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Legalidad desaprendida

La legalidad, lejos de ser un problema de formas, como suele presuponer un estudiante de primer año de derecho y un periodista ordinario, es un asunto típicamente cultural.

La legalidad, lejos de ser un problema de formas, como suele presuponer un estudiante de primer año de derecho y un periodista ordinario, es un asunto típicamente cultural.
Todo el “contrato social” del que hablaron los clásicos, hoy contenido en su reflejo positivo, la Constitución Política, depende de un mísero detalle: el principio de legalidad.
La civilidad de una sociedad se mide por su aprensión o desaprensión por la ley. Este principio es, para los funcionarios públicos, una camisa de fuerza, para los privados, una garantía liberadora más no anarquizante.
La ley no se basta a sí misma, necesita de la cultura, ecuación, por lo demás, bastante ajena a las coordenadas simplistas de los tomadores de decisión que prefieren inflar la falacia legalista, proscribiendo por decreto el crimen, en incluso la pobreza y el calentamiento global.
El funcionariato público anda suelto y la iniciativa privada, por simple reflejo defensivo, idea sus propias formas de resolver los problemas que depara la falta de seguridad jurídica.
La corrupción no es más que la instauración de un sistema paralelo al poder establecido, es el triunfo de la política invisible por sobre la política visible.
Véase así: a la tardanza excesiva para lograr un permiso ó concesión, procede un soborno –léase premio para los entendidos-, a la negativa injustificada e incluso contra legem de una solicitud procedente toca la coima o la amenaza, a las filas excesivas corresponde el biombo o el gavilán, según sea el caso y la urgencia, a la excesiva burocracia procede la violación de la ley o el subterfugio, a la incapacidad, la astucia, así como al prevaricato y abuso de autoridad, la violencia.
El sicariato es la última ratio de quienes nunca se acostumbrarán a un no por respuesta en vista de su poder que, según creen, está aún por encima del monopolio estatal de la fuerza física legítima, es decir, de la reunión de todas nuestras voluntades constructivas.
Lo más grave es que el Estado no está haciendo nada para revertir tan magra situación. Las leyes penales no resuelven nada, solo demuestran el fracaso del “sistema” de contención social en su totalidad. Si un juez penal tiene trabajo, y quede claro que les sobra, es porque falló la escuela, el colegio, la universidad, más grave aún: la familia, y en general, todos los agentes socializadores, en cuenta un público o ciudadanía cómplice que para no problematizarse, opta por la omertá (silencio de silencios) como solución cortoplacista de un problema que, a largo plazo, les termina reventando en la cara. El buen ciudadano debe ir por la vida educando a la  gente. Sin embargo, cruzando la acera de este argumento, ningún ciudadano se atreverá a denunciar ni mucho menos a perseguir los ilícitos que presencia (desde faltas administrativas o de tránsito hasta delitos) mientras las autoridades de control actúen refractariamente, construyendo diariamente un mal sabor de boca ciudadano, el peor de todos: la impunidad. No hay peor crimen que los malos ejemplos. Así, si el de arriba puede, el de abajo entenderá que puede también. Las diferencias serán de escala, pero los ejemplos seguirán siendo igualmente perniciosos en términos societales. Ninguna autoridad política puede subsistir en el absoluto desorden.
Aquí no se trata de más sanciones, se trata de más cultura, no es cuestión de amenazas, sino de convicciones y principios, de ciudadanías activas, de formaciones cívicas sólidas y capacitaciones funcionariales serias.
Si el mensaje manifiesto es que aquí todo el mundo hace la que le da la gana, así terminará siendo.
Entiéndase de una vez por todas que, lo que los hombres suponen real, termina siendo real en sus consecuencias. Nada más, ni nada menos…

  • Pablo Barahona Krüger
  • Opinión
Violence
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