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El pasado 2 de julio se celebró el Día del Filólogo. Esa fecha pasó inadvertida tanto por muchos colegas filólogos, sus conocidos y muchas otras personas que desconocen la existencia de tan particular profesión y para lo que sirven quienes se califican con ella.
Es común que cuando te topas con alguna persona, a la que por alguna razón le debes decir tu profesión, su oído les falle unos instantes y te pregunten: ¿filósofo?, ¿psicólogo?… y, al fin, cuando por fin escuchan bien, te pregunta: ¿y eso qué es? Luego de tratar de explicarlo, con las palabras menos complicadas posibles, terminan diciéndote: ¡ah!… algo así como un profesor de español… Lo más sencillo es decir que sí, terminar la conversación y asunto acabado… sigues tu camino, aunque con una espinita que se te clava en tu amor propio.
De pronto nos topamos con una dura realidad y es que, a diferencia de médicos, arquitectos y abogados (a quienes todas las personas deben recurrir en algún momento de sus vidas), los filólogos se han mantenido al margen del protagonismo en la sociedad. Eso a pesar de que detrás de muchos políticos y personajes relevantes en la sociedad, hay un filólogo escribiendo sus discursos.Se une a esa anonimia que ha caracterizado nuestra participación en el ámbito público, la presencia de una colega en un acto de corrupción ampliamente comentado en los medios, y que fue excusa para que muchos denigraran el trabajo responsable, profesional y de gran calidad, de muchos filólogos, estudiosos del lenguaje.
Pero ahí no se detiene el problema. Los filólogos, amantes del conocimiento (etimológicamente hablando) tienden a encerrarse en los libros e ignorar lo que ocurre a su alrededor. Mientras tanto, pululan los administradores, abogados, secretarias y sabe Dios quién más, impartiendo cursos de redacción, investigación y expresión oral, en las universidades del país; y profesores de inglés dando clases de español como segunda lengua, en los institutos que abarrotan nuestro medio.
La dedicación al estudio de las lenguas y a la historia y la cultura de los pueblos que las hablan, no debe convertirse en una barrera para la acción política y gremial. Los filólogos debemos defender nuestros espacios en la sociedad. El hecho de que alguien hable el español no lo convierte en un experto; es necesario que nosotros proyectemos nuestro saber, no solo para reivindicar nuestro lugar como profesionales, sino también para que la sociedad se enriquezca con el producto de nuestro estudio y trabajo cotidianos.
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