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En días pasados leía el libro titulado La rebelión de las avispas y recordaba entonces a mi profesora de Artes Plásticas del colegio, cuando nos decía: “Si no saben de arte, no se atrevan a decir si la obra es mala o buena, simplemente podrán decir si les gustó o no les gustó”.
Pues bien, como me compré entonces ese discurso y no sé de arte como no sé de literatura, y tampoco soy capaz de clasificar el género de esa parodia ridiculizante con la que un “macho escribidor” expone sus más íntimos recelos con la vida; diré entonces que no me gustó.
Pese a su constante protesta a lo largo de biliosas palabras sobre la mediocridad de su “injusto” entorno, paradójicamente su relato me resultó mediocre, insulso, aburrido y cansado… digo, hasta la ciencia ficción le ofrece un descanso a la mente en medio de los distintos estímulos del texto para asimilar cada escena.
Empero, en el citado cuento cada uno de los párrafos se convirtió en una queja agresiva de su paso por el centro universitario y, debo aclarar que soy afortunada al no poder identificar a los personajes que parodia a lo largo de tanta descripción soez y ordinaria de su verdad, porque probablemente no hubiera podido terminarlo… disculpen, la verdad es que aún sin precisar los detalles de la historia real, tampoco lo terminé.
Parafraseando a Juan Murillo: es demasiado chabacano para ser divertido o para llamarse literatura (http://redcultura.com/blogs/index.php?blog=22&title=la_rebelion_de_las_avispas_carlos_morale&more=1&c=1&tb=1&pb=1).
En fin, se preguntarán ¿por qué lo leí? Pues bien, resultó ser el ganador del Premio Nacional de Novela, otorgado por nuestro Ministerio de Cultura o lo que queda de él.
Verán, sentí casi un deber cívico. Sin embargo, al encontrarme a la mitad del texto me sobrecogió el terror de pensar que en una de esas ocurrencias gubernamentales, el Ministerio de Educación lo convierta en lectura obligatoria para nuestros niños, so pretexto de darle el mismo trato que a los grandes escritores costarricenses.
Es difícil juzgar el texto sin entender cómo o por qué fue premiado, y quizás me dirá su autor que soy una hermafrodita trilingüe pseudoneoliberal que estudié en una soda cerca de la línea del tren y por eso es mi limitado saber lo que no me permite siquiera aproximarme a su sapiencia satírica.
Pero, como lo importante no es como me etiquete o me estereotipe con los prejuicios que aún dejó en el vulgo a falta de haber podido encajarles a sus personajes, haré algo más honroso.
Para no contravenir las buenas costumbres, que hoy CANARA defiende o cuestiona (porque aún no entiendo su transitable posición), en relación con los derechos de autor cuya sentencia mutista nos “acosa”, le donaré el libro a aquella persona cuya intolerancia y morbo sustente su hábito por la lectura y guste premiarlo dedicándole el tiempo para terminarlo.
Solo debe dejarme sus datos en la recepción del Semanario, para hacérselo llegar.
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