella. Su marido, Isawa, había sido reclutado justo después del nacimiento de Myeko, y ella no había tenido noticias suyas hasta el 5 de marzo de 1942, día en que recibió un telegrama de siete palabras: «Isawa tuvo una muerte honorable en Singapur». Supo después que había muerto el 15 de febrero, día de la caída de Singapur, y que era cabo. Isawa no había sido un sastre particularmente exitoso, y su único capital era una máquina de coser Sankoku. Después de su muerte, cuando su pensión dejó de llegar, la señora Nakamura sacó la máquina y empezó a aceptar trabajos a destajo, y desde entonces mantenía a los niños -pobremente, eso sí- mediante la costura.
La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. No se dio cuenta de lo ocurrido a su vecino; los reflejos de madre empezaron a empujarla hacia sus hijos. Había dado un paso (la casa estaba a 1.234 metros del centro de la explosión) cuando algo la levantó y la mandó como volando al cuarto vecino, sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa.
Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia de tejas la aporreó; todo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. Los escombros no la enterraron profundamente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó a un niño que gritaba: «¡Mamá, ayúdame!», y vio a Myeko, la menor -tenía 5 años-, enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse. Al avanzar hacia ella, abriéndose paso a manotazos frenéticos, la señora Nakamura se dio cuenta de que no veía ni escuchaba a sus otros niños.
En la mañana de la explosión, el padre Wilhelm Kleinsorge, de la Compañía de Jesús, se hallaba en condición algo frágil. La dieta japonesa de guerra no lo había alimentado, y sentía la presión de ser extranjero en un Japón cada vez más xenófobo: desde la derrota de la Patria, incluso un alemán era poco popular. A sus 38 años, el padre Kleinsorge tenía el aspecto de un niño que crece demasiado rápido: delgado de rostro, con una prominente manzana de Adán, un pecho hueco, manos colgantes y pies grandes. Caminaba con torpeza, inclinado un poco hacia adelante. Todo el tiempo estaba cansado. Para empeorar las cosas, había sufrido durante dos días, junto al padre Cieslik, una diarrea bastante dolorosa y urgente de la cual culpaban a las judías y a la ración de pan negro que los obligaban a comer. Los otros dos sacerdotes que vivían en la misión de Noboricho -el padre superior La Salle y el padre Schiffer- no habían sido afectados por la dolencia.
El padre Kleinsorge se levantó a eso de las seis la mañana en que cayó la bomba, y media hora después -estaba un poco aletargado por su enfermedad- comenzó a dar misa en la capilla de la misión, un pequeño edificio de madera estilo japonés que no tenía bancos, puesto que sus feligreses se ponían de rodillas sobre las acostumbradas esteras japonesas, de cara a un altar adornado con sedas espléndidas, bronce, plata, bordados finos. Esta mañana, lunes, los únicos feligreses eran el señor Takemoto, un estudiante de teología que vivía en la casa de la misión; el señor Fukai, secretario de la diócesis; la señora Murata, ama de llaves de la misión y devotamente cristiana; y sus colegas sacerdotes. Después de la misa, mientras el padre Kleinsorge leía las oraciones de Acción de Gracias, sonó la sirena. Suspendió el servicio y los misioneros se retiraron cruzando el complejo de la misión hacia el edificio más grande. Allí, en su habitación de la planta baja, a la derecha de la puerta principal, el padre Kleinsorge se cambió a un uniforme militar que había adquirido cuando fue profesor de la escuela intermedia Rokko, en Kobe, un uniforme que le gustaba llevar puesto durante las alarmas de bombardeo.
Después de una alarma, el padre Kleinsorge solía salir y escudriñar el cielo, y al salir esta vez se alegró de no ver más que el solitario avión meteorológico que sobrevolaba Hiroshima todos los días a esta misma hora. Seguro de que nada iba a pasar, regresó adentro y junto a los otros padres desayunó con un sucedáneo de café y su ración de pan, la cual le resultó especialmente repugnante bajo las circunstancias. Los padres conversaron durante un rato, hasta cuando escucharon, a las ocho, la sirena de despeje. Entonces se dirigieron a diversas partes del edificio. El padre superior La Salle se quedó de pie junto a la ventana de su habitación pensando. El padre Kleinsorge subió a una habitación del tercer piso, se quitó toda la ropa, excepto sus interiores, se acostó en su catre sobre su costado derecho y comenzó a leer su Stimmen der Zeit.
Después del terrible relámpago -el padre Kleinsorge se percató más tarde de que el resplandor le había recordado algo leído en su infancia acerca de un meteorito que se estrellaba contra la Tierra- tuvo apenas tiempo (puesto que se encontraba a 1.280 metros del centro) para un pensamiento: una bomba nos ha caído encima. Entonces, durante algunos segundos o quizá minutos, perdió la conciencia.
El padre Kleinsorge nunca supo cómo salió de la casa. Cuando volvió en sí, se encontraba vagabundeando en ropa interior por los jardines de hortalizas de la misión, sangrando levemente por pequeños cortes a lo largo de su flanco izquierdo; se dio cuenta de que todos los edificios de los alrededores se habían caído, excepto la misión de los jesuitas, que tiempo atrás había sido apuntalada y vuelta a apuntalar por un sacerdote llamado Gropper que le tenía pavor a los terremotos; se dio cuenta de que el día se había oscurecido, y de que Muratasan, el ama de llaves, se encontraba cerca, gritando: «¡Shu Jesusu, awaremi tamai! ¡Jesús, Señor nuestro, ten piedad de nosotros!».
Traducción de Juan Gabriel Vásquez
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