Debido a los elevados costos del mantenimiento de las imágenes, se ha restringido su acceso solo para las personas registradas en PrensaCR.
En caso de poseer una cuenta, hacer clic en “Iniciar sesión”, de lo contrario puede crear una en “Registrarse”.
Este fue uno de los primeros nombres heroicos que escuché de joven. Lo asocié siempre con el de las figuras legendarias de La Lucha y San Cristóbal.
La imagen de un mártir caído en Sabanilla de Alajuela, abrazado a la urna electoral que no quiso entregar a los gendarmes del Gobierno, iluminó el horizonte de quienes triunfaron en el 48. La lucha por la pureza del sufragio, concepto repetido hasta la saciedad, se asoció con el rechazo a la corrupción.
Cuando le preguntaban a don Pepe, cuál había sido la causa más poderosa que lo movió a las armas -¿la corrupción, el fraude?-, le escuché decir que la estrella era el bienestar del mayor número, la Segunda República, pero que el mal era aquel repulsivo carnaval politiquero.
¿Cuántos homenajes hicimos a Timoléon Morera y a los caídos en Llano Grande, héroes en la defensa del sufragio? Se me erizaba la piel cuando escuchaba los discursos de los líderes, cuyas voces temblaban al recordar aquellos hechos inspiradores. Pero ahora ya no se oyen esos nombres ni hay ecos de aquellos hechos, los más jóvenes ni siquiera saben de los milagros y los que sí recuerdan, prefieren callar.
Es posible que el fraude electoral haya empezado antes, pero sí me quedó grabada la renuncia de todos los miembros de un tribunal electoral, nombrado para unas elecciones de la juventud liberacionista, hace años, por la impudicia con que aquellos jóvenes se hacían fraudes unos a otros. El actual Embajador de Costa Rica en Naciones Unidas presidía el avergonzado tribunal.
¿El poder para qué? Eso no importa. La pregunta devino en cómo llegar al poder. ¿A qué? Lo importante es ganar, como sea. ¿Qué puede llegar a hacer alguien quien lucha por el poder sin motivación trascendente, sin un significado moral? Buscar el poder como una veleidad, simplemente para disfrutar de sus banquetes, produce corrupción. Eso es lo que hay ahora. Una cultura de fraude se ha entronizado en esta democracia. Un partido presenta más de setecientas apelaciones, denunciando hechos fraudulentos en el proceso del 2006, y el Tribunal Electoral las rechaza ad portas, sin verlas. Mientras tanto, en los pasillos de la Asamblea Legislativa circulaban versiones sobre fraudes en distintas partes, contadas de “a callado” por sus propios actores para no ser olvidados a la hora de las recompensas.
¿Y qué podíamos esperar en un país donde un tribunal se tomó la atribución de modificar la Constitución Política, ante sí y ante su propio fallo de poco tiempo atrás, para permitir la reelección? La forma como se manejó el referendo sobre el TLC evidenció los tumores de una democracia agónica. Un monumento a los Caídos de Ambos Bandos en Santa María de Dota, olvidado allá en lo que fue santuario liberacionista, recuerda a los compatriotas que murieron, por la pureza del sufragio unos, por la justicia social, otros. ¡Ay! ¡Qué dolor! Ahora se hace fraude y se viola el Estado de Derecho a favor de quienes atajan la justicia social, de quienes creen que nuestros problemas se arreglan si “dejamos que los ricos hagan clavos de oro”.
Un acto fraudulento es simplemente un acto delictivo. La corrupción implica el silencio, la indiferencia. Leo compungido los elogios que alguien hiciera a un azorado miembro del tribunal electoral del PLN, por andar corriendo por aquí y por allá, para poder atender la cantidad de denuncias de fraudes que llegan de todas partes. El propio Tribunal Supremo de Elecciones ha recibido recursos para anular el último proceso en ese partido plagado de actos delictivos. –Timoleón- ¡Qué pena! ¡Mira el silencio que hay!
Los magistrados llaman la atención a los diputados y al Gobierno por la desatención a una tímida reforma electoral que se tramita desde hace mucho. Con una excepción, los demás partidos dejan pasar el tiempo. La deuda política para la campaña del 2010 será de treinta mil millones de colones (30.000.000.000), ¡$55 millones! Recuerdo que la campaña del 2002 costó cinco mil millones de colones y cada día escucho más historias de abusos. ¿Para qué querrán treinta mil millones de colones, si la propia Contraloría General de la República rechazó gastos falsos en la campaña del 2006 por casi la mitad del monto presupuestado? Esa suma es inmoral, corruptora. ¡Inaceptable! Solo servirá para podrir más el sistema político, urgido de salvamento, de reforma. Pero el silencio del Gobierno, los diputados y la mayor parte de la oposición es la ruidosa delación de la moral reinante en la política costarricense, a comienzos del siglo XXI, en las puertas de una colosal crisis económica, capaz de causar enormes sufrimientos. Ojalá que estos trances sean también el presagio del fin de una era que se resiste a morir, que sean –quiera Dios- los dolores de parto de una patria que quiere vivir. ¡De pie, Costa Rica! Está llegando la hora.
Este documento no posee notas.