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La cultura occidental sigue la línea infranqueable de la Esfinge: despierta la mañana en cuatro patas, dos al mediodía y tres al caer la tarde. Ese fue el enigma de la modernidad.
¿Cómo entender el espejismo neoliberal si el campeón del capitalismo Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, proclama la nacionalización bancaria? ¿Cómo entender a los Arias y sus tecnócratas que siguen devotamente el postulado de la doctrina imperturbable que proclamó don Adam Smith?: el valor de la oferta y la demanda solo puede ser regulado por el poder divino del mercado. Así, la CCSS es un adefesio que debe ser modernizado por el bien de las transnacionales que brindan su sabiduría y solidaridad, siempre y cuando paguen los medicamentos originales, y bueno, ya veremos cuáles son los pobres que tendrán acceso a la medicina privada.
Sin embargo, ¿qué sucede con la prédica neoliberal? ¿No es cierto que los filántropos del neoliberalismo afirman que el Estado es ineficiente, burócrata y hasta paladín de la corrupción? Ahora resulta que, en coro, el G 20 vuelve los ojos al Estado para sanear las finanzas que unos pocos dilapidaron. ¿Se extravió el bien y el mal en el paraíso capitalista? ¿Se engolosinaron los depredadores de la mayoría en una sociedad de consumo que tiene solución para los males espirituales y materiales?
Mientras la línea se torna curva para los países desarrollados, la dialéctica se convierte en un cuadrado para los países dependientes que retoman otro principio trascendental, universal: la competencia, -el favorito para don Adam Smith-, que se agita con la bandera nacional. Está claro que el ICE, el INS deben competir: la fórmula financiera exige que Costa Rica dé el salto hacia el infinito, hacia la plenitud del desarrollo, se ufana en manifestar don Oscar Arias, pues hay que entregar a manos profesionales, el destino de las instituciones más rentables y dotarlas de tecnología y, por supuesto, que sean más competitivas, aunque las ganancias que generen vayan a otro paraíso fiscal. Pero, en este laberinto de idas, vueltas y revueltas, ¿qué pasa con los postulados del santo oficio comercial? ¿Tiene sentido la protección del medio ambiente, negar el incentivo a los agricultores locales y salvaguardar la soberanía alimentaria? ¿Quiénes son los acróbatas del poder que se contorsionan y sin ningún rubor proclaman el desarrollo del país? Por eso, algunos ilusos todavía no entienden que la minería a cielo abierto implica progreso y bienestar; ¿quién puede dudar de las bondades de don Oscar Arias al firmar un decreto de interés público que autoriza la destrucción de hectáreas de bosques, en contra de lo que establece la ilustrísima
Sala Constitucional? Total, dicen las voces del saber: ¿para qué sirve la naturaleza sin la creatividad del hombre y la mujer?
¿Cómo se resuelve esta asimetría económica y los discursos ambivalentes? Ya no basta leer la retórica política dos veces, hay que desentrañar los mecanismos de control a través de la ideología como el somnífero del fútbol que convoca al chauvinismo más recalcitrante; lejos de la tolerancia y el respeto por el adversario. O bien, un espacio para los toros de una región olvidada, donde lo grotesco y el espacio circense hacen el deleite voyerista: si no hay muertos es una mala corrida. Y como si fuera poco, la verde silueta se desdobla frente a los ojos ansiosos de los televidentes que se identifican con el encanto millonario de un concurso que puja por la aprehensión de saberes y levantan el vuelo de los sueño para que el sistema siga feliz.
Sin embargo, es injusto abandonar a la Esfinge en las líneas laberínticas de la modernidad y no aparearla con la dialéctica imprescindible de la posmodernidad: el antropófago es el hombre y su víctima la esfinge.
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