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En estos días ha venido a mi memoria el nombre de Kazuya Sakai, maestro y amigo. Recuerdo cuando empezó su curso de Historia de la pintura china a los trece estudiantes que hacíamos nuestros estudios en El Colegio de México, México D.F. Joven, bien parecido, con mirada inteligente y sonrisa amistosa, nos fue llevando en sus clases por la historia milenaria de un arte que a él le fascinaba, pues sólo así podía trasmitir su entusiasmo por los grandes pintores de las dinastías más famosas del Imperio chino.
Después del curso de arte seguimos con él el de la historia de la literatura japonesa, haciéndonos partícipes también de su admiración por el Genji monogatari, la gran novela escrita en el siglo XI por la gran dama de la Corte japonesa Murasaki Shikibu. También él nos interesó profundamente por las obras del teatro Noh influidas por el budismo zen, llegado de China en el siglo XIII, en donde el nombre es budismo chan; ese nombre es la traducción de la palabra dhyana, cuyo significado en sánscrito es «meditación», lo que indica que el origen de tal escuela se encuentra en la India, aunque en China es influida por el taoísmo.
Gradualmente fui haciendo amistad con Sakai y su esposa Sumi. Pintor y excelente traductor al español de la literatura japonesa contemporánea, publicó esas traducciones en Buenos Aires, Argentina, en una colección titulada Ashoka. Sakai, nacido en Buenos Aires, de padres japoneses, fue llevado por ellos a Japón para que cursara sus estudios allá. La Segunda Guerra Mundial lo sorprendió cuando era un adolescente en Nagasaki, de la cual fue trasladado con sus compañeros al campo cercano.
Su historia dolorosa durante los años de la guerra me la contó hace unos veinte años, en un momento de nostalgia y confidencias que compartió conmigo. Había venido a Costa Rica invitado por el Museo de Arte Contemporáneo y la Universidad de Costa Rica, con el fin de presentar una gran exposición de su pintura que tituló Genroku, y para impartir unas conferencias sobre la novelística de Abe Kobo, del cual era traductor exclusivo al español. Recordemos su obra La mujer de la arena, de la cual hubo una famosa película japonesa.
Durante ese viaje a Costa Rica unos profesores lo llevaron un día a conocer la Reserva Forestal Tapantí, de la cual volvió deslumbrado por lo que él decía que era la selva con sus distintas tonalidades de verde. Nunca había tenido esa experiencia, puesto que sólo había vivido en ciudades grandes: Buenos Aires, Nueva York, México, Dallas. Al día siguiente lo llevamos a una playa a orillas del Océano Pacífico, y de nuevo su sorpresa: que en Costa Rica se pudiera pasar de la selva, como decía él, a la playa tropical con sus palmeras, en pocas horas.
Fue durante ese viaje a la playa que él entró en ese estado de ánimo de añoranza y posiblemente dolor. Fue entonces cuando me contó que toda su familia había perecido el 9 de agosto de 1945 en el bombardeo atómico a Nagasaki, realizado por la aviación norteamericana. Quedó absolutamente solo, siendo un muchacho de unos quince o dieciséis años. Me dijo también que ya había sido seleccionado para ser un futuro kamikaze pero el fin de la guerra en el 45, lo salvó de la muerte. Terminó sus estudios secundarios y luego los universitarios en Japón, y en cuanto pudo viajó a la Argentina y obtuvo la nacionalidad del país donde había nacido. Me confesó que como profesor de artes en una Universidad norteamericana, le habría sido de mayor provecho tener pasaporte japonés o de Estados Unidos, con el fin de obtener fondos para su trabajo de investigación, pero prefirió el pasaporte argentino con el cual él no obtenía ningún beneficio económico.
Kazuya Sakai permanece en mi memoria como un ejemplo de artista íntegro, esteta en todo momento en su vida personal y sobre todo, un hombre de paz, que con la traducción de la literatura japonesa de posguerra, quiso servir de puente cultural entre Japón y América Latina. Su amor al arte pictórico, literario y musical, su sencillez elegante y su lealtad como amigo, fueron expresión de un creador de paz y comprensión entre las diversas culturas.
Murió hace pocos años y no sé si sus restos yacen en suelo norteamericano, o sus cenizas viajaron a alguna de sus dos patrias: Argentina o Japón. No sintió odio por Estados Unidos, cuya aviación incineró a toda su familia en el holocausto nuclear de Nagasaki. El gobierno norteamericano nunca ha pedido perdón a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, destruidas en un instante con las primeras y únicas bombas nucleares con que el mundo inició la Era Atómica.
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