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Nada de extraño tenía que la Srta. K. se hubiera enamorado. A fin de cuentas era joven y agraciada.
Ambos estudiaban en la misma Alma Máter y eran alumnos exitosos. Él también era bien parecido y pertenecía a una larga familia de intelectuales. La Srta. K. era miembro (ella quizás hubiese preferido decir «miembra», de acuerdo con su particular feminismo distorsionado) de una larga familia.
Luego de algo más de dos años de romance -y por diversas razones- para el joven la relación se convirtió en una experiencia asfixiante y -por qué no decirlo- violenta. La Srta. K venía manifestando algunas aptitudes ortópteras de acechanza, posesividad y de cierto canibalismo emocional que acabaron por devastar la disposición amatoria del «consorte» (así hubiese preferido ella llamarlo).
El asunto se tornó intolerable para el novio quien le solicitó, repetidamente, un receso para despejar el smog que viciaba la relación. Pero la Srta. K (ortóptero, al fin) insistía en romper el acuerdo con algún encuentro forzado y/o un «regalito», lo que le permitía seguir controlando a su…posesión.
Él optó, entonces, por el silencio y la evasión.
Acaso después de una oscura ebullición interior, la Srta. K se presentó un domingo (16/10/05) en el hogar de quien hubiera podido ser-con algo de paciencia y de tiempo- el Sr. K; venía a devolver un regalo que él le hiciera en tiempos más venturosos.
El joven miraba T.V. plácidamente, junto a su madre, en la habitación de esta. Fue el suegro quien le abrió amablemente.
Entonces un taconeo furioso invadió la casa. Y un bufido. Sin decir «agua va» K entró violentamente en el dormitorio de su «ex» y dejó el objeto en el suelo. Y fue más allá todavía: se abalanzó sobre la puerta entornada del cuarto donde reposaba su suegra discapacitada, y allí comenzó a vociferar como alma perdida (¡aquí estás, cobarrrde!) al tiempo que, con mirada extraviada, manoteaba airadamente ante el rostro estupefacto del joven. Entre los escasos improperios inteligibles se rescata el cobro de seis mil pesos y de unos C.D. Todo esto aderezado con conatos histéricos de llanto. Y algunos zapateos de naturaleza no ubicable, cuando el suegro intentaba alejarla de la alcoba profanada.
Transcurrida la auto-terapia de gallinero, la Srta. K fue hasta la salida en donde su madre la esperaba gritándole:¡no te rebajés K; no te rebajés! -al más puro estilo de «Amor de gavilanes». Luego ambos especímenes desaparecieron tan huracanadamente como habían llegado.
Estos episodios de carácter orillero y desequilibrado no son infrecuentes en nuestro azotado mundo posmoderno, sobre todo entre las parejas; y más aún en ciertos ambientes marginales de la sociedad.
Lo que sí resulta contraproducente y pone a meditar es que la Srta. K es -actualmente- psicóloga graduada, con honores, por la UCR.(la única alumna de su promoción con este mérito) en el primer semestre de 2004. Y su tesis fue distinguida -también- con mención de honor, atestados que la acreditan ampliamente para desempeñarse -entre otras cosas- en la rehabilitación de las almas afligidas quienes, ante tanta solvencia certificada, no dudarán en acudir a sus terapias que -seguramente- habrán de ser muy peculiares.
Pero lo más indignante es que al igual que un delincuente «pasa» el detector de mentiras, la Srta. K ha burlado -entre otros- la prueba psicométrica de la Escuela de Psicología, poniendo, así, en entredicho la fiabilidad de esta como instrumento para medir aptitudes. Y ha lesionado la confianza depositada, en su persona, por nuestra primera casa de estudios superiores.
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