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Como persona vieja que soy, recuerdo muy bien que solamente hace 40 años nuestro país y su gente eran felices. Al menos mucho más que ahora.
Era 1969 y el mundo se agitaba con una juventud llena de ansias revolucionarias. Yo estaba en la Universidad de Indiana, donde solamente hacía escasos dos años habían volcado el carro de Dean Rusk, el entonces Secretario de Estado de los Estados Unidos.
Éramos una juventud inquieta y exploratoria. Buscábamos en los estados alterados de la conciencia, en la meditación y en la praxis revolucionaria, un cambio profundo en el hombre. Timothy Leary declaraba que los estados alterados de la conciencia eran un camino a la revolución y que había que ejercer una política de la experiencia para liberarse de ese mundo de aceptación y sumisión en que vivíamos. Algunos usábamos el cabello muy largo y le añadíamos una barba con enormes bigotes.
Las muchachas se ponían polvo destellante en los cabellos a imitación de “Lucy in the Sky With Diamonds” de los Beatles, desde luego. Hace 40 años, íbamos a cambiar el mundo, terminar la guerra de Vietnam y llevar a cabo la integración racial. Éramos idealistas, utópicos y aferrados a las ideas de máxima avanzada.
Para nosotros, una idea valía más que cualquier otra cosa y había que llevarla a cabo en la vida propia. No se podía pecar de intelectual enajenado o de abstracción sin una vida real correspondiente. Se pregonaba el sexo libre como medio de llegar a Dios. Una especie de Kamasutra de masas y comunidades. Un Kamasutra revolucionario. Dios era revolucionario y creíamos que el Che Guevara había sido uno de sus enviados. Detestábamos al protestantismo del “establecimiento” y pregonábamos una religión al estilo nuestro. Las sectas cristianas aún no habían llegado a convertirse en una amenaza al sentido trascendental de la vida, ni a su númina esotérica y exquisita.
Lo mágico aún no había sido desterrado por lo cristiano y el mundo católico aun seguía el camino de Vaticano II. Éramos irresponsables más felices, más también éramos responsables y revolucionarios. No despreciábamos el estudio y este era un camino a la sabiduría y no un camino a una vida profesional sin sentido o norte ontológico. Yo mismo había despreciado una gerencia en Caracas de una compañía petrolera norteamericana, para seguir estudiando neuroquímica y quizás resolver el enigma del estrés y de las propiedades alucinatorias del cerebro. En fin éramos una juventud llena del afán de transformar el mundo y devolverlo mucho mejor de lo que lo habíamos encontrado. Vivíamos las palabras, al respecto de que “es mejor prender una candela, que maldecir las oscuridades”.
Cuarenta años después encontramos juventudes en gran parte dedicadas a convertirse en salvajes salariales o alternativamente “cíbersalvajes”. Un mundo que les promete destinos de un “spam” a esas juventudes y eventualmente las torna en mensajeros de lo no significativo y en tantos fraudes al corazón. Con profundo enojo, miramos a nuestro alrededor en las universidades, como las juventudes huecas que provienen de los colegios de secundaria, llegan a convertirse en licenciados salariales y profesionalmente adictos a vivir como parte de un establecimiento que carcome el espíritu.
La muerte de la vida espiritual y la muerte de Dios, no son producto de una nueva teología, sino de un capitalismo voraz que anuncia que más allá del dinero no hay realidades trascendentales. “De Lacrimae Rerum”, de las cosas que producen llanto. La muerte del hombre fue la consecuencia de un capitalismo no regulado, que le enseñó durante 25 años, a nuestras juventudes a ser egoístas y enajenados de los ejes de desarrollo del corazón. El contraste no puede ser mayor con 1969, y ese contraste es un “testamentum fidei” o testamento de nuestra fe, al hecho que el hombre ha sido traicionado por las estrategias psicoeconómicas de los regidores del mundo.
En 25 años se ha producido un retroceso en la civilización y en la cultura humana. Podríamos decir que se ha incurrido en un hecho ahistórico, un hecho mundial de anti-desarrollo. Un hecho universal de la nada. Una proclama que adora en forma blasfema, lo no significativo. Testamento de nuestra fe, reza la misa católica.
Al decir de Teilhard de Chardin, es una misa que es necesario celebrar sobre la tierra misma. Consagrar de nuevo esa tierra a un camino profundamente de cambio, en el espíritu y en el corazón. Como ha dicho en diversas ocasiones Leonardo Boff, es necesario volver a encantar al hombre, pues este se encuentra muy desencantado. Es pues que escribo este trabajo de contrastes.
Hace 40 años no solamente éramos felices, sino que íbamos a transformar la tierra. Rudolf Otto, parece indicar algo similar en su trabajo, al alabar los aspectos de la númina de lo “Santo y Consagrado” (Heilige). El retorno a la númina es el retorno a lo viejo, pues las religiones de la numinosidad parecen ser anteriores a las religiones apolíneas. En la númina, habita el corazón y espíritu de lo increíblemente transformativo, lo increíblemente nosotros y a la vez lo increíblemente Otro.
Hace pues 40 años, buscábamos en las meditaciones orientales, un camino. Hace 40 años, no habíamos sido violados ni violentados por tanta propaganda comercial, que busca identificar la felicidad humana con la compra de indecencias innecesarias. No existían los “malls” de una nada no significativa, que causan las angustias de una soledad.
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