p. 2

Abrir Noticia Guardar

La pasión de los cafés

Como una tarde distante que regresa a nuestra memoria y trae recuerdos idealizados por el color de la lejanía, la cultura de los cafés evoca más al ayer que al presente, aunque entre tanto caos nada mejor que una conversación inteligente para olvidar las penurias de una modernidad extraviada que no sabe

Como una tarde distante que regresa a nuestra memoria y trae recuerdos idealizados por el color de la lejanía, la cultura de los cafés evoca más al ayer que al presente, aunque entre tanto caos nada mejor que una conversación inteligente para olvidar las penurias de una modernidad extraviada que no sabe

adónde va.

Desde que los venecianos introdujeron en Europa la cultura de los cafés en el siglo XVII, la pintura, la literatura, la escritura y la música encontraron una cátedra alternativa por la que han desfilado personajes del pensamiento occidental y latinoamericano.

Basta imaginar una tertulia en torno a la cual discutían los grandes de la generación del 98 como Azorín, Darío, Benavente, Antonio y Manuel Machado y Enrique Díez Canedo, para comprobar que en los cafés se fraguaron los más deliciosos diálogos de ese fin de siglo convulso y fructífero.

Ideados como un lugar para la conversación prolongada,  los cafés sirvieron para que en ellos se encontrara lo más selecto del intelectualismo iberoamericano.
 

En Costa Rica ese espacio lo ocuparon la soda «Guevara» y con funciones similares, pero en una época anterior, entre otras, la Vasconia, donde se daban cita figuras del periodismo y la política para continuar esa tradición occidental heredada por los griegos: el diálogo fértil.

Con el café como atractivo o pretexto, pintores, escritores,  políticos y docentes se encontraban en la «Guevara» para comenzar o finalizar la tarde con una conversación sobre los más variados temas.

Constantino Láscaris, Joaquín Gutiérrez, Carlos Monge Alfaro, entre otros, eran asiduos contertulios, cada quien con su grupo, de la Guevara, que se ubicaba al final de la Calle de la Amargura, cerca de la parada de buses situada frente de la biblioteca Carlos Monge.

Esos espacios se empiezan a recuperar tímidamente en el país, movidos por la especialización y la variedad de los cafés que se sirven, pero aún sin el aliento de la conversación profunda y trascendente.

Y es que la cultura de los cafés en los que la gente llega a dialogar, por lo general de forma reiterada, es una costumbre que se alimentó en la Europa del siglo XVII y que tuvo en países como España momentos cumbres.

A la ya citada generación del 98, que tenía como lugar predilecto el desaparecido Café Madrid, le siguió la del 14, con figuras de la talla de

Enrique Jardiel Poncela, Ramón Gómez de la Serna, José Ortega y Gasset, el gran periodista César González Ruano, Eugenio d’Ors, Manuel Azaña, Jose María de Cossío y José Bergamín, para nombrar solo a los más destacados.

En torno a los diálogos de café surgieron movimientos e incluso un apreciable número de revistas en las que empezaron a crecer nuevos escritores.

Una de las publicaciones que hizo historia y que aún circula fue la Revista de Occidente, fundada  en 1923 por Ortega y Gasset.



EN EL SUR



No hay duda de que la tradición de los cafés literarios tuvo un sólido arraigo en América Latina, sobre todo en Argentina con su Buenos Aires lleno de tango y literatura y en Montevideo, en la avenida 18 de Julio, en la que en torno a los cafés se reunía lo mejor y más selecto de la intelectualidad.

Se decía, incluso, que Buenos Aires llegó a tener un café en cada esquina, en los que primaba ese afán de compartir, debatir, imaginar, y de escuchar lo más acabado del tango rioplantense.

Entre 1799 y 1873 fue famoso en la capital argentina «el Café de los Catalanes», considerado el primero en su género en este país. Al principio la literatura ocupó un lugar de privilegio, pero tras los golpes militares del 30 la política empezó a ganar adeptos entre contertulios de las más variadas ideologías.

En 1900 el crítico uruguayo Alberto Zum Felde acuñó el término «el intelectual de café» para referirse a esos tipos que por lo general pasaban las tardes en torno al «vino de los árabes», como se le conoció en la Península Arábiga a inicios del año 1.600 después de Jesucristo.

El Tupí-Nambá, en Montevideo, y el Tortoni, en Buenos Aires, son en criterio de Alejandro Michelena, autor de la Antología de Montevideo, dos bastiones que ilustran lo que en esta parte de Latinoamérica significan los cafés como espacios para la discusión y el pensamiento.

El primero, como le sucedió a cientos de cafés, ya desapareció, mientras que el Tortoni aún sigue en pie, igual que el emblemático Café Gijón, que tomó fuerza en España tras la posguerra del 45.

Considerado como uno de los sobrevivientes de esa tradición literaria, fundado en 1888, el Gijón registró la presencia de autores como Poncela, Camilo José Cela, Buero Vallejo y Gerardo Diego.

Y también fue testigo de la aparición de uno de los autores más prolíficos de la segunda mitad del siglo XX español, como lo es Francisco Umbral, premio Cervantes año 2000.

Es precisamente Umbral quien escribe «La noche en que llegué al Café Gijón», libro en el que con la mirada del escritor de provincia, venía de Valladolid, pintará una serie de retratos de escritores y personajes desconocidos, como la bella y enigmática «Holanda» que se paseará por sus páginas con su juventud, su desenfado y un dandismo propio de los años 60.



DIÁLOGO SILENCIOSO



Con la promoción de los cafés finos costarricenses y la preparación de una amplia gama de opciones que van desde «capuchinos» fríos y calientes, hasta frescos y deliciosos cafés negros, la cultura del café en el país ha experimentado en los últimos cinco años un repunte significativo.

Aunque a veces los lugares tienen ruidos excesivos, propios o de sitios circundantes, hoy existen más posibilidades para tomarse un café fino y disfrutar de una conversación inteligente entre amistades o colegas.

Se da también esa otra opción del diálogo silencioso con la lectura de un libro o una revista, mientras se degusta un café de altura de los que abundan en el país.

¡Qué placer más exquisito saborear un café con la compañía de Fernando Lázaro Carreter y su Dardo en la palabra! Mientras la lluvia va llenando de nostalgia la tarde, nos podemos adentrar en esos artículos llenos de sabiduría, inteligencia y humor de Carreter y regresar de ellos como de un largo viaje, renovados y apasionados por la palabra.

O leerse despacio las magistrales crónicas de Osvaldo Soriano en Locos, artistas y criminales  y comprobar, una vez más, su grandeza periodística y literaria.

En fin, que lo que interesa es rescatar los cafés para continuar ese antiquísimo y eterno amor por la palabra.

«La conversación -en su sentido más profundo y noble-constituye un ejercicio intelectual que algunas veces linda con los embrujos del arte. Es, al mismo tiempo, aprendizaje, catarsis, comunión de espíritus y entrega; peculiaridad esta última que la aproxima a la mística y le da linaje humanista», puntualiza el periodista Carlos Morales en el prólogo del Café de Las Cuatro, un libro de entrevistas que nació justamente en la pasión por los cafés y que convocó a destacados intelectuales .

La palabra que hechiza y que ilumina las almas y oscurece las ausencias, es la que le espera silenciosa y paciente en ese café que siempre se posterga y que en el atropello de los días de esta ciega modernidad podría ser un bálsamo para el pensamiento.

  • Jose Eduardo Mora 
  • Cultura
Joaquín GutiérrezSpain
Notas

Este documento no posee notas.