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Volver al siglo de las novelas

 
Hacer una selección de novelas del siglo XIX es empresa peliaguda. En primer lugar porque estamos hablando del «Siglo de la Novela», es decir, de la época en que la novela se consolida como el género literario más apreciado. La revolución industrial y la ascensión de la burguesía como clase dominante le dan carta de naturaleza: es la novela la que va a retratar, para un amplio y nuevo público que la hace suya, un cambio social de extraordinaria trascendencia en el mundo occidental. La cantidad y calidad de novelas que se escriben en el XIX es tan alta que difícilmente se puede establecer una lista satisfactoria. En segundo lugar, esa lista depende -si quiere ser efectiva- del público que la espera; por ejemplo: no cabe duda de que Thomas Hardy es uno de los grandes autores del último tercio del XIX; ahora bien, ¿cuál de sus novelas recomendar? Posiblemente su obra maestra sea Jude el oscuro, pero al lector primerizo sería mejor recomendarle la lectura de Lejos del mundanal ruido. En tercer lugar está el problema de la búsqueda de los títulos elegidos: no siempre se encuentran disponibles en las librerías. Todos los libros incluidos en esta selección están vivos en catálogo. Así que quizá lo mejor sea tratar de reunir los tres criterios y luego solicitar la benevolencia de los lectores avezados si la selección no acaba de ser de su agrado. Porque, a fin de cuentas, todos los títulos que a continuación propongo son, sin duda, novelas de primerísima categoría, que ya es bastante.
 
 
Donde se cuece la gran novela decimonónica es en tres países: Francia, Reino Unido y Rusia. El primer gran novelista francés del periodo es Honoré de Balzac. En realidad es el paradigma del novelista moderno. Por vez primera, un escritor deja de depender de un protector que le hace un encargo para arriesgarse a colocar -digámoslo así- un tenderete en la calle en el que pone su producto a la venta y pasa a depender del gusto del comprador. El cambio es radical. La comedia humana, de Balzac, es uno de los esfuerzos literarios más ambiciosos para retratar la sociedad que está emergiendo y aunque son muchas las novelas de primera fila que componen esta fascinante comedia yo propondría la lectura de dos libros que cierran el ciclo: La prima Bette y El primo Pons. La primera es una historia de pariente pobre; la segunda, la de un coleccionista de objetos que debe asumir su decadencia; ambas vuelven del revés la verdad de los sentimientos, las pasiones escondidas y la historia íntima de la sociedad francesa de la época. Stendhal, en Rojo y negro, cuenta a la vez la historia de la sociedad francesa durante la Restauración y la historia de un tipo de personaje nuevo que llega hasta la sociedad de nuestros días: el emergente, el desclasado que tiene la oportunidad de cambiar de estatus social. Gustave Flaubert, más personal, más analítico, más introspectivo también, funda la novela moderna con La educación sentimental alcanzando un hito sin precedentes: unir lo histórico con lo personal en la figura de uno de los primeros antihéroes de nuestro tiempo, ese maravilloso Frédéric Moreau. Mientras tanto, Victor Hugo, un romántico, retrata un París duro y real sólo comparable al de Balzac en Los miserables. Y Émile Zola, un autor que preludia a muchos contemporáneos, entra en la fórmula de experimentar en vivo tras detectar un problema para escribir sus libros: el más emblemático de todos ellos es Naná, un retrato del mundo de la prostitución, el teatro y la vida alegre.
En el Reino Unido, la primera gran novela es Cumbres borrascosas, de Emily Brönte, que contiene un hallazgo expresivo formidable: el llamado «correlato objetivo» -que más tarde definirá T. S. Eliot-, es decir, la expresión de los sentimientos a través de la figura interpuesta de las fuerzas de la naturaleza. Su hermana Charlotte alcanzó también con Jane Eyre un destacado lugar en el campo del relato romántico. Sin embargo, el gran novelista decimonónico inglés es, sin duda, Charles Dickens y, aunque es difícil decidirse por una sola de sus grandes novelas, parece que David Copperfield debe ser la más adecuada para iniciarse en el mundo de este formidable narrador. Para mi gusto, es la novela decimonónica por excelencia. Junto a Dickens destaca Elizabeth Gaskell, autora de Norte y sur; de ambos puede decirse que se dedican a la novela de intención social y éxito popular, por oposición a las figuras de George Eliot, William Thackeray y Anthony Trollope. Del Middlemarch de Eliot hay que admirar su extrema habilidad en el uso de la psicología para adentrarse en el relato de una sociología de la vida de campo. Thackeray es autor de La feria de las vanidades, un clásico cuyo título es más sugerente que cualquier comentario; de Trollope parece evidente que hay que señalar El custodio, que es la hermosa historia de una dignidad sometida a las pruebas de la adversidad. Como detalle un tanto frívolo, me permito recomendar la lectura de Sin nombre, del gran Wilkie Collins, uno de los mejores creadores de intrigas que ha dado la novela inglesa de todos los tiempos.

LA NOVELA RUSA ES PUNTO Y APARTE

En primer lugar, Nikolái Gógol, cuyo Almas muertas es un prodigio de invención y un ejemplo imborrable de lo que es el uso de lo grotesco en la narración. Los dos nombres que se disputan la supremacía son los de Dostoievski y Tolstói. Tanto da uno que otro. Dostoievski es catártico en el sentido griego de la palabra; Tolstói es más discreto, es proyecto y serenidad. El primero desata el yo, el segundo coloca el yo ante la entrega a los demás. De Dostoievski elegiría una novela que contiene todos sus demonios y es, a la vez, una especie de novela de aventuras: Los demonios, valga la redundancia. De Tolstói no hay nada como esa creación de un mundo completo que es Guerra y paz (que es como Los hermanos Karamázov para Dostoievski), pero la relación entre ejercicio de la libertad y desamparo social por haberlo ejercido que hay en Ana Karenina me mueve a sugerir ésta en primer lugar. Y, por último, aunque parece más escondida, creo que el Oblómov de Goncharov es una novela realmente genial por cuanto crea la figura de un personaje absolutamente moderno: el hombre que decide no ser, no actuar, no luchar.
Otros países han aportado excelentes novelas, pero no son dominantes. Cabría citar a José María Eça de Queirós, que en El primo Basilio retrata admirablemente un caso de bovarysmo en la sociedad portuguesa, lo mismo que hace en Alemania Theodore Fontane con su magnífica Effie Briest. Y dentro de la lengua alemana no se puede dejar de lado un libro excepcional: Enrique el Verde, de Gottfried Keller, una «novela de formación» que es la cumbre del realismo alemán. Finalmente, Italia contribuye con un solo libro, quizá excesivamente recargado, pero sin duda relevante: Los novios, de Alessandro Manzoni.
Escritores del XIX son también autores del calibre de Henry James o Marcel Proust: el problema es que se anticipan (y luego se adentran en él) al siglo XX con tal resolución y creando tales hallazgos que es necesario considerarlos dentro de este siglo. En cambio, me voy a permitir recomendarles una novela de un autor que prácticamente pertenece al siglo XX, pero que ha escrito una novela admirablemente victoriana acerca del otoño de la vida; me refiero a Cuentos de viejas, de Arnold Bennet. Un inteligente y apacible remate para conceder un respiro a esta suma de obras maestras de la literatura de todos los tiempos.

Tomado de de Babelia.
 

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